Benny Moré era algo que debía ser superado. Había muerto en febrero del año 1963 y treinta años después seguía siendo el patrón de comparación al que se habrá de someter a todo aquel que dedicara sus energías y talento a cantar sones, boleros, guarachas y rumbas.
Su sombra, proyectada y ampliada con su leyenda, en determinado momento funcionó como un freno a la carrera de diversos cantantes; sobre todo si se atrevían a hacer su propia lectura de aquellos temas que el lajero había popularizado. Mas la vida y la música debían continuar…
Para comienzos de los años ochenta aún Miguelito Cuní seguía cantando los sones de una manera espectacularmente única, Barbarito Diez mantenía la elegancia del danzón, Fernando Álvarez conmovía a nuestras abuelas con sus boleros y Pacho Alonso se paseaba por el son y el bolero –con su estilo muy personal y el filin como cimiento—de manera espectacular.
La vida y la música tenían que seguir, y ello implicaba sumar nuevos cantantes con sus estilos personales; y en esa dirección se enfilaba la música cubana.
Raúl Planas seguía siendo la voz por excelencia del Conjunto Rumbavana y le acompañaban Guido Sarría y Orestes Macías, quien desde los sesenta se había “colado” en este asunto con una forma muy personal de hacer y decir el bolero; Ibrahim Ferrer era la identificación total del conjunto Los Bocucos, mientras que Carlos Embale se imponía en el Septeto Nacional.
Los anteriores nombres hacen referencia a “los clásicos” que nunca debemos olvidar, pero la música es un proceso ascendente y la década del setenta comienza a sumar nuevos nombres y estilos que habrán de mitigar esa añoranza por el Benny que algunos arrastran como una penitencia.
Los años setenta comienzan a imponer dentro de la música popular cubana ciertos giros creativos interesantes y a cada uno de esos giros corresponderá un modo y estilo de cantar que se habrá de identificar por y con el público bailador.
Corresponde a Miguel Ángel Rapsals, o simplemente El Lele, ser el primer cantante que llamara la atención de los nuevos grupos de bailadores cubanos. El Lele, nacido y criado en la barriada habanera de El Cerro, está fuertemente influenciado por la rumba, pero sus intereses musicales estaban más cerca del rock de esos años; y esa “bipolaridad musical” se expresa en sus giros vocales y en muchas de sus frases en el momento de interpretar los temas que compone para él Juan Formell; primero como parte de la orquesta Revé y después en Los Van Van.
Una característica de muchos de los cantantes que se establecerán en el gusto popular en los años setenta es su fuerte relación con la rumba. Eso son los casos de Arturo Clenton en el Grupo Monumental y de Juan Crespo Maza en la Ritmo Oriental. Clenton proviene del barrio de Pogolotti y Crespo Maza de Jesús María en la Habana Vieja y en los giros vocales de cada uno de ellos está presente el modo muy particular de cantar la rumba en cada uno de esos barrios. Y es que una particularidad de la rumba es que no es una estructura musical cerrada.
Pero de Pogolotti también es Oscar Valdés, quien se convierte en la voz que identificará al grupo Irakere desde sus comienzos; solo que Oscar además de los giros rumberos, comienza a incorporar frases y acentuaciones vocales de los ritos abakuá -algo que no era una novedad en la música cubana, no se debe olvidar que Ignacio Piñeiro incorporó al son al estilo habanero “la clave abakuá”.
Un caso muy particular de cantante de estos años lo constituye Armando Cuervo. Vocalmente Armandito Cuervo es más rumbero y sonero que el Lele y Juan Crespo Maza, y es que sus posibilidades vocales eran superiores a la de los antes mencionados, su nivel de afinación y capacidad para improvisar eran extraordinarias y esa fue la causa por la que militó en las dos formaciones más importantes de la década: primero en Los Van Van y posteriormente en Irakere; sin embargo, no existen registros discográficos lo suficientemente sólidos que avalen su calidad como cantante, mas su nombre es imprescindible a la hora de entender la impronta rumbera en las nuevas tendencias de la música cubana en los años siguientes. En la voz de Armandito Cuervo se anuncia ese proceso de renovación que estaba ocurriendo en la rumba simultáneamente en La Habana y Matanzas y que se conocerá como Guarapachangueo.
Será para las postrimerías de la década que comienzan a llegar nuevas voces a la música popular cubana, algunas de ellas desde la zona oriental del país como fue el caso de Rolando Montero, popularmente conocido por el Muso, quien formará parte del Conjunto Roberto Faz y la del sonero Manolo del Valle que se dedicará a fin de cuentas a cantar boleros.
Pero si hubo una voz cimera en esta década será la de Eduardo “Tiburón” Morales. Tiburón es un rara avis dentro de la música cubana de la segunda mitad del siglo. Su estilo y giros vocales lo hacen totalmente singular. No es el sonero del oriente ni es el sonero de occidente; es él y punto. Aunque es innegable la influencia de la trova y el son santiaguero en su formación, en el mismo momento que se le escucha se descubre que es imposible encasillarle dentro de los “patrones” que definieron anteriormente “al cantante sonero”. Si Adalberto Álvarez fundó, pensó, creó un repertorio trascendental para Son 14; este no se hubiera consolidado sin el carisma y la gracia santiaguera y humana de Tiburón Morales.
La década no estará completa en materia de canto popular sin la presencia de Pablo Milanés. Pablito, aunque integraba la Nueva Trova, demostró que esa nueva forma de hacer la música, más allá de consideraciones estéticas e ideológicas, era directamente proporcional a todos los géneros de la música cubana y lo demostró en una serie de temas en los que el son, la rumba o el guaguancó eran la materia prima ´musical que lo identificarían para siempre.
De la loma no solamente venían los cantantes, ahora nacían en el llano y se habían alimentado con la rumba. Necesariamente algo distinto e interesante estaba por ocurrir en los años siguientes.
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