A Eusebio Leal Spengler
Nada puede honrar más la memoria del sabio cubano Fernando Ortiz que un acto como este donde se gradúan especialistas del patrimonio y la gestión cultural. Ambas disciplinas fueron objeto central en la obra de Ortiz. No solo su obra es defensa sin par del patrimonio de la isla sino gestión de lo más valioso y escamoteado de la cultura cubana. Incansable, don Fernando, como le llamamos quienes tuvimos el privilegio de conocerle y beber de su rica fuente de conocimientos, recibió este título de Don por su inmensa obra de revalorización de los factores humanos de la cubanidad, por su grandeza como hombre y por su estatura de maestro.
No hubo un científico social en su época que lo igualara; fue el más connotado de ellos por su originalidad y su vocación humanista. El espíritu de Cuba contenido en su concepto de cubanidad fue signado por él como factor esencial de nuestra identidad como pueblo. Su extensa obra, de profundo calado antropológico, develó el papel del negro en la historia colonial y en la formación de nuestra idiosincrasia. Durante su larga y fecunda vida su discurso descolonizador abrió brechas nuevas a otros estudiosos de la vida social cubana. Fue eje y pivote de los estudios de antropología social en nuestra patria y desbrozó el árido campo inexpugnable de la fronda telúrica de Cuba.
No excluyó ninguno de los factores primarios de nuestra formación social, tanto los de origen hispano, como los de origen africano, asiático y europeo, considerándolos como patrimonio esencial de la nación.
De hecho, fue el iniciador en el siglo veinte cubano de los enfoques antropológicos y sociológicos de nuestra historia y se enfrentó a esquemas colonialistas y a prejuicios raciales y de clase.
Colaboró, en fértil binomio, con el historiador Emilio Roig de Leuchsenring, y contó con José Luciano Franco, Nicolás Guillén, los historiadores Fernando Portuondo, Hortensia Pichardo y el sociólogo Elías Entralgo, entre otros, para sus valiosos diagnósticos sobre la vida del pueblo cubano y sus alianzas transculturales. En sana crítica algunos de sus coetáneos esgrimieron la idea de justicia con la finalidad de borrar la inferioridad del negro, resaltando el germen de prejuicios raciales que nada tenían que ver con las razas, sino con la condición de clase de los marginados y la extrema pobreza heredada de la esclavitud.
Con la aguda metáfora del ajiaco trazó la estrategia de la perenne transición y mezcla de la especie humana que se patentiza en el concepto de transculturación, aporte cardinal a las ciencias sociales. Bronislaw Malinowsky consagró este concepto orticiano en el prólogo del libro de Ortiz, Contrapunteo del tabaco y el azúcar de 1940. Antropólogo empírico, fue seguidor del también sabio cubano José Antonio Saco, en sus estudios de la periferia y la subalternidad. El pensamiento cubano de José Antonio Saco es uno de sus más profundos ensayos.
Ya Doctor en Derecho Civil por la Universidad de La Habana en 1902, Don Fernando había cursado las asignaturas de Derecho Penal en la Universidad de Madrid y la Licenciatura en Derecho por la Universidad de Barcelona en 1900.Cónsul en Génova en 1903, trabajó como correspondiente en los consulados de Coruña y Marsella. Justo en Génova cultivó la amistad con positivistas como César Lombroso el eminente criminólogo, y el sociólogo Enrico Ferri. En 1906 publicó su obra Los Negros Brujos, con signo positivista y darwiniano, y diez años más tarde, en un salto ideológico de suprema audacia, publicó en La Habana, Los Negros Esclavos, obra fundamental que lo sitúa como precursor en Cuba de los enfoques materialistas de la historia.
No voy a enumerar aquí el cúmulo de instituciones y revistas que Fernando Ortiz fundó a lo largo de su vida. Nadie en su época superó su gestión cultural en defensa de lo que hoy ustedes acarician con metodología científica y con pasión: el patrimonio intangible de la Isla. El bloque de su sólida y maciza cultura se revela en publicaciones como Archivos del Folklore Cubano de 1926 cuyo primer director fue, dicho sea de paso, Emilio Roig de Leuchsenring, su entrañable amigo y colaborador. Ese mismo año funda la Institución Hispanocubana de Cultura. Un año más tarde crea y dirige la Colección de Libros Cubanos que puso en manos del público lector a figuras clásicas de las ciencias y la literatura cubanas. Por primera vez en la Isla el patrimonio escrito adquirió notable visibilidad y resonancia en el público lector.
Con el propio Roig y con Juan Marinello fundó el movimiento por una Escuela en la Cuba Libre donde se enarbolaron también como estandartes, los conceptos del patrimonio y la gestión cultural, tan acariciados por ustedes hoy. En 1937 funda la sociedad de estudios afrocubanos y la revista de la sociedad también junto a Emilio Roig. No puedo dejar de reseñar el histórico seminario de Etnografía Cubana de 1942 en la Universidad de La Habana, cantera de figuras tan relevantes de los estudios etnomusicológicos como Argeliers León y María Teresa Linares, entre otros.
La inabarcable obra científica de Don Fernando se revela con creces en más de veinte volúmenes capitales para el estudio de la cultura cubana. Baste solo con señalar el clásico Contrapunteo Cubano del Tabaco y el Azúcar, seguramente el ensayo más agudo y original escrito en Cuba en los años de la República. Y en cuanto al referido Seminario de Etnografía Cubana, cabe decir que despertó en aquellos participantes la vocación antropológica y etnográfica y la visión descolonizadora, proteica y emancipadora que el sabio cubano introdujo en sus clases. Fue un parteaguas frente al sociologismo esquemático y burgués y a la rígida interpretación clasista de las ciencias sociales de entonces. La antropología en Cuba, una ciencia nueva y joven todavía, carecía de esta mirada. Se habían hecho grandes avances en una rama de esta ciencia, la biológica o física, a partir de los estudios de los doctores Luis Montané y Arístides Mestre basados sobre todo en la obra de los médicos Henri Dumont y Bernad de Chateausalins y concernientes a las enfermedades y dolencias de las mujeres y los hombres esclavos en las plantaciones de azúcar y en las áreas domésticas. Pero fue Ortiz el que inició los estudios de campo en la sociedad con una óptica descolonizadora que propugnaba por la emancipación ígnea del espíritu. Nos hizo ver la imperiosa necesidad de la diversidad cultural y el respeto al hombre.
Diversidad con una conciencia cabal de la unidad en los derechos y los principios humanistas. Una unidad que lleve a la diversidad y no a la anarquía; una diversidad que lleve a la unidad sin autoritarismo. Pascal escribió —no hay que olvidarlo— que la unidad sin diversidad llevaba a la tiranía.
El mundo de los sueños y de la espiritualidad no deja de fascinarnos. La antropología, entre otras cosas, muestra que podemos vivir en ese mundo sin que por ello signifique enajenación o anormalidad. Ese mundo otro nos fascina y por él sentimos una profunda nostalgia. «Más allá de la curiosidad intelectual hay en el hombre moderno una nostalgia», escribe Octavio Paz cuando se refiere al mundo de lo divino.
Historiadores como Arnold Toynbee y antropólogos como Ernst Cassirer, Claude Lévi-Strauss, Ruth Benedict o Margaret Mead han demostrado con ejemplos concretos —que no es necesario citar— los patrones de las culturas populares tanto del Pacífico como de nuestro continente latinoamericano. Patrones que expresan otra medida del mundo, otra idea de la razón, o mejor, una otra noción de la razón. El nudo gordiano de la filosofía occidental radica en no haberse planteado la comprensión real del otro. Sólo la antropología es capaz de iluminarnos en este sentido. Por eso, con el uso adecuado de las herramientas antropológicas debemos trazarnos una estrategia estabilizadora y justa que nos indique el camino. Evitar una concepción errónea, por ejemplo, del multiculturalismo, que no reduzca a quienes lo ostentan a un comportamiento estrecho y alienado del otro. Que el multiculturalismo sea fuente de riqueza y no pasto de un racionalismo estéril. Multiculturalismo que establezca una interacción cultural y que no sea un freno para la capacidad creativa del ser humano. Multiculturalismo que conciba la identidad como un proceso progresivo y no como un fenómeno estático. Multiculturalismo, en fin, como yelmo frente a la ofensiva uniformizante de la globalización. Esta fue, sin dudas, una puerta que abrió Ortiz a la visión de una Cuba moderna, plena y dinámica.
Asumir y defender la cultura, no es poner en práctica un dogma, ni reducir la vida a un conjunto de valores y elementos endógenos. La multiculturalidad no reduce sino ensancha la identidad, no es una marca indeleble y fija, sino un signo que cambia de sentido y de valor epistemológico. Un sello que cambia de color y de tamaño en la medida en que la especie humana sea capaz de generar nuevos productos artísticos y culturales. Y esa medida es infinita, hipertélica, porque el hombre es por antonomasia un creador, ya sea de mitos y fantasía, ya sea de ecuaciones lógicas e instituciones sociales. La identidad, por lo tanto, nunca es idéntica a sí misma, y a ese cambio permanente, a esa metamorfosis continua tenemos que acostumbrarnos. Es esa posición la que debemos adoptar frente a la cultura del otro: una posición ausente de prejuicios y categorías canónicas, aunque esté preñada de temores o extrañeza ante lo nuevo y desconocido.
Tenemos que ir indefectiblemente hacia una comprensión intercultural que asuma la diversidad cultural y el respeto del otro. Se trata de crear un humanismo real que no se convierta en abstracción teórica, sino un mecanismo puesto en práctica en todos los órdenes de la sociedad, tanto en los derechos políticos como en los sociales y económicos. Un humanismo integral durable y para todos. Un humanismo, repito, integrador, que honre esa expresión poética de meridiana transparencia que dejó para la historia José Martí cuando afirmó: Patria es humanidad.
Hasta ahora, lamentablemente, no ha sido así. Hemos visto al otro desde nuestros códigos y parámetros, por encima del hombro, ataviados de profundos prejuicios culturales. Sólo porque somos ligeramente distintos en aspectos externos, fenotípicos, no somos mejores ni peores, no somos superiores ni inferiores, somos simplemente distintos, resultado de un cruce de culturas, de una prodigiosa alquimia biológica a la que llamamos diversidad. Esto lo supo Fernando Ortiz desde muy joven. Y lo mostró ampliamente en su reveladora obra ensayística.
La antropología, como ciencia que estudia la cultura, nació, sin embargo, con un espíritu de justicia científica. Sus creadores indagaron en la especie humana y por primera vez en la historia establecieron cánones que identificaban las sociedades y las diferenciaban entre sí, partiendo de los valores creados por éstas. Pero desde sus comienzos fue asidero de manipuladores de una política hegemónica e imperial. Aquel espíritu humanista y reivindicador con que nació, sufrió terribles deformaciones. Oleadas de antropólogos fueron enviados, por ejemplo, al continente africano o a la Polinesia para indagar en esas culturas, conocerlas a fondo y poderlas conquistar. Esa antropología imperialista dejó un saldo muy negativo, y las culturas calificadas de «primitivas» sufrieron el avasallamiento, la sujeción y la deculturación.
Ya la humanidad ha ganado una lección definitiva con la ayuda, dicho sea de paso, de la propia antropología vindicadora y de las revoluciones sociales. La antropología social hoy es tan útil al ser humano como la medicina, porque cura o aspira a curar las diferencias y los prejuicios. Y curar un prejuicio es más difícil que curar una enfermedad maligna. En una ocasión Albert Einstein llegó a afirmar que era más fácil descomponer un átomo que curar un prejuicio.
Hacer desaparecer los prejuicios sociales, como lo soñó Fernando Ortiz, debería ser hoy la función principal de la ciencia antropológica, y no con paliativos o medias tintas, sino con demostraciones basadas en hechos científicos y la aplicación de parámetros y lógicas propias de cada grupo social estudiado.
Nos preciamos en Occidente de estudiar al otro con más dedicación y ahínco. Los pueblos africanos y asiáticos, sin embargo, se mantienen neutros o al menos no han emprendido aún una batalla por estudiar a fondo las contradicciones de Occidente. ¿Qué ocurrirá cuando se descubran nuestras manchas, nuestras contradicciones? ¿No nos mirarán también con extrañeza?
¿No pensarán muchos pueblos llamados primitivos que somos una masa lunática y aberrada, inmersa en una neurosis incurable? ¿Qué ha hecho Occidente para desenajenarse de la obsesión del dinero?, ¿qué hemos hecho para mejorar la condición humana? La antropología social podría quizás, en un momento tan crucial como el que vivimos, dar una respuesta convincente. Demostrar que ni unos ni otros tienen la razón total; quizás cada uno tenga una buena razón, pero la verdadera razón está por ser demostrada. La última palabra la dictará el tiempo: Ciencia, Conciencia y Paciencia, como dejó dicho en el pórtico de su obra Fernando Ortiz. Y para que el tiempo se haga realidad, habrá que contar con la profunda razón del otro, sin paternalismos que enturbien la mirada, sin prejuicios aberrantes y absurdos que nos retrotraigan a la Edad de Piedra, sino con un análisis que haga realidad aquella reflexión filosófica de la que escritores como William Shakespeare o Jorge Luis Borges se apropiaron y que seguramente data de cuando el hombre se miró fijamente hacia dentro por primera vez y se dijo: Yo soy el OTRO.
Dr. Miguel Barnet
14 de diciembre de 2021.
Colegio Universitario San Gerónimo de La Habana.
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