Creo que nadie aseguraría responsablemente que Martí tenía una religión definida. Cualquier religión es un sistema de creencias y cosmovisiones, acompañadas de una ética existencial que exige deberes representados en un grupo de símbolos y rituales; la práctica religiosa es social y a veces se convierte en estilo de vida, obligación de ineludible conciencia. Teniendo en cuenta esta definición, Martí no era religioso, aunque sí tenía ideas religiosas y había compartido religiosidades y creencias, además de convivir con algunas de estas, pero su aceptación no se manifestaba de manera total por ninguna, y admitía o rechazaba aspectos de una y otra, según fuera la relación con su ética y con la sociedad, y la contribución a su misión política de emancipación del ser humano. El conocimiento sobre estos temas lo había obtenido estudiando por su cuenta diversos textos sagrados y paganos de diferentes culturas, y confrontando esas ideologías con las prácticas sociales en los países que visitó. En su época juvenil de aprendizaje emprendió, quizás más allá de lo que le exigía el currículo académico, estudios sobre teología, filosofía, historia…, una obsesión por el conocimiento, demostrada en sus esbozos en los cuadernos de apuntes y fragmentos escritos a la largo de su vida.
De sus primeras incursiones en la filosofía griega, concluyó que las escuelas filosóficas se concretaban en dos: Aristóteles y Platón, y con este último asoció a Jesús; ellos “tuvieron el purísimo espíritu y fe en otra vida que hacen tan poética, durable, la escuela metafísica. // Las dos unidas [se refiere a la Física de Aristóteles y a la Metafísica de Platón] son la verdad: cada una aislada es sólo una parte de la verdad, que cae cuando no se ayuda de la otra” (José Martí. Obras completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. 19, p. 361). Para Martí la fe mística “no es un medio para llegar a la verdad, sino para oscurecerla y detenerla; no ayuda al hombre, sino que lo detiene; no le responde, sino que lo castiga; no le satisface, sino que lo irrita.─Los hombres libres tenemos ya una fe diversa. Su fe es la eterna sabiduría. Pero su medio es la prueba. // Y con esta fe científica, se puede ser un excelente cristiano, un deísta amante, un perfecto espiritualista. Para creer en el cielo, que nuestra alma necesita, no es necesario creer en el infierno, que nuestra razón reprueba.─” (Ibídem, p. 363).
En algunos fragmentos escritos como ejercicio de pensamiento en su época juvenil, Martí afirmaba: “Hay en el hombre un conocimiento íntimo, vago, pero constante e imponente, de UN GRAN SER CREADOR: Este conocimiento es el sentimiento religioso, y su forma, su expresión, la manera con que cada agrupación de hombres concibe este Dios y lo adora, es lo que se llama religión” (Ibídem, p. 391). El Apóstol creía que la religión se encontraba en la naturaleza humana. Su respeto por el cristianismo primitivo se constata en diversos juicios, no exentos, sin embargo, de crítica: “Las exageraciones cometidas cuando la religión cristiana, que como todas las religiones, se ha desfigurado por sus malos sectarios; la opresión de la inteligencia ejercida en nombre del que predicaba precisamente el derecho natural de la inteligencia a libertarse de tanto error y combatirlo, y los olvidos de la caridad cristiana a que, para afirmar un poder que han comprometido, se han abandonado los hijos extraviados del gran Cristo, no deben inculparse a la religión de Jesús, toda grandeza, pureza y verdad de amor” (Ibídem, pp. 391-392). La base de su pensamiento anticlerical se concentra en señalar una deformación de las instituciones religiosas cristianas, y particularmente la católica, pero no en la condición individual de religiosidad porque, según su punto de vista, “el ser religioso está entrañado en el ser humano” (Ibídem, p. 392). Esta coherencia la traslada a la sociedad: “Un pueblo irreligioso morirá, porque nada en él alimenta la virtud. Las injusticias humanas disgustan de ella; es necesario que la justicia celeste la garantice” (Ídem).
En materia de praxis religiosa entre los pueblos católicos de América Latina, lo que vio en las repúblicas donde permaneció un tiempo prolongado ─como México y Guatemala─ lo hizo más anticlerical. Véase el consejo al hombre del campo: “No vayas a enseñar este libro al cura de tu pueblo: porque a él le interesa mantenerte en la oscuridad; para que todo tengas que ir a preguntárselo a él. // Y como él te cobra por echar agua en la cabeza de tu hijo, por decir que eres el marido de tu mujer, cosa que ya tú sabes desde que la quieres y te quiere ella; como él te cobra por nacer, por darte la unción, por casarte, por rogar por tu alma, por morir; como te niega hasta el derecho de sepultura si no le das dinero por él, él no querrá nunca que tú sepas que todo eso que has hecho hasta aquí es innecesario, porque ese día dejará él de cobrar dinero por todo eso. // […] // Ese Dios que regatea, que vende la salvación, que todo lo hace en cambio de dinero, que manda las gentes al infierno si no le pagan, y si le pagan las manda al cielo, ese Dios es una especie de prestamista, de usurero, de tendero. // ¡No, amigo mío, hay otro Dios!” (Ibídem, p. 383).
Su vida en México fue un aprendizaje de las relaciones entre los sentimientos religiosos en el contexto de una república libre del coloniaje, con nuevos actores políticos: “No se cree ya en las imágenes de la religión, y el pueblo cree ahora en las imágenes de la patria” (José Martí. Obras completas, cit., t. 6, p. 195). Allí en otro momento escribió: “Un gobernador puede tener simpatías íntimas por un culto determinado; pero cuando acepta el cargo de gobernador, sobrado difícil para que todos lo entiendan y lo cumplan, acepta con él la Constitución y leyes adicionales que el cargo representa: prohíben estas leyes la contemplación predilecta a culto alguno: la ley no asiste a los actos religiosos, porque la ley es el Estado; el Estado no puede tener principios religiosos, porque no puede imponerse a la conciencia de sus miembros, y el funcionario que lo representa, que es el Estado en cuanto es su funcionario, como el Estado ha de ser indiferente, como él no puede expresar determinada tendencia religiosa; porque no cabe la atención especial a una en aquel que tiene el deber de atender de igual manera a todas” (Ibídem, p. 297). Es el principio del laicismo. Estas conclusiones publicadas en la Revista Universal anuncian de manera profética el nacimiento de lo que en el siguiente siglo se convirtió en un conflicto armado: la Guerra Cristera ─1926-1929─, después de la proclamación de la Constitución mexicana de 1917.
Martí no le tenía afecto a la práctica sacerdotal católica que conoció. Descreía de los sacramentos por considerarlos convenciones y consideraba que la alianza de la Iglesia con los poderosos hacía del sacerdocio un ejercicio inmoral. En México, aprendió que el catolicismo había dejado allí heridas profundas y diversos tipos de crímenes, hasta llegar a la conclusión de que “para amar a Cristo es necesario arrancarlo a las manos torpes de sus hijos” (Ibídem, p. 313). Cuando el Apóstol vivió en los Estados Unidos observó que el catolicismo tenía iglesias que se excedían en sus funciones pastorales, pues había curas que tenían órdenes de un arzobispo de que los feligreses votaran a favor de los enemigos de los pobres. Los protestantes, generalmente, representaban en ese país a la clase rica y culta, pero eran “cómplices agradecidos de la religión que los tostó en la hoguera” (José Martí. Obras completas, cit., t. 11, p. 143). Allí admiró la libertad religiosa, aun en la lucha por la revisión de diferentes credos protestantes y evangélicos, o quizás por eso mismo, y la veía como posibilidad de convivencia social en una ideal república futura; un ambiente apartado del autoritarismo de la tradición española, manifestado en la Iglesia católica de rancio conservadurismo, mantenedora del rezago colonial que comprobó en los pueblos hispanoamericanos.
Reconocía no estar suficientemente instruido en cada una de las religiones ni se sentía perteneciente a una en específico; sin embargo, en su condición de conspirador a tiempo completo, obsesionado por alcanzar la libertad de Cuba, se acercó a las instituciones fraternales masónicas ─no son religiosas, aunque exigen deísmo─, como parte también de la búsqueda de verdades con el estudio filosófico sistemático y orientado de la conducta humana. En la masonería se exige la creencia en una deidad y en un solo ser supremo, el Gran Arquitecto del Universo, partiendo del principio de libertad de conciencia. La Iglesia católica de su época condenó la filiación masónica y la declaró incompatible con su doctrina y su fe. Martí fue un crítico del secretismo en repúblicas que habían obtenido su libertad, y dejaba a un lado el esoterismo y la conducta ocultista de algunos masones; tampoco se afilió para apoyar disposiciones contrarias al catolicismo o a otras religiones; su prédica constante a favor de la unidad de los cubanos en torno a la lucha revolucionaria contra el colonialismo español, le impedía formar parte de una secta y siempre luchó contra todo tipo de sectarismo, incluido el religioso.
Su convivencia social y política como periodista en México fue determinante para conocer mejor las prácticas masónicas, en las que debía prevalecer la fraternidad, apoyada en la lucidez de los hermanos. En la Revista Universal en varias ocasiones escribió sobre estos temas: “La masonería no puede ser una sociedad secreta en los países libres, porque su obra es la misma obra del adelanto general; y para los que piensan cuerda y ampliamente, el misterio de forma en que se envuelve, no es hoy más que una garantía de lealtad entre sus miembros y una señal de respeto a las costumbres de los tiempos pasados. Son sus viejas formas a la masonería, como las reliquias de los ascendientes a sus hijos y nietos cariñosos: a ser de otro modo, una razón bien templada no comprendería ni defendería en una tierra libre, americana, mexicana, una masonería secreta” (Citado en: Ramiro Valdés Galarraga: Diccionario del pensamiento martiano, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2002, p. 423). Para el Apóstol, la masonería es una forma activa del pensamiento liberal que fue secreta cuando tuvo necesidad de serlo y que en las repúblicas liberadas continuó siéndolo por hábito y respeto al pasado, además de cierto extraño placer por el misterio.
En los cuadernos de apuntes se revela la revisión de Martí sobre las religiones, religiosidades y creencias en diversos lugares del mundo, como el estudio de los asiriólogos y la tradición hebraica sobre el diluvio. La lectura de los periódicos le informaba sobre la demencia religiosa en algunos pueblos; la prensa mostraba la introducción de textos cristianos en China y Japón; los censos religiosos de Prusia indicaban la variedad de credos y reflejaban el ascenso de los protestantes en esa región: el revolucionario cubano estaba al tanto del efecto social de las religiones en el planeta y vivió uno de los últimos momentos del florecimiento del protestantismo en los Estados Unidos. En 1884, en La América de Nueva York, escribió: “Una iglesia sin credo dogmático, sino con ese grande y firme credo que la majestad del Universo y la del alma buena e inmortal inspiran ¡qué gran iglesia fuera! ¡y cómo dignificaría a la religión desacreditada! ¡y cómo contribuiría a mantener encendido el espíritu en estos tiempos ansiosos y enmonedados! ¡y cómo juntaría a todos los hombres enamorados de lo maravilloso y necesitados de tratarlo, pero que no conciben que pueda haber creado en el hombre facultades inarmónicas la naturaleza que es toda armonía, ni quieren pagar a precio de su razón y libertad el trato con lo maravilloso!” (José Martí. Obras completas, cit., t. 8, pp. 440-441). Evidentemente, detrás de estas añoranzas se encuentran las enseñanzas de Ralph Waldo Emerson, filósofo estadounidense líder del trascendentalismo.
No encuentro sistema religioso en Martí y tal vez nunca se propuso tenerlo. Mantuvo ideas cercanas al panteísmo por su aproximación a la equivalencia entre universo, naturaleza y dios, y la enorme pasión por el sentimiento intuitivo de la natura que tenía como poeta, afirmado en el trascendentalismo emersoniano. No hay doctrina porque su credo es la libertad; pero sabía incluso que “La religión de la libertad, como todas las religiones, tiene sus augures” (José Martí. Obras completas, cit., t. 10, p. 79). Los vaticinios religiosos son para él formas de la poesía que el ser humano presiente, la poesía del futuro. No hay sistemas ni doctrinas religiosas en él porque “las religiones todas son iguales: puestas una sobre otra, no se llevan un codo ni una punta: se necesita ser un ignorante cabal, como salen tantos de universidades y academias, para no reconocer la identidad del mundo. Las religiones todas han nacido de las mismas raíces, han adorado las mismas imágenes, han prosperado por las mismas virtudes y se han corrompido por los mismos vicios” (José Martí. Obras completas, cit., t. 11, pp. 242-243). Cualquier religión, para el Apóstol de la independencia y la libertad de Cuba, debe contribuir a mantener avivado el espíritu, contener el egoísmo por la riqueza material, servir a la unidad a favor de la justicia social y velar por la armonía en la sociedad, y entre esta y la naturaleza. Posiblemente creía que el ser humano necesitaba la religión para potenciar estos objetivos supremos, pero estaba convencido de que cualquier religión debía dejar en libertad y fuera de dogmas opresivos al creyente, para que pudiera desarrollar a plenitud su espiritualidad individual.
Deje un comentario