Paseo Martí (Paseo del Prado).
Ni la calle de la Reina, ni el espacioso Campo de Marte —actual avenida Salvador Allende—, ni tampoco otras calzadas como la de Jesús del Monte —hoy Diez de Octubre— o la del Cerro, donde la alta burguesía de finales del siglo XIX y principios del XX se construyó espléndidas quintas, pudieron sustituir a un centro tan sobresaliente como el que a inicios de la República fue nombrado Paseo Martí, aunque el pueblo lo continuó llamando Paseo del Prado. Miguel Tacón había erigido el imponente teatro que llevaba su nombre, hoy Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso; en 1875 se levantó el hotel Inglaterra, y con la expansión de la ciudad alrededor del Prado aparecieron elegantes palacetes y sedes sociales. En 1908 se construyó el entonces hotel más alto de La Habana, el Sevilla, y un año después, por la calle Zulueta, haciendo esquina con el Parque Central, el Plaza. La siembra de árboles a lo largo del paseo, los palacios de inicios del siglo XX, la conocida Manzana de Gómez, concluida en 1918, con comercios en la planta baja y en las altas oficinas mercantiles, despachos de abogados, notarios y otros profesionales… no dejaban dudas de que el centro de La Habana era todo el Paseo del Prado. Sus alrededores se colmaron de instalaciones hoteleras como el Saratoga, de centros educacionales como el Instituto de Segunda Enseñanza, de edificios de sociedades como el Casino Español, el Centro Gallego —el primero, de finales del siglo XIX, en Prado y Dragones, hoy escuela Concepción Arenal, y el segundo en Prado entre San José y San Rafael, actual Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso— y el Centro Asturiano —en el presente, Edificio de Arte Universal del Museo Nacional de Bellas Artes—, cines, empresas importantes como el lujoso edificio Bacardí, una de las mejores muestras del Art Decó en Cuba, de 1930, y la sede del gobierno: el Capitolio Nacional.
El Capitolio.
Aunque crecieran otros centros de menor importancia en la periferia habanera, más allá del primer tercio de la centuria, La Habana tenía el Prado como su lugar más importante. No pocos poetas, desde el siglo XIX, le cantaron a la Fuente de la India; lo había hecho Gabriel de la Concepción Valdés —“Mirad La Habana allí color de nieve, / gentil indiana de estructura fina, / dominando una fuente cristalina, / sentada en trono de alabastro breve” (Poesía de la ciudad de La Habana. Selección de Ángel Augier. Ediciones Boloña y Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2001) —; también José María de Heredia, el francés: “Cuando se acaba el día, solo, junto a la fuente / descanso, mientras sueño con su dulce frescura… / Huyen mis pensamientos, tal como el agua pura / de su colmada urna gotea lentamente. (Ibídem. Versión del francés de Max Henríquez Ureña), y del siglo xx es el conocido soneto de Emilio Ballagas: “No lloréis más, delfines de la fuente / sobre la taza gris de piedra vieja. / No mojéis más del musgo la madeja / oscura, verdinegra y persistente” (Ibídem). Muchas empresas famosas de publicidad o radiofónicas y otros negocios continuaron poblando el Paseo del Prado hasta que a finales de los años 20 se amplió el Malecón y el acceso a El Vedado dio lugar a que la ciudad se extendiera, en una época de gran auge constructivo.
Construcción del Malecón habanero.
Entre Gerardo Machado y su secretario de Obras Públicas, Carlos Miguel de Céspedes, conocido como El Dinámico, concibieron una millonaria ley de construcciones apoyada por el Chase National Bank de la familia Rockefeller, que ofreció un préstamo de 100 millones de dólares con la concesión a la empresa norteamericana Warren Brothers Company de Nueva York para la ejecución de un grupo de obras, no solo en La Habana, sino en toda Cuba —“casualmente”, Machado y Carlos Miguel eran accionistas en esos proyectos. El propósito era construir la “Niza de América” en La Habana y para eso se contó con la colaboración del multimillonario cubano Enrique Conill, para buscar al urbanista más famoso del mundo: Jean Forestier, una leyenda por sus proyectos arquitectónicos en París, Roma, Lisboa, Buenos Aires, Sevilla, Marruecos… Todos los equipos que usaba Forestier eran norteamericanos y se había consagrado como especialista en jardinería moderna; tenía una visión escenográfica de los ambientes urbanos y un dominio de la combinación de los mobiliarios con las áreas verdes.
Con tres visitas a la capital —1925-1926, 1928 y 1930—, Forestier planeó y dirigió el proyecto constructivo más grande y costoso de la historia de Cuba: El Plan de Embellecimiento y Ampliación de La Habana, que unía el centro de la ciudad con Marianao, Regla y Guanabacoa, y proyectó las construcciones-símbolos habaneras. Entre los fundamentos del Plan Director estuvieron la regulación del sistema vial: Avenida del Puerto, Avenida de las Misiones, Paseo del Prado, Parque Central, Parque de la Fraternidad, Malecón y sistema de calzadas; la creación del marco monumental a los símbolos del Estado: Capitolio Nacional, Universidad de La Habana, proyecto de la Plaza de la Loma con el Teatro Nacional y la Biblioteca Nacional para la Plaza de la República, y estudio de su monumento centro; ejecución del marco paisajístico y creación de áreas verdes: uso de la jardinería en las grandes avenidas, jardines para el Capitolio y Parque de la Fraternidad Americana; diseño del marco funcional requerido por el turismo: hoteles Presidente y Nacional —este último con los mayores adelantos de la hotelería internacional—, otras posibilidades de ampliación de la red hotelera, aeropuerto, infraestructura de almacenes, garajes, etc.
Para el geógrafo de la Universidad de Alicante Gabino Ponce Herrero, “Sus elementos formales más destacados fueron: incorporar una visión de conjunto, con un diseño general preconcebido para las áreas más importantes de la ciudad, planear una amplia red vial que unía los focos más activos de la ciudad, definir una imagen icónica de La Habana, de gran belleza y cualificación técnica, merced al sistema de áreas verdes y a las nuevas propuestas de valoración paisajística, realzar los focos monumentales, con propuestas concretas de mejora y conservación del centro histórico, como recurso a la vez patrimonial y de paisaje singular. // En su propuesta integral, Forestier contempló también el diseño de nuevos parques para los nuevos repartos, estableciendo una serie de proyectos que serían desarrollados años más tarde. Entre ellos, especial atención merece la vieja propuesta de convertir el entorno de la Ermita de los Catalanes en el nuevo centro ciudadano de La Habana, pensando en un horizonte temporal lejano, establecido en el año 2000” (Gabino Ponce Herrero: “Planes de reforma urbana para La Habana: La modernización de la ciudad burguesa (1898-1959”. Boletín de la A.G.E., No. 45, 2007, versión digital).
Con el Plan Forestier, La Habana, con un centro cívico —que posteriormente se convirtiera en la Plaza de la Revolución— y otro del Estado —con la construcción del monumental Capitolio Nacional en el antiguo centro urbano—, y engalanada con jardines tropicales, llegaba a una urbanización racional con facilidades para la comunicación: adquirió la mayoría de edad como ciudad. Tan pregnantes fueron ciertos símbolos, como el Capitolio Nacional, que durante años los campesinos que llegaba a la capital se retrataban en sus jardines con los célebres fotógrafos ambulantes para guardar la fotografía, obtenida inmediatamente, como un gran recuerdo de su visita a la “luminosa”.
Muy cercano al Prado, se iría estableciendo en años subsiguientes un nuevo centro, fundamentalmente comercial, cuyo eje principal lo establecía el cruce las calles Galiano y San Rafael, entonces conocido popularmente como “la esquina del pecado”. El atractivo de las grandes tiendas por departamentos que seguían el modelo norteamericano, como El Encanto, Fin de Siglo y Flogar, el más modesto Tent-Cents, la juguetería Los Reyes Magos, el lujoso cine América y los cómodos Rex y Dúplex, pequeños clubes nocturnos, hoteles, cafeterías… le confirieron tanta animación que para los vecinos de los barrios periféricos “ir a La Habana” significaba llegar hasta esa zona. Tan preponderante fue, que le dio nombre a un municipio: Centro Habana, para luego declinar, lastimado por un creciente deterioro.
A pesar de que ya El Vedado se había constituido en un territorio de gran interés urbano en los años 20 y 30 del siglo XX, posiblemente uno de los momentos determinantes para el surgimiento de otra centralidad habanera fue cuando los hermanos Goar, Luis Augusto y Goar Mestre decidieron trasladar en 1948 su emisora radial CMQ, de su sede en Monte y Prado, a un fabuloso edificio, pionero del Movimiento Moderno, en la calle 23, entre L y M —el tramo de 23 desde L hasta el Malecón sería conocido como La Rampa. El edificio Radiocentro, el hotel Havana Hilton —hoy Habana Libre—, inaugurado diez años después, el Pabellón Cuba de 1963 —a raíz del VII Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos—, la famosa cremería Coppelia de 1966 —por cierto, entonces con 54 sabores de helado—, pequeñas salas teatrales cercanas, clubes nocturnos, tiendas, cafeterías frecuentadas por ídolos de la televisión, restaurantes… hicieron posible que el centro social de La Habana se estableciera allí, reafirmado por la presencia de los jóvenes que adoptaron a La Rampa como su espacio de preferencia; tal vez por eso el arquitecto Paolo Gasparini aseguró alguna vez que La Rampa, más que un sitio, era “un estado de ánimo”.
Hotel Hilton (Habana Libre).
Emisora radial CMQ luego de ser trasladada de su sede en Monte y Prado a la calle 23 entre L y M.
Rampa y Malecón.
Quizás fueron los años 60 los de mayor esplendor “rampero”, cuando imperaban la minifalda, el pantalón “de tubo”, las botas, las anchas camisas blancas por fuera y el pelo largo en los varones, a pesar de los “delimitadores de la primavera” y los “cazabrujas de Dores”, que, tijera en mano, cortaban dobladillos, costuras, pelos y sueños. Así la vio aquel espacio mítico el poeta Mario Martínez Sobrino: “Iremos a La Rampa, nueva. / Allí estarán los rascacielos. / Alrededor del centro que buscamos. / Allí estará el centro, seguro. / Están haciendo hoyos, llenando hoyos. / Nos equivocamos de centro, Nicolás. / Para levantar pilas de cristales, luces de mercurio, / postes de platino, bares de oro, tiendas de acero, / calobares, marcos muy sobrios, puertas lisas, / alfombras, aire refrigerado, los ladrillos acústicos, / mosaicos y colores diferentes, / una calle grandísima con despojo hecho silencio, / gente sin maldición. / Sin muñecos, desojados, cartuchos, ataúdes, / sin orines, fantasmas, sin estatuas. / Rampa rampante / es un plano inclinado, / si subimos La Rampa caemos al mar. / El rabo del ciclón. ¿No te das cuenta todavía? / No nos equivocamos de centro. Ya lo encontramos. / No hay más centro que buscar” (Poesía de la ciudad de La Habana, cit.).
Sin embargo, La Habana había crecido tanto, que ya tenía varios centros municipales: la Plaza de Marianao, o el parque frente al cine Mónaco en la Víbora, o, en la propia calle 23, la esquina de 12, donde estaban La Pelota y la pizzería Cinecittá, cerca de la Cinemateca y el antiguo Ten-Cent del Vedado. Ahora los municipios contaban con sus propios centros, incluso más de uno, que a finales del siglo se habían multiplicado, y de ellos cobró cierta preferencia entre adolescentes y jóvenes la calle G, más o menos entre la calle 23 y Línea —dicen que el jet set tiene también los suyos, cotos cerrados para los ciudadanos de a pie. Pero el centro sigue difuminándose, y si se quiere hacer un inventario de los más humildes de ellos, solo hay que seguirles la pista a los conciertos de Silvio Rodríguez para descubrir cómo plazoletas, explanadas, descampados y las más diversas áreas, pueden constituirse en espacios privilegiados para una reunión, fiesta, celebración, ceremonia… Hoy no tiene mucho sentido buscar un centro habanero, aunque ello no signifique que la ciudad se desdibuja en una falta de identidad, pues esa multiplicación de pequeñas centralidades tributa a una múltiple identidad de los barrios, que ojalá conserven el rostro entrañable de una ciudad todavía joven que cumple sus primeros 500 años de vida.
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