«La señorita Julia», dos miradas en la escena cubana


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La señorita Julia a cargo del grupo Icarón Teatro, de Matanzas.

Es curioso como un texto de 1888 del teatro realista escandinavo, La señorita Julia, de August Strindberg, coincidió en la escena cubana reciente con montajes simultáneos por dos grupos. Es imprescindible recordar que en 2001 esa misma obra fue un éxito de Argos Teatro bajo la dirección de Carlos Celdrán, con actuaciones notables de Alexis Díaz de Villegas y Zulema Clares. La puesta contaba con la opción espacial de la bifrontalidad que confrontaba a los espectadores entre sí, además de con los actores, y con el propósito de exponer la situación de dos jóvenes atrapados en una situación que les impedía tomar las riendas de sus destinos, de tal modo que los espectadores recibiéramos la obra como si estuviera recién escrita. A inicios del 2020, el grupo Caminos Teatro de Ciego de Ávila estrenó una versión de Juan Germán Jones titulada Julia y contextualizada en Cuba actual.

Las puestas recientes están lideradas por mujeres, ambas fueron creadas durante largos procesos de montajes en medio del aislamiento pandémico y se estrenaron a inicios de mayo pasado.

La señorita Julia en versión de Argos Teatro, con el recientemente desaparecido Alexis Díaz de Villegas. Foto: Xavier Carbajal, publicada en Juventud Rebelde

La señorita Julia trata sobre cómo las diferencias sociales, la lucha del poder y entre los sexos, pesan en cualquier relación humana. Significativamente, como Julia, el propio autor fue hijo de un hombre adinerado y una campesina, y esta pieza le sirvió de algún modo para dramatizar o exorcizar sus propias contradicciones. Julia es la hija de un conde, soberbia y caprichosa, movida por deseos ambivalentes. Ha decidido celebrar la fiesta de la noche de San Juan con su criado y, en ausencia del padre, ambos consuman un acto sexual que resulta fatalmente dramático para la muchacha, al ver mancillada su posición social y, luego de valorar escaparse con él joven criado, no encuentra el modo de salvar su situación.

Una de las puestas recientes de La señorita Julia está a cargo del grupo Icarón Teatro, de Matanzas, bajo la guía de la actriz Lucre Estévez Muñoz. Se mantiene en cartelera y estuvo durante dos fines de semana de junio en la Sala Tito Junco del Centro Cultural Bertolt Brecht de La Habana. La otra pudo verse en la sede del Teatro Buendía en Loma y Tulipán, bajo la dirección de Sandra Lorenzo.

La recreación de La señorita Julia de Icarón Teatro elige exponer teatralmente las contradicciones entre el anhelo universal por huir de la tiranía del poder y la sumisión que lo paraliza –según comenta María Elena Bayón en la presentación incluida en el programa de mano–. Y enfatiza en cómo el amor se malogra por la ambición y el ansia de romper ataduras que doblegan el espíritu de los protagonistas.

La señorita Julia a cargo del grupo Icarón Teatro, de Matanzas.

Del montaje matancero resalta el atractivo visual de una atmósfera creada con pocos pero muy certeros elementos escenográficos y de utilería. Con diseños de escenografía, vestuario y luces de Rolando Estévez, se construye el ambiente de la mansión campestre y se consiguen potentes imágenes de notable belleza. Apenas dos mesas y dos sillas, una vara rústica que pende del techo por dos puntos para alinear varios enseres de cocina, y una percha para ropa componen la materialidad visual junto a los cuerpos de los actores. Así, el mobiliario, los objetos y el trabajo de iluminación contribuyen a ensalzar las hermosas composiciones y los efectivos arreglos de movimiento que propone la dirección.

Al final, una escalera real al fondo derecho de la sede de Icarón, de perfil, se descubrirá con luces rasantes en rojo que encienden las paredes de los escalones. Y sobre la escalera se consuma lo que en el texto de Strindberg era solo sugerencia, pues veremos el suicidio de la protagonista, humillada ante Juan e incapaz de encontrar una salida.

La propia Lucre Estévez interpreta a la señorita Julia y está acompañada en la escena por Rubén Martínez Molina, como Juan, y por Miriam Muñoz, quien encarna al personaje de Cristina, la cocinera y criada. La palabra, claramente articulada para ser comprendida en su letra por los espectadores, se enuncia por los dos primeros en un ritmo como en ráfagas y monocorde, cadencia que domina la sonoridad por sobre el juego de intenciones y enfrentamiento de voluntades, por lo que se pierden sutilezas de la caracterización y la proyección de esos dos roles.

La veterana actriz Miriam Muñoz debió asumir el rol de Cristina, al haber sido abandonado este en pleno proceso por una actriz más ajustada al papel desde el punto de vista generacional. Al tratarse de una actriz mucho más madura, su organicidad destaca por sobre los otros actores, aunque se pierde el juego de complicidad erótica entre los dos criados y el contraste que propone la naturaleza de una relación más natural y primaria, en relación con la que Juan alcanza con Julia.

La dualidad entre directora y protagonista es quizás un reto que impide preservar una mirada abarcadora desde la distancia necesaria, pues si bien la línea directriz respeta en general el texto primario, falta hondura en la intencionalidad que mueve a los dos personajes principales, tan diferentes en orígenes y motivaciones, y tan interesados en conseguir el dominio sobre el otro. Es una pena que haya faltado una mirada de afuera, que con mayor objetividad pudiera equilibrar el sentido global de la puesta con la ejecución actoral de cada uno de sus intérpretes.

Los actores Niu Ventura (Juan) e Isabella Lorenzo (Julia) en la versión de Teatro Buendía

En el segundo montaje, al enfrentarnos al trabajo de Sandra Lorenzo llama la atención la coherencia con el legado poético heredado del Teatro Buendía. La versión dramatúrgica de la actriz devenida directora –antes montó El señor Mermelada (mi amigo imaginario)María MagdalenaCarmenUn tranvía llamado deseo Weekend en Bahía–, se vale del juego intercultural e intertextual tan caro al colectivo donde Sandra se formara, y a las obras creadas para la escena por el binomio de Raquel Carrió y Flora Lauten, catacterizadas por una poética en la que la metáfora, la parábola y la imagen juegan un papel fundamental. En este caso, el más conocido de los textos de Strindberg se ha articulado con el mito judío de Lilith, la primera mujer, más antigua que Eva y eliminada del texto bíblico probablemente por el escribano sacerdotal, debido a que representa lo indómito de la pulsión erótica, que no se somete a la ley de los hombres y que por ello fue relegada no a la claridad de la noche lunar sino a la oscuridad en la que habitan los terrores ligados al inconsciente[1].

Así, en esta rescritura de La señorita Julia aparece Lilith como la madre de Julia, que es un personaje solo referido en la obra original y, como en aquella, está muerta, en circunstancias ambiguas, según la puesta en escena que también juega con lo onírico. El Conde, padre de la protagonista, aparece también aquí, presentado como un ser inmoderado y opresivo que maltrata a su esposa y abusa sexualmente de la muy joven criada. Lilith es una suerte de fantasma que sigue a la protagonista como una sombra y, a la vez, una obsesión en los sueños de la cocinera.

De ese modo, la escritura escénica se compone de un guion de imágenes en el cual los textos clásicos se alternan con otros que se refieren a la infancia de los personajes de Julia, su criado Juan y la cocinera Cristina, y los actores que interpretan a los “dobles” se encargan también de representar a la gente del pueblo, en tanto personajes de la tradición farsesca, que ridiculiza y comenta los hechos de la trama.

Sandra Lorenzo elige una poética gótica, en la que la penumbra juega un rol esencial.

Se crea así una poética que articula dos fuentes en una mezcla desacralizadora que, al mismo tiempo que plasma las disyuntivas que padecen los personajes centrales entre su condición social y sus impulsos, trae el centro dramático a la contemporaneidad, al exponer la rebeldía como exponente de una necesidad de cambio. Julia y su criado arrastran desde la infancia insatisfacciones cruzadas. Ella siente cierta extraña pasión por sumergirse en un abismo insondable; el sueña con alcanzar la cima de un árbol, a través del ascenso por cada una de las ramas hasta llegar a la más alta. Y la noche de San Juan, en la que se quema lo oscuro, ambos consumarán sus deseos, pero serán víctimas de una naturaleza que ya ninguno de los dos puede cambiar, por lo que no podrán llevarlos hacia una consecuencia feliz.

Sandra Lorenzo elige una poética gótica, en la que la penumbra juega un rol esencial. El mismo espíritu guía la banda sonora, a partir de temas de música dark, y los diseños de escenografía, vestuario y utilería de Israel Rodríguez y Mayra Rodríguez. El mobiliario de arcos puntiagudos, los vitrales construidos con los efectos de la luz y la decoración ornamentada están creados prodigiosamente a partir de desechos reciclados, con ramas y viejas maderas, lo que también comporta el sello de Buendía, con su visualidad signada por lo natural y el paso del tiempo. De ese modo el enorme tocón de un viejo árbol es la mesa de la cocina, que a la vez será cama de juegos sexuales de Juan con la cocinera y ámbito de seducción de Julia.

Otro mérito de este montaje es el trabajo actoral. La joven actriz Isabella Lorenzo sabe mostrar la angustia insatisfecha de la joven que tiene todo lo material a su alcance, pero no le basta, pues es presa de impulsos sensuales que se han perpetuado en ella desde la impronta de la madre. Asume su abolengo, matizado por la melancolía de sus insatisfacciones y, luego, por la desesperación debido al camino errado que ha seguido para saciarla. Quizás le falte mayor brío y mayor conciencia de su rango en la arrancada. A su lado, Niu Ventura, como Juan, aprovecha su experiencia televisiva para insertarse adecuadamente en la atmósfera teatral y sabe sacar a flote la mezquindad y el cinismo de un ser arribista e insensible. Marcela García explota su voz para estremecernos desde la primera escena al evocar el mundo oscuro que flota sobre estos personajes condenados, y revela en su Cristina la victimización que sufriera desde niña, que la hace razonar con mucha más cordura y realismo a pesar de sus ansias por el joven, para no dejarse arrastrar al fango.

Ellos, junto con Indira Valdés y Jonathan Álvarez, representación de las presencias ausentes de la madre y el padre, están secundados por los jóvenes Daniel Barrera y Juliet González, que reconstruyen las escenas del pasado y representan al mundo circundante del pequeño pueblo sueco. Todos crean un mundo de impulsos vitales centrado en lo que cada personaje confronta con su universo interior, sus ansias, sus miedos y sus fantasmas.


[1] Ver Bernardo Borkenztain: “La apoteósis de Rebeca Linke. Los aspectos míticos en Estudio para la mujer desnudaConjunto n. 203, abril-junio 2022, pp. 56-60. Casualmente, al reseñar un estreno uruguayo reseñado en esta revista el crítico se refiere a este mito, y de sus palabras me sirvo.

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