I
Hacia finales del siglo XIX, próximo el desastre español en América, se incorporó a la historiografía en España algunas tradicionales historias, regionales, fuente inagotable de las ricas reservas de su pueblo. Ellas no se habían destacado mucho anteriormente, no tenían legitimación por parte de los medios o de la enseñanza, y solo se dieron a conocer en periódicos locales; por primera vez se publicaron historias de vidas de interés con destaque, acontecimientos dormidos de lugares en la sombra con personas valiosas, sucesos atractivos de singulares sitios, apenas visibles hasta ese momento. Miguel de Unamuno calificó estos relatos como intrahistoria en su libro En torno al casticismo, de 1895. Tal y como lo analizaba Unamuno, constituía una versión minimalista con actores periféricos de eventos sociales en zonas olvidadas, formando parte también de la Historia: héroes ─todavía no heroínas─ inconscientes de una tradición viva en escenarios poco conocidos.
El pensador español elogió esta incorporación y proponía ir a los orígenes de la Historia para enriquecerla. La intrahistoria rescataba lo que Heródoto había considerado como estudio y análisis de lo más completo posible de la sociedad de una época, más allá de la narración de encumbrados protagonistas, los sucesos más importantes y sitios emblemáticos de batallas o campañas militares. Con la conversión del emperador Constantino I al cristianismo en 325, la fundación de Bizancio como “la nueva Roma” y la unión del imperio con la religión cristiana, comenzó a escribirse la Historia de otra manera. La España de Unamuno ─en la última década del XIX y hasta 1936─, tuvo una lectura de la Historia con muy pocas diferencias sustanciales a la que había sido inaugurada por Constantino I. Unamuno se proponía reducir la escala en el estudio de la Historia para regresar a su lugar primigenio y facilitar visibilidad a los invisibles.
Para entonces, la narrativa histórica en España ─y también la del mundo─ consistía casi exclusivamente en la mitificación heroica y monumental de políticos, militares, sacerdotes…; estatuas de oradores, encueste o con la cruz cristiana, con una obra benefactora como héroes tradicionales y prohombres triunfadores, insertados en grandes guerras y fundadores de doctrinas frente a contingencias, en sitios emblemáticos. Al iniciarse la nueva centuria se incrementaron las historias de las clases subalternas con su cotidiano devenir en comarcas y pueblos, enriqueciéndose las narrativas de la Historia. No es coincidencia que esta ampliación y ganancia ocurriera en medio de la crisis que España vivía en los últimos momentos de su imperio. Tampoco es casualidad que el colofón lo resumió José Ortega y Gasset con su libro España invertebrada, publicado en 1921 y escrito poco tiempo después de que sucumbió la flota española en el fondo de la fosa de Bartlett frente a Santiago de Cuba, cuando el imperio español le dijo el último adiós a sus colonias en América.
La intrahistoria no es estricta y necesariamente una apoteosis del nacionalismo, sino una historia desde adentro y abajo, que ha discurrido silenciosamente y forma parte real de la Historia, aunque al final da testimonio de la riqueza de la nación, pero destacando un invisible tejido social, propiciador del desenvolvimiento histórico que hasta entonces no se había tenido en cuenta. La primera plataforma usada para darla a conocer fue el periodismo escrito en periódicos municipales y posteriormente se sumó la recién inaugurada radio, el medio de propaganda política más eficaz del período, usando la oratoria. La intrahistoria contribuyó a fortalecer la identidad regional, provincial, municipal o comunitaria, y reconocer liderazgos locales junto a sucesos desconocidos o dormidos. Lo más importante ha sido consolidar la tradición, aumentar la riqueza histórica y hacerla viva y presente en lugares distantes de las grandes ciudades. Este camino devela potencialidades de los que hacen todos los días la Historia sin saberlo, en pueblos periféricos y sin el clásico prototipo del heroísmo nacional autoritario.
La intrahistoria no necesita de la seducción del gran espectáculo ni una preparación escenográfica, hoy desacreditada a veces con escaso crédito dentro de la manipulación de ese protagonismo. Sus perspectivas ganan adeptos en las plataformas digitales. Habrá que encausarlas sin imponer versión única de heroicas historias de vida. No busca meta final teleológica, confundida a veces con menguados resultados alcanzados, y pone al desnudo la lucha permanente ante contingencias de una cotidianidad cada vez más turbulenta. En la intrahistoria no hay vencidos ni vencedores porque el relato no se dirige como batalla; no hay verticalización de protagónicos, ni informaciones semejantes a partes de guerra, debido a que los conflictos y la beligerancia no emergen del plano militar, aunque se usen métodos de guerra: su organización está generalizada en la dinámica social frente a nuevos retos cambiantes. Se trata de encontrar lo que mueve al “alma popular”, respirando la tradición con un relato antitrascendental y sin el historicismo cosificado y colmado de panteones, donde no hay lugar para la actualidad local y el discurrir de la vida silenciosa de todos los días.
En la literatura y el periodismo cubanos del siglo XIX, la intrahistoria fue asumida por el enriquecido costumbrismo narrativo que continuó en la centuria siguiente. Algunos escritores y periodistas no quisieron reconocerse en esta tradicional corriente “costumbrista”, aunque escriban una literatura semejante a ella con un nuevo tipo de realismo social en la compleja sociedad moderna. Hay ejemplos paradigmáticos en el periodismo de esa nueva época, como las obras de Eladio Secades y Emilio Roig de Leuchsenring, y posteriormente las de Eusebio Leal, desde la oratoria sobre todo, quien rindió una enorme utilidad social. En algunos escritores de literatura artística, se identifica un prejuicio para no verse identificado con una tradición literaria que, salvo la obra cumbre de la novela del siglo XIX, Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde, produjo escasos ejemplos semejantes a ese exigido nivel de creación literaria. Apoyado esencialmente en el periodismo escrito y radial locales, han sido cuantiosas las figuras reconocidas a lo largo del siglo pasado y el actual, pero ha dejado obras poco destacadas para la enseñanza, aunque ya se empieza a reconocer desde el periodismo. Los historiadores asumieron un papel más activo en la intrahistoria cuando se reimpulsaron las editoriales provinciales a partir de 1990 hasta hoy, con libros de historias locales que han reflejado un desigual nivel de calidad en el panorama actual. Con una inteligente selección de ellas, pueden promoverse algunos libros o ejemplos valiosos. No conozco equivalente incorporación en los libros de la enseñanza.
Esta variante de narrativa histórica no debe confundirse con la microhistoria, término creado por el historiador italiano Carlo Ginzburg en su obra El queso y los gusanos: el cosmos de un molinero del siglo XVI, de 1976. Tres años después de la publicación de este libro, Ginzburg realizó una solicitud al entonces papa Juan Pablo II para abrir los archivos de la Inquisición. No fue hasta 1991 que se logró un acceso limitado a ellos, abiertos definitivamente en 1998 para los investigadores. En la clasificación de estos documentos participó activamente el entonces cardenal Ratzinger, quien fuera posteriormente el papa Benedicto XVI. La microhistoria forma parte también de la Historia y focaliza el análisis de un suceso o personalidad histórica, mediante la profundización en el tratamiento de diferentes fuentes que tradicionalmente han pasado inadvertidas o no han sido tomadas en cuenta en el relato tradicional de la Historia.
La microhistoria se empeña y dirige en el estudio minucioso y el examen pormenorizado de una cotidianidad, incorporando factores que no habían sido de interés y fueron apartados, desvalorizados u ocultados, en el momento de estructurar el gran relato histórico. Tiene en común con la intrahistoria que reduce la escala de observación de la Historia; el análisis es microscópico o con lupa, pero el estudio se propone revelar nuevas fuentes. Toda lectura de la Historia es intencionada y con cierto grado de manipulación para determinados intereses socioeconómicos, políticos, religiosos, ideológicos…; su revisión permanente es deber generacional para los nuevos tiempos: el revisionismo permanente es lo más revolucionario, lo demás conduce a un conservadurismo que poco se relaciona con la necesidad de revolucionar la sociedad para mayor emancipación. Si el revolucionario no asume un papel protagónico en la relectura de la Historia, la reacción y otros intereses ajenos a la causa revolucionaria avanzan y establecen otras realidades históricas con nuevos mitos. Las reiteradas exposiciones históricas se presentan como un palimpsesto muy usado, con heterogéneos elementos culturales en que unos envejecen y renacen otros, un proceso infinito de refuncionalización y revalorización.
Algunos estudiosos que apoyan la microhistoria insisten en que “la historia desde abajo” es la que más desmitifica. Hay muchos ejemplos: las cartas del soldado William Wheeler, del regimiento 51 que combatió en Waterloo contra las fuerzas de Napoleón en 1815, demuestran que no fue el Duque de Wellington el vencedor de esta batalla con su táctica extremadamente defensiva, sino un conjunto de factores, entre los que se destacaron los errores de Napoleón y la entrada oportuna y combativa del ejército prusiano; posteriormente, bajo un análisis exhaustivo de expertos, el testimonio de este soldado, desde la periferia de la batalla, tomó un máximo de crédito. La Historia oficial cosifica a los personajes periféricos y se excluyen héroes anónimos, con una mirada paternalista generadora del autoritarismo, una enfermedad muy destructiva en todas las sociedades contemporáneas de cualquier signo político. La microhistoria propone una heroicidad invertida. Stalin no derrotó al fascismo en la Segunda Guerra Mundial, fue el avance del Ejército Rojo comandado por generales de la talla del mariscal Zhúkov junto a los demás oficiales, y sobre todo, los heroicos soldados y partisanos, que decidieron la contienda, no pocas veces a contrapelo de los propios errores de Stalin. En definitiva, tanto en Waterloo como en la Segunda Guerra Mundial, han sido los soldados los verdaderos héroes de las guerras.
El análisis de la ideología y el papel de la actuación de los invisibilizados aportan elementos decisivos en el relato histórico. Sin embargo, debe establecerse con objetividad la manera en que piensan y actúan los que hacen la Historia, sin conducirla bajo una intención política descontextualizada, intencionada o interesada. Los métodos analíticos de Holmes y Freud contribuyen más a esclarecer estos asuntos que las teorizaciones de Hegel o Marx. Hay construida una mitología que ha convertido al ser más activo de los procesos históricos, el pueblo, en piezas de una máquina dirigida. La hermenéutica de la microhistoria ofrece aspectos de interés con personas inadvertidas puestas en sitios periféricos, donde está el mundo, aunque su radio de acción sea reducido. La suma de muchos de ellos en medio de tensiones en conflicto, construye mayor verosimilitud. No hay por qué temer que la resultante de esa sumatoria no coincida exactamente con la Historia oficial: la verdad siempre es más rica y revolucionaria. La real política se hace todos los días en la calle y en los campos, y no en ningún local de reuniones, por muy sabios que sean los ponentes. No es posible solamente contar con los análisis diacrónicos, resultan decisivos los sincrónicos contrastados, con escenas o sin ellas, contando a seres periféricos, siguiendo nuevas fuentes y buscando profundidad. Existe un inconsciente colectivo latente listo para transformarse en conciencia patente cotidiana de la Historia.
En Cuba, el mambisado, los combatientes de la sierra o el llano y los que han seguido combatiendo junto la Revolución cubana en el poder, y los internacionalistas, guardan secretos de alta precisión que la microhistoria revela o dejará ver. Algunos historiadores jóvenes y no tan jóvenes en este siglo, están trabajando arduamente en la identificación de nuevas fuentes y desconocidos relatos de la Historia. La microhistoria ha aparecido en la prensa y en libros de esta centuria; otros esperan publicación. Hay que incorporarlos definitivamente en la enseñanza para la educación de las nuevas generaciones, con mayor énfasis en los medios, no solo digitales. La presentación de la Historia en esta centuria tendrá que ser ineludiblemente tan atractiva como el relato de ficción, por lo que hay que contarlo bien y diverso. No es casual que tanto el líder guerrillero colombiano como el presidente de Colombia, en las negociaciones de paz entre el ELN y el gobierno, mencionaron en sus discursos a novelas de José Eustasio Rivera y Gabriel García Márquez. Fidel se empeñó en que uno de los primeros temas de las teleclases de la “Universidad para Todos” fueran las técnicas narrativas. El presente y futuro también es la metahistoria.
Continuará
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