En un Consejo Nacional de la Uneac, José Loyola junto a Roberto Fabelo y Fidel. Foto: Arnaldo Santos.
Efraín estaba orgulloso de su hijo. «Puse en sus manos la flauta y mira, ha ido mucho más allá», decía el músico cienfueguero, pilar en la fundación de leyendas como el conjunto Los Naranjos y la orquesta Aragón, cuando hablaba de Joseíto y sus estudios en Polonia, y las obras que estrenaba en los festivales de música contemporánea de La Habana.
Hoy estaría también satisfecho con el «más acá» de José Loyola, de la fidelidad a la flauta y al sonido charanguero que no es sino convicción de que la música, en su caso, es un territorio vasto y diverso en lenguajes y funciones, en el que cabe la ópera y el danzón, la música de cámara y los estudios teóricos, la tradición y la experimentación.
Fértil y activo en esa dinámica proyección múltiple, Loyola completa este 12 de febrero su octava década de existencia. Al frente de la Charanga de Oro, con la que interpreta desde 2003, junto a consagrados y jóvenes maestros, los géneros de la tradición popular, ha dejado una sensible huella en la preservación de un formato y una sonoridad. Buena para bailar, la charanga de Loyola despierta, ante todo, la atención del oído de quienes asisten a sus presentaciones públicas.
El fenómeno charanguero es algo que tiene profundamente estudiado. Loyola, doctorado en Arte, ha dedicado tiempo y espacio a la investigación musicológica. El libro La Charanga y sus maravillas. Orquesta Aragón, publicado por la editorial del Museo Nacional de la Música, constituye una monografía paradigmática en el tema que aborda. Al valorarlo, el director de la institución, el doctor Jesús Gómez Cairo, resaltó la «riqueza en esencias y detalles, en los análisis de los repertorios y la valoración de géneros».
Del estudio a la promoción deviene para Loyola un camino de idas y vueltas. En su condición de directivo de la Uneac, organización en la que sobresale como uno de sus miembros más comprometidos, fundó el festival Boleros de Oro, que ha hecho historia dentro y fuera de Cuba, y Danzón Habana, en vías de consolidación.
A todas estas, no debe obviarse su dilatado y germinal ejercicio pedagógico. Desde el mismo inicio estuvo en los predios de la Universidad de las Artes, en la que ha formado compositores y orquestadores e impartido clases de diversas disciplinas teórico-prácticas.
Existe, sin embargo, una zona de la obra de Loyola que requiere de mayor conocimiento y expansión: la música de concierto. Sucede con él lo mismo que a otros compositores. No puede ser que solo estrene y si acaso reponga sus partituras en los festivales de la Uneac, una vez al año, o que suene en algún que otro esporádico concierto. Y que una obra excepcional en nuestro repertorio lírico musical, como Monzón y el Rey de Koré (1973), ópera basada en una leyenda del pueblo bambara, esté ausente de nuestra escena.
La música para él no es mero accidente ni pasatiempo, la siente y entiende como núcleo irradiante del ser nacional, y contrapeso que se oponga a lo que llama «especie de nicotina resonante que con su contaminación sonora intenta minar la conciencia musical del cubano, constituye una fuente de preocupación en el sendero evolutivo y el desarrollo de un arte, el cual se ha caracterizado por la profundidad en el espectro genérico de nuestro universo».
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