Conocí a Eusebio Leal por los años 70 esperando a unas bellas hermanas que impartían catecismo en la iglesia de 15 y 16 en El Vedado; yo era un joven pinareño estudiante de Letras y él un apasionado de la Historia y de La Habana; no recuerdo de qué hablamos. Después coincidí con él en algunas reuniones. Se veía a Eusebio como un caballero andante que buscaba restaurar el Centro Histórico de la ciudad a toda costa, a veces sin escudero. Como trabajé durante muchos años en La Habana Vieja, lo vi metido en una zanja dando pico y pala; o muy temprano en la mañana, explicándoles a los operarios, con palabras entendibles, cuestiones relacionadas con la restauración, entusiasmándolos con un hallazgo, exigiéndoles la perfección de algún acabado; o caminando por las calles, donde seguro perdió varias suelas de zapatos, atendiendo con exquisita cortesía a cuanta persona lo detuviera para saludarlo, expresarle su afecto o plantearle un problema. Su obra crecía ante nuestra vista y el primer gran reconocimiento fue la declaratoria de la ciudad y su sistema de fortificaciones Patrimonio de la Humanidad en 1982. Ya entonces en las reuniones se hablaba de él con cierto cuidado y mayor respeto, y se hacían menos chistes sobre esa elocuencia que había demostrado su eficacia para obtener resultados en una gestión que requiere del manejo de los argumentos y el buen uso de la palabra. Aparecieron sus primeros grandes aliados, y, seguramente, sus acérrimos enemigos. Fidel, otro caballero andante, cabalgaría junto a él, otorgándole “plenos poderes” en medio de la crisis del Período Especial. Los enemigos, los que no entendían, los envidiosos, cambiaron de táctica: hablaban maravillas de Leal y le ponían todas las zancadillas y trampas posibles para demeritar o hacer fracasar su obra.
Una vez le envié un proyecto llamado “Tertulia Casal”, para usar la casa donde nació Julián del Casal, en la calle Cuba —hoy todavía con un cartel de “obra en ejecución”—, como posible centro de poesía y de estudio del modernismo latinoamericano, incluido el sueño de habilitar allí un “salón modernista”. Me lo encontré una tarde en La Habana Vieja, y me “presenté” como autor de aquel proyecto; me di cuenta de que lo había leído, y me puso tres objeciones: ya existía en la Oficina la Casa de la Poesía para hacer tertulias; de América Latina se ocupaban la Casa de las Américas y el Centro Cultural de España, dirigido en aquel momento por la embajada de ese país en Cuba, y, además, los espacios de la casa de Julián del Casal eran muy reducidos para el despliegue de mobiliario modernista que yo soñaba. Me persuadió enseguida, pues tenía el don de apelar a razonamientos lógicos, y dejó entrever circunstancias que no favorecían la idea inicial. Leal convencía, no vencía; refutaba sin descalificar, detectaba posibles incongruencias, y razonaba sobre conveniencias de manera exhaustiva; con ello ganaba autoridad, sin acudir al autoritarismo que tanto crece en algunos cuando ostentan cargos y poderes. Su objetivo no se desviaba de lo esencial, sabía orientarse hacia lo más importante, con tacto y sin afectar otros proyectos o conexiones necesarias, pues era un maestro en las relaciones públicas.
Su Habana le rinde homenaje a la hora del cañonazo. Fotos Gabriel Guerra Bianchini
No se envaneció, ni se permitió excederse en funciones que no le pertenecían, pero reclamaba con celo su espacio en el momento oportuno, con las palabras adecuadas y el valor requerido para retar al Caballero de la Blanca Luna de la burocracia; conocía sus límites y se ajustaba disciplinadamente a su papel de Historiador de La Habana. Aunque no siempre quienes se le acercaron para trabajar con él cumplieron el código de honor, honradez y honestidad, tampoco dejó de ser él, a pesar de desengaños y traiciones, de frustraciones y errores: continuaba trabajando con pasión y fervor, sumando no solo a su equipo, sino a los que estaban más allá de su horizonte. Si bien su formación esencial fue autodidacta, pues a los 16 años tuvo que comenzar a trabajar, el beneficioso acercamiento a Emilio Roig de Leuchsenring, su afán por estudiar y su insaciable curiosidad forjaron en él la vocación titánica de salvar La Habana.
Alguien me contó que en los años 80, en un recorrido con Fidel por La Habana Vieja, le describía cómo imaginaba el Centro Histórico que hoy admiramos; ante el edificio donde radicaba el Ministerio de Educación —construido para heliopuerto en tiempos prerrevolucionarios—, en un arranque de sinceridad comentó que lo mejor sería derrumbar “aquel adefesio”. Fidel, sonriente, le pasó el brazo por los hombros y le prometió conversar sobre el tema. Dos décadas después se inauguraba allí, transformado el inmueble, el Colegio Universitario San Gerónimo de La Habana, donde se forman jóvenes para conservar y gestionar el patrimonio: uno de los tantos milagros logrados no solo por el tesón y la perseverancia, los buenos objetivos y las mejores palabras para exponerlos, sino por el coraje y la determinación de enfrentar enormes desafíos, buscando los aliados necesarios. Una y otra vez Eusebio logró derribar los molinos de viento de retranqueros y trabadores, toscamente inciviles, temerosos e indecisos, que preferían una ciudad-museo como concepto turístico, y borrar el pasado para que sus estaturas de pigmeos crecieran, porque todo lo había hecho la Revolución, o mejor, ellos en su representación.
Vi a Eusebio en una reunión con Fidel salir en defensa de alguien que no sabía explicar bien sus argumentos, y cuando el Comandante en Jefe le preguntó si estaba de abogado defensor, rompió la tensión de la sala diciéndole con el mayor respeto que estaba haciendo con esa persona lo que él hacía con la suya: “Quitarle las piedras del camino”. Esa es otra de las razones por las cuales Eusebio Leal ha resultado imprescindible para la paciente, cotidiana y estratégica labor de salvación del patrimonio de La Habana, la ciudad que fue el mayor y más constante entre sus muchos amores.
Posiblemente su última gran obra haya sido la restauración del Capitolio Nacional para entregarlo a nuestra actual Asamblea Nacional del Poder Popular. En esta quijotada final contra el deterioro del inmueble, tan acentuado como los prejuicios por su pasado republicano, volvió a contar con un apoyo que se había ganado a base de trabajo y decencia. No fueron pocas las dificultades, no solo de índole subjetiva, sino objetiva, pues el alto costo en una etapa de recrudecimiento del bloqueo y de graves dificultades económicas, hicieron que la restauración demorara más que la propia construcción del edificio. Quizás algunos de sus fieles colaboradores, aun acostumbrados a los milagros de su Quijote, comenzaran a pensar que no verían al Capitolio recobrar su esplendor, pero ahí está, hasta con el dorado de sus cúpulas. La muerte del cubano que honró su apellido hasta el último minuto de su vida, nos deja un vacío que no podrá llenar una sola persona. Eusebio Leal no solo fue el Historiador de La Habana, el salvador de su Centro Histórico, el orador elocuentísimo, el hábil diplomático, el educador de sus conciudadanos, el revolucionario cabal; fue de los que luchan toda la vida, fue uno de los imprescindibles.
10 de Agosto de 2020 a las 13:25
Excelente crónica, Padrón. Eusebio Leal, imprescindible! En su persona reunía atributos, cualidades que lo hacían así: imprescindible, por siempre!
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