En el año en que terminaba la Guerra de los Diez Años, el todavía joven José Martí envió, desde Guatemala, la que posiblemente sea su primera carta al general Máximo Gómez, y que quizás no recibiera contestación. En ella se presentaba declarándole su admiración como guerrero y le explicaba que como escribía un libro sobre Carlos Manuel de Céspedes, necesitaba “saber qué cargos principales pueden hacerse a Céspedes, qué razones pueden darse en su defensa─que, puesto que escribo, es para defender.─Las glorias no se deben enterrar sino sacar a la luz. Sobre todo, necesito saber qué fue una carta que Ignacio Agramonte envió a Céspedes sobre renuncia de mando y mantenimiento de pensión” (José Martí. Obras completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. 20, p. 263).
Martí investigaba sobre Céspedes y Agramonte, deseaba saberlo todo y quería conocer la opinión del general sobre estos héroes caídos; le resume al experimentado guerrero su vida y le confiesa sus planes inmediatos: “De mí, tal vez nadie le dé razón, Rafael Mendive fue mi padre: de la escuela fui a la cárcel y a un presidio, y a un destierro, y a otro.─Aquí vivo, muerto de vergüenza porque no peleo.─Enfermo seriamente y fuertemente atado, pienso, veo y escribo.─Veo las pobrezas de estas tierras, y pienso con orgullo que nosotros no las tendremos.─En tanto que, en silencio, admiro a los que lo merecen, y envidio a los que luchan, sírvase darme las noticias históricas que le pido,─que tengo prisa de estudiarlas y de publicar las hazañas escondidas de nuestros grandes hombres.─Seré cronista, ya que no puedo ser soldado” (Ídem). Era el tiempo en que el colonialismo español escondía la grandeza de las hazañas de los cubanos y Martí estaba empeñado en darlas a conocer.
Resignado a ser escritor, también se exigía profundizar en las contradicciones de los jefes militares; entre sus apuntes se puede encontrar un fragmento de lo que podía haber sido el embrión de un libro sobre Céspedes nunca escrito, en el señala una frase del Padre de la Patria: “Entre los sacrificios que me ha impuesto la Revolución el más doloroso para mí ha sido el sacrificio de mi carácter”, y comentaba Martí: “dominó lo que nadie domina” (Ob. cit., t. 22, p. 235). En la Asamblea de Guáimaro se unieron las dos divisiones del Centro y del Oriente, y se tomó la forma republicana, aunque Céspedes tenía una concepción militar de la organización de la lucha; Martí reconoció lo que muchos olvidaban: “Céspedes se plegó a la forma del Centro. No la creía conveniente; pero creía inconvenientes las disenciones. Sacrificaba su amor propio─lo que nadie sacrifica” (Ídem).
Ya desde entonces sabía que los destinos de Cuba estaban marcados por dos caminos que él mismo debió enfrentar posteriormente ante la talla de Gómez y el general Antonio Maceo: el primero, la urgencia de la organización militar que no fraccionara la autoridad y mantuviera la unidad de mando, y el segundo, la construcción de una cultura de ciudadanía republicana para preparar la independencia de la patria con un gobierno civil en armas. En aquellos momentos estaba persuadido de que, tanto la posición militar de algunos patriotas, representada en la primera guerra por la figura de Céspedes, así como la civil, personificada en el liderazgo de Agramonte, eran acertadas, y en ambos casos valoró altamente los respectivos sacrificios personales con el objetivo supremo de lograr la unidad de los cubanos: las concesiones de Céspedes a la Cámara, y el valor de Agramonte al convertirse en soldado serían actitudes altruistas de los dos patriotas que el Apóstol reconocía como nadie, en momentos en que se debía recomenzar identificando las diferencias esenciales que condujeron al fracaso de la guerra grande.
Después de estar un poco más de un año en Cuba, entre 1878 y 1879, cuando fue deportado a España y permaneció un tiempo en Europa, llegó a Nueva York el 3 de enero de 1880 para convertirse en uno de los mejores cronistas de los Estados Unidos. Adquirió por aquellos años la más alta madurez como revolucionario y llegó a ver tan lejos como ningún otro cubano; no en balde, después de los desencuentros con Gómez y otros jefes militares de la Guerra de los Diez Años por no aceptar una organización militar que dirigiera la Revolución y no ceder en los principios anticaudillistas y civilistas en que debía apoyarse, pudo reconstruir la unidad bajo su propio sacrificio oportuno y glorioso. Martí, un abogado sin experiencia militar, pero intentando comprender la lógica de la guerra “justa y necesaria” para liberar a Cuba del coloniaje español, logró conquistar la unidad de cubanos muy diferentes, con discrepancias que parecían insalvables, entre caracteres recios y duros, cada uno armado de sólidos argumentos.
Luego de la trascendental entrevista frustrada y la crucial carta a Gómez del 20 de octubre de 1884 con la certeza de que no se fundaba a un pueblo como se mandaba a un campamento, el Generalísimo anotó “que no se da contestación a los insultos” (Luis García Pascual: Destinatario José Martí, Casa Editora Abril, La Habana, 2005, p. 163): parecía que nadie podría reconstruir aquella relación. No se trataba de un error de Martí cuyo costo fue postergar la liberación de Cuba, como algunos pudieran creer, sino una necesidad ante la Historia, pues América Latina se encontraba inmersa desde hacía años en guerras fraticidas entre caudillos por el control del poder después de la independencia, y con diferentes nombres: liberales y conservadores, federales y unitarios… según la región, se peleaba con caudillos al frente, sin acabar la guerra. Martí estaba convencido de que una república se fundaba con leyes realistas que todos los ciudadanos, sin excepción, debían respetar, y no con la buena voluntad de los caudillos: ahí radicaba la esencia.
Poco a poco el Apóstol fue conquistando corazones para esta causa, y también él logró adquirir una enorme capacidad para entender las circunstancias históricas y comprender las actitudes de los “hombres del 68”. Solo bajo el perseverante estudio de las raíces patrióticas de quienes lo antecedieron, pudo acercar voluntades, en una de las construcciones más difíciles que se hayan alcanzado en un país para encontrar un punto de equilibrio o encuentro en la forja de una nacionalidad, bajo los principios de la cultura de la resistencia al dominio colonial, la soberanía y la solidaridad en un pueblo mestizo, bajo el objetivo de la acción liberadora, no solo de la esclavitud y el coloniaje, sino con el propósito de emancipar al ser humano de todas las opresiones, y tan lejos llegó, que nos dejó un legado que hoy todavía transitamos.
Martí ya sabía que el conocimiento profundo de la Historia lo llevaría a explicarse las actitudes de los líderes con quienes debía hacer causa común para liquidar al imperio de España en América y enfrentar la voracidad del naciente imperialismo yanqui, que ya se había anexado a la “América europea” y planeaba apoderarse de la nuestra. Por ello, en fecha tan señalada como el 10 de octubre de 1888 publicó en El Avisador Cubano un exhaustivo análisis de “Céspedes y Agramonte”. Con el mejor español de América, el Apóstol, de un plumazo y con frases rotundas, caracterizó la personalidad de ambos patriotas: “De Céspedes el ímpetu, y de Agramonte la virtud. […]. De Céspedes el arrebato, y de Agramonte la purificación. El uno desafía con autoridad como de rey; y con fuerza como de la luz, el otro vence” (José Martí. Obras completas, Ob. cit., t. 4, p. 358).
Una de las virtudes más altas que le reconoció a Agramonte la reservó para el final del artículo: “Pero jamás fue tan grande, ni aun cuando profanaron su cadáver sus enemigos, como cuando al oír la censura que hacían del gobierno lento sus oficiales, deseosos de verlo rey por el poder como lo era por la virtud, se puso en pie, alarmado y soberbio, con estatura que no se le había visto hasta entonces, y dijo estas palabras: ‘¡Nunca permitiré que se murmure en mi presencia del Presidente de la República!’” (Ibídem, t. 4, p. 362). Sabía con claridad que no había otra alternativa que llegar a consolidar una inquebrantable unidad nacional para defenderse de todos los acechantes peligros y que no fracasara la Revolución de nuevo; conocía además que entre sus coetáneos debía sumar sobre todo a dos de los más grandes entre los grandes: el Generalísimo y el Titán de Bronce; pero también había comprobado la extraordinaria admiración de Maceo hacia el primero, por lo cual el primer gran hombre por sumar a la causa revolucionaria era Gómez, como máximo jefe militar para organizar la contienda. Por ello no dudó en enviarle una carta el 13 de septiembre de 1892 al Mayor General del Ejército Libertador de Cuba, pero esta vez no se presentaba a título personal, sino con la firma de “El Delegado”, elegido unánimemente para representar al Partido Revolucionario Cubano (PRC).
En el primer párrafo de esa carta, Martí invitó a Gómez a sumarse a la Revolución como facultado supremo para la disposición organizativa de la guerra: “El Partido Revolucionario Cubano, que continúa, con su mismo espíritu de creación y equidad, la República donde acreditó Vd. su pericia y su valor, y es la opinión unánime de cuanto hay de visible del pueblo libre cubano, viene hoy a rogar a Vd., previa meditación y consejos suficientes, que repitiendo su sacrificio ayude a la revolución como encargado supremo del ramo de la guerra, a organizar dentro y fuera de la Isla el ejército libertador que ha de poner a Cuba, y a Puerto Rico con ella, en condición de realizar, con métodos ejecutivos y espíritu republicano, el deseo manifiesto y legítimo de su independencia” (Ob. cit., t. 2, pp. 160-161). Esta vez, al escribirle al Generalísimo desde la posición de delegado del PRC, le ratifica la condición de su cargo “con métodos ejecutivos y espíritu republicano”, y además, le aclara que “yo ofrezco a Vd., sin temor de negativa, este nuevo trabajo, hoy que no tengo más remuneración que brindarle que el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres”. Reitera que “los tiempos grandes requieren grandes sacrificios”, y concluye la carta con la que fue consigna de esa guerra: “Patria y Libertad” (Ibídem, pp. 162, 163 y 164).
La respuesta de Gómez no se hizo esperar, dirigiéndose a Martí como “Señor Delegado”: “Al enterarme del contenido de su atenta nota, que contesto, en la cual expresa los propósitos del Partido Revolucionario Cubano, cuyo Poder Ejecutivo, tan digna y acertadamente representa Vd., he sentido la más grata satisfacción, porque yo también me siento aún capaz de ser entusiasta y leal batallador por alcanzar la independencia de Cuba, y aún es más mi satisfacción, por cuanto dado el plan de organización, para aunar los elementos de fuerzas de dentro y de fuera, que Vd. con tanto tino va llevando a término, para poder abrir, cuando llegue la hora, una campaña vigorosa, de seguro eso nos ha de dar la victoria. […] puede Vd. estar seguro, que a dejarlo enteramente cumplido consagraré todas las fuerzas de mi intelegencia y de mi brazo, sin más ambición, y sin otro interés, que dejar bien correspondida, hasta donde alcance la medida de mis facultades, la confianza con que se me honra y distingue. […]. Patria y Libertad” (Luis García Pascual: Ob. cit., p. 320). En primer término, el Apóstol identificó las diferencias entre las principales figuras de la guerra cubana, pues no hay que unir lo que está unido, pero hay que saber qué los separa, para lograr un objetivo común; después, necesitó de un partido revolucionario para luchar por el establecimiento de los principios democráticos y civiles de la república, y garantizar todas las libertades que conduzcan a sus ciudadanos a la emancipación total, tarea que se cumple con sacrificios de todas las partes y siempre resulta incompleta; y por último, logró que se sumaran los imprescindibles. Solo así el Maestro de la unidad y la construcción de consensos, logró iniciar la última guerra de independencia contra España.
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