Cuba, inicio de la etapa neocolonial. Foto: Archivo.
El inicio de los años 30 del pasado siglo estuvo marcado por la aparición de señales ominosas en el horizonte del mundo. Sobre Estados Unidos se abatía una pavorosa crisis económica. Europa había salido de la Primera Guerra Mundial con la esperanza de que similar catástrofe, en términos humanos y materiales, no volvería a repetirse. Pero renacían los síntomas anunciadores de un inminente conflicto de grandes proporciones. En Italia, Mussolini imponía el fascismo con la marcha sobre Roma y en Alemania se producía la toma del poder por Adolfo Hitler. La guerra de España era el preludio de lo que habría de acontecer muy pronto.
Para remontar la Gran Depresión, el presidente Roosevelt apeló a la fórmula elaborada por el británico John Maynard Keynes, consistente en invertir enormes recursos estatales en la modernización de la infraestructura, lo cual requería la utilización de una considerable fuerza de trabajo. La disminución del desempleo se traducía en una reanimación del intercambio mercantil. Fue un alivio de la situación, aunque el crecimiento económico alcanzaría plena expansión con la Segunda Guerra Mundial, que impulsó al complejo militar industrial. Desde el punto de vista político, el panorama incitaba a limpiar la imagen del patio trasero en la América Latina.
Respecto a Cuba, la efervescencia revolucionaria determinó la necesidad de imponer mano dura para encarrilar después a la Isla hacia el rejuego político de la democracia burguesa. Poco significaba la abrogación de la Enmienda Platt en 1934. En aquel entonces las ataduras económicas neocoloniales estaban suficientemente consolidadas. La dependencia del mercado azucarero adquirió visos dramáticos al establecerse un régimen de cuotas que protegía los intereses internos norteamericanos. El negocio del azúcar se convertía en instrumento del ejercicio de la política. La economía cubana había entrado en una crisis estructural irreversible.
El enfrentamiento a la dictadura de Machado dispersó a los minoristas. Algunos se entregaron a la política, en ciertos casos desde posiciones antagónicas. Otros, apremiados por las demandas de la supervivencia, se desempeñaron en oficios diversos. Pero un grupo pequeño se mantuvo aferrado al propósito de forjar la nación a través de la cultura y el arte. A pesar del breve lapso transcurrido habían dejado una impronta. Iniciaron el estudio y rescate de la obra de José Martí. A la presencia de la poesía negrista se añadió una narrativa enfocada hacia los conflictos latentes en el trasfondo de la sociedad. Alejo Carpentier lo intentaba con Écue-Yamba-ó, su primera novela, y algo después Lino Novás Calvo daría a conocer en Pedro Blanco, el negrero los siniestros intersticios del negocio de la trata.
La literatura y la música habían acumulado larga historia desde los años fundacionales. No ocurría lo mismo con la pintura, sometida a una enseñanza
académica anacrónica. Se imponía en este terreno sentar las bases de una modernidad hecha a la medida del perfil de la nación.
Para adquirir el aprendizaje indispensable, los artistas viajaron a París. Afrontaron la pobreza, compartieron la existencia en hoteluchos misérrimos sin dejar de mantener el intercambio permanente y el vínculo con la nación. Poco a poco, uno a uno, fueron regresando. Con la visión renovada redescubrieron el país. Tradujeron en imágenes lo que aún no era visible para todos. En un país donde los escritores carecían de editoriales, los artistas plásticos estaban desprovistos de galeristas. Siguieron condenados a la penuria y haciendo obra a pesar de las circunstancias adversas. Sembraron una tradición y, reconocidos como clásicos, figuran en nuestros museos.
Mediaba la década del 30 cuando apuntó el nacimiento de otra generación. Estudiante de Derecho, José Lezama Lima asumió la publicación de la revista Verbum. Era una convocatoria abierta a poetas en ciernes que darían a conocer su programa en el entorno de la revista Orígenes. Tomaron distancia de la primera vanguardia.
Defraudados ante el panorama político del país, la soberanía lacerada y el abandono de los ideales independentistas, reivindicaron la tradición martiana, confiados, a pesar de todo, en el destino de la Patria, latente como promesa en su misterio insondable. Centrados en la total entrega a la poesía y el ensayo, edificaron una forma de resistencia cultural activa. Mientras tanto, desde otra vertiente, Virgilio Piñera ofrecía el testimonio de una realidad desgarradora y subrayaba el absurdo de la condición humana en un entorno social concreto.
En efecto, el panorama resultaba poco alentador. El dominio neocolonial persistía con la profundización de la crisis estructural de la economía. El proyecto de liberación nacional propuesto por el ala radical de la Revolución del 30 parecía indefinidamente postergado. En el rejuego electoral, los partidos políticos se disputaban el acceso a un Gobierno convertido en fuente de corrupción creciente. Se acumulaban en el horizonte las señales que prefiguraban el renacer de una situación revolucionaria. Las restricciones de la cuota azucarera imponían la necesidad de limitar la producción, lo que repercutía en las demandas de empleo.
En vísperas de elecciones, Fulgencio Batista perpetró un golpe de Estado con la anuencia del imperio, que le facilitó armamento y connivencia diplomática. Regresaban los tiempos de la mano dura. Era la década del 50. Comenzaba a manifestarse entonces, asida a la voluntad de contribuir a configurar con sus sueños el postergado proyecto de nación, una nueva generación de escritores y artistas. Estábamos en las vísperas de una transformación revolucionaria. Volveré sobre el tema en próxima entrega.
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