No pocos reseñadores suelen calificar como «comedias», así, secamente, desarropadas de apellidos como «social», «de humor negro», «de humor blanco», «costumbrista», «musical», «de autor», entre otros apelativos justos y esclarecedores, a los largometrajes de ficción cubanos donde el humor sostiene la estructura dramática, dando la impresión de que todas las comedias producidas por el cine nacional se han gestado en el mismo útero y siguiendo el mismo patrón.
A finales de la década del ochenta, la crítica en general no observó con buenos ojos este tipo de filmes, a los al que casi siempre consideró ligeros y poco artísticos. Hubo quien, desasido de la estadística, arbitrariamente colocó el cine cubano como hacedor únicamente de «comedietas». Y a sus directores, como cineastas menores.
Las películas cómicas, cubanas o no, son muy apetecidas, dicen otros, porque relajan, tanto, que conocí a un enfermo del corazón al que el médico le recetó, además de medicamentos, visionar comedias desmedidamente. Pero tanta bondad sale en desventaja al lado de la tragedia, por lo que casi siempre se le mira como un género pequeñito. Los jurados, aunque se animen a pensar tras una enorme risotada, sienten más debilidad «premiadora» ante un drama «seriote», trágico, de contenido social.
Pareciera que el humanismo ha de expresarse en forma trágica.
Las doce sillas
A Tomás Gutiérrez Alea, Titón, tan dramáticamente serio en otros importantes filmes, le asiste el mérito de haber sido el primero entre los cineastas cubanos que artísticamente se arriesgó a expresarse humanísticamente a través del humor, primeramente con Las doce sillas, en 1962.
Pero considero que es con La muerte de un burócrata cuando él logra un alto nivel creativo a través del manejo de no pocas facetas estéticas del humor, como la ironía, la sátira y el sarcasmo. Esta película, con más de medio siglo de vida, ahora que podemos verla restaurada, todavía provoca no solamente la risa, sino también la reflexión, por el blanco hacia donde el director apuntó su flecha: la burocracia.
En lo irracional y lo absurdo, casi siempre Gutiérrez Alea ancló su yo humorístico para, mediante una construcción dramática sencilla, potable, naturalista, ejercer implacablemente la crítica social, como lo haría años después en Los sobrevivientes (1978) y Guantanamera (1995).
La muerte de un burócrata
La primera, una divertida e inteligente mirada a la decadencia de una clase social, nunca fue subida a ningún altar glorioso por la crítica nacional, que prefirió mantenerse en la zona de confort que genera subir el pulgar miles de veces ante Memorias del subdesarrollo (1968), y si acaso le hizo un lugarcito a La última cena. La película sobre los burgueses que deciden encerrarse hasta que se caiga la Revolución participó en un importante festival internacional, y allí la acreditada crítica la redujo a un remedo del Buñuel de El ángel exterminador (1962), matando ipso facto a la gran película que hoy es.
En cuanto a la segunda, codirigida con Juan Carlos Tabío y crucificada mucho antes de terminar de verse su último rollo, casi que se le menciona en voz baja y en modo vergonzante, negándole el aire y la luz, e ignorando que toda la obra de un cineasta mayor, como lo fue Titón, hace rato que sobrepasó la barrera de lo «interesante», y desde esa premisa habrá que acercársele. Aún más cuando se visionan y se repasan sus obras, a él y a sus circunstancias.
Los sobrevivientes
Otros directores cubanos, con mayor o menor fortuna, se han expresado a través del humor, consiguiendo armar estructuras cinematográficas que navegaron por el camino que abrió Titón, lo que para nada es un demérito. Pienso en el Daniel Díaz Torres de la delirante e incómoda Alicia en el pueblo de Maravillas (1991) y el Enrique Colina de documentales tan corrosivos como Yo también te haré llorar (1984) o Chapucerías (1987).
Si del influjo titoniano no pudieron zafarse algunos directores, otros, en cambio, sí lo lograron, lo que es un mérito.
Juan Carlos Tabío, su amigo, coincidente con Titón en la crítica social, al introducir como recurso dramatúrgico el distanciamiento brechtiano busca y encuentra en Plaff o demasiado miedo a la vida (1988) y en el corto Dolly back (1986) no pocos momentos de personal acento e imaginación. Además de entretener, opina sobre la realidad, cumpliendo con dos de las misiones desalienadoras del cine.
Yo también te haré llorar
Nicolás Guillén Landrián y Juan Carlos Cremata, a mi juicio, no solamente se zafan de aquel influjo, sino que encuentran otras maneras para remontar el género.
Guillén Landrián, con Coffea Arábiga (1968), aporta exuberancia, barroquismo y densidad intelectual, por lo que su humorada se expresa dentro de una estructura de alta complejidad, en primer lugar, por el uso inteligente y alborotador del montaje. Durante los dieciocho minutos que dura el documental, el director no suelta las riendas autorales, logrando atrapar al espectador, que sin carcajadas disfruta de un mundo alucinante, construido a base de ironía.
A partir de Nicolasito conoceremos una nueva y refinada forma del humor, extrañamente desde una puesta documental que no recurre a diálogos ni a peripecias humorísticas. Armoniza con Titón, que fue su mentor y amigo, en el absurdo, pero al desechar el naturalismo, el artificio es elevado a categoría artística.
Coffea Arábiga
Sobre este documental, flecha que dispara el director hacia ese mayúsculo delirio nacional que de vez en cuando se asoma, la siembra masiva de café en la década del sesenta, habrá que volver una y otra vez, que, por inapresable, porque no es posible encallarlo en un género «cómico», siempre será sorprendente.
Hábilmente desgranado y desmontado por Jorge Mañach en su libro Indagación del choteo (1928), esta forma cubana, descarnada, de reducción a través de la burla — insisto, porque antes lo he escrito—, destilado como categoría estética, el choteo pocas veces ha sido entrevisto en los filmes «humorísticos» del cine cubano.
Lo usó Juan Carlos Cremata en Oscuros rinocerontes enjaulados… muy a la moda (1990), cortometraje de ficción que en varios pasajes remite a La muerte de un burócrata, desde una estructura narrativa donde ni el tiempo ni el espacio importan, porque no interesa contar una historia comedidamente aristotélica, sino jugar, divertir al espectador, mientras este se adentra en una espesura, igualmente barroca, en complicidad estética con el desparpajo.
Oscuros rinocerontes enjaulados… muy a la moda
No se piense que lo anterior es vacuidad e insulsez. Al contrario, asistimos fascinados a la diversión, cuya artisticidad radica en la apariencia espontánea del espectáculo, tan difícil de construir para que produzca una verdad. De ahí la excelencia, porque todo es puesta en escena en movimiento y en fotos, además de montaje y dibujos hechos directamente en el celuloide.
Cremata apunta la flecha hacia la realidad de una oficina burocrática en los primeros años de la Revolución, en la que el relajo de un grupo de oscuros rinocerontes, ¡muy a la moda! (es mío el signo de admiración), campea por su respeto.
Titón, Tabío, Nicolasito y Cremata irrumpen en diferentes épocas y hacen diana, no en el absurdo nacional, sino en la zona identitaria e idiosincrática cubana que produce la irracionalidad.
Reímos y reflexionamos, porque nos devuelven una porción de como fuimos, como somos y también, ojalá, como no deberíamos ser. He aquí la tragedia de una zona de los filmes humorísticos cubanos.
Deje un comentario