Michel Mirabal, el pintor de las banderas cubanas. Foto: Irene Pérez/ Cubadebate.
Si todo sale según lo esperado, la historia de un cubano se contará próximamente en una serie de una importante compañía internacional. El protagonista del proyecto aun es joven y al principio se sorprendió mucho con la propuesta, pues “eso es cosa para gente con más currículum”.
Pero el objeto principal de la serie que, por ahora, se estima de nueve capítulos, quizás más o menos, tiene ―en sus propias palabras― una vida que “a veces a la gente le da gracia, aunque a mí no”. Esto último lo dice riendo, porque si algo él siempre hace, es reír.
Detrás de la risa hay un barrio, mucha música los domingos, un abuelo rodeado de niños, dos pasos por reformatorios, una mocha, amigos imaginarios, un campeón de lucha libre y unos cuadernos de dibujo bien guardados en la galería más importante de su vida.
Detrás del protagonista ―parece haber mucha gente en su vida para quienes lo es, aunque él rechazará esa palabra en cuanto la lea― hay mucha pintura y obras que han pasado por las manos y paredes de Aspen, el centro Rockefeller, el rey de Marruecos y el presidente de Egipto, Venecia y de personalidades como Gabriel García Márquez y Barack Obama.
Se llama Michel Mirabal y no son pocos quienes preguntan “¿quién es?” antes de ver su obra. Michel Mirabal, más conocido como el pintor de las banderas cubanas, más famoso fuera que dentro de Cuba.
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―¡Michel ven a comeeerrrr!
―¡Ya yo le di almuerzo aquiiií!
Oquendo 358 entre San José y San Rafael. Michel nació en Cayo Hueso, en un solar donde los domingos cada sábana lavada tenía una música distinta. Rodeado de una familia de artistas, su vida fue siempre una combinación entre la pintura, la rumba y un ambiente “donde había que jugarla”. De hecho, estudió bajo y la percusión la lleva en la sangre.
En un barrio de “gente irreverente”, con “todos los códigos de la marginalidad y de los marginados”, Michel aprendió lo que era tener un corazón de oro y compartir lo que ni uno mismo tenía.
Su abuelo, Carlos Martínez, “alma del barrio” y de su vida, le enseñó a estar siempre rodeado de niños. Su madre, Elvira, lo llevó desde pequeño a cursos de pintura. En uno de esos, en el Museo de Bellas Artes, se enamoró de lo que transmitían los colores de Antonia Eiriz, y ya no hubo marcha atrás. Michel tenía la sensación de que se tragaba todos los momentos fuertes por los que pasaba y el arte fue el arma para poder defenderse de sus diablos interiores.
Su madre fue la primera en decirle que él haría con esas manos todo lo que quisiese. “Pero claro ―se justifica un Michel que en realidad no es tan tímido―, qué madre no dice eso de un hijo”. Elvira no estaba tan errada y en su elogio de madre había pruebas sustanciales de una premonición. Desde que tenía uso de razón, Michel recuerda haber pintado, pero no “las típicas casitas con el perrito que pintan los niños”. Una vez dejó de hablar por seis meses, todo lo decía con dibujos que iba haciendo en un bloc de notas.
“Yo quería que la gente me entendiera a través de los dibujos. Yo dibujaba lo que sentía dentro”.
Vicente Feliú tiene hoy uno de esos primeros dibujos. Michel se lo regaló y a cambio el trovador cubano le dejó una granada que le tiraron en África y no explotó. El resto de los blocs los guarda su mamá, quien dice que solo cuando muera él los tendrá. “Michel es muy regado”.
Ella conserva hoy, además, cuatro de sus obras. Hubo un tiempo en que fueron cinco, pero en “un momento difícil” Michel vendió una. La casa de Elvira es hoy la galería más importante de su vida, a la que entras y te dicen: “gracias a mí él es el pintor ese”.
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Cuando Michel supo que esto es lo que quería hacer, ―aunque, si somos justos, siempre lo supo― estaba pintando telones en el Ballet Nacional de Cuba. Siempre supo que hacer con sus manos le daba paz y que tenía talento. La frase “el arte me salvó” no es tan cliché para él, pero desde entonces comenzó a decirle a sus amigos:
“Señores, yo voy a ser un artista, y la gente me va a conocer, voy a ser famoso. Y la gente me decía ´Ayyy, ¡locooo!´. Y yo: ´Está bien…´”.
Antes de eso hubo una escuela de deportes donde practicaba judo, básquet y lucha libre. Michel es un hombre artista y también “campeón nacional de lucha libre en tres ocasiones”. Y si alguien se hubiera guiado por esos datos podría haber vaticinado un futuro fructífero en ese mundo, pero el deporte y el arte perdieron y ganaron el mismo día. O quizás no, y el cambio hubiera ocurrido de igual modo; a fin de cuentas, Michel jamás dejó de pintar y leer estando incluso en la escuela de deporte. “El intelectual”, le decían. Sus amigos le pedían que les diera charlas y se reunían alrededor de él a escuchar sobre Leonardo Padura, Isabel Allende o García Márquez.
Pero un día tuvo un problema con un profesor. “Discutimos y nos fuimos a las manos”. Lo botaron de ahí.
Michel pasó por dos reformatorios. Seis y tres meses. Primero entre los 15 y los 16 años; luego, con 19. “Eran momentos en que yo andaba con armas blancas, y en malos pasos con amigos míos del barrio, íbamos a los bailables de la Tropical... no son cosas agradables a contar, pero pasaron. Y me vi envuelto en broncas, fueron tiempos de los que no me gusta hablar, pero fueron duros, sobre todo para mi familia”.
Desde los 12 y hasta los 19 Michel vendía tabaco, “bueno, vendía muchas cosas, jineteaba, estaba en el jineteo”. Le decían “el menor del Vedado”. Los que andaban con él “en la lucha” tenían más de 20 años.
Sus padres viajaban mucho, su abuelo había fallecido y su abuelita no podía con él. “Era el barrio el que me llevaba”. De esa primera institución de menores donde estuvo, cuenta que para él fue “peor que una cárcel” y que allí pensó muchísimo en su vida y en cómo la iba llevando. “Fue un momento oscuro. No estaba bien, le estaba causando muchos problemas a mi familia y decidí cambiar”.
De la escuela de deporte pasó al preuniversitario del Cerro, “que también era algo hostil, eran los muchachos que casi no los querían en más ningún lugar y estaban ahí”. Allí disfrutó las escuelas al campo e hizo amigos para toda la vida. Allí también aplicó para San Alejandro y el ISDI, viendo cuál lo aceptaba. Y lo aceptaron los dos.
Llevar las dos al mismo tiempo no solo significó “no tener jevita ni na’, eran solo los trabajos de la escuela y el estudio”, sino entrar en la vida bohemia de la nueva trova e ir a conciertos de Moncada en la escalinata.
Pero hay mundos de los que no se sale fácil y en la historia de Michel no hay espacio para tantos clichés. A los 19 se involucró en un hecho de sangre con una persona. “Me fui tres meses a un reformatorio otra vez”.
“Son cosas que uno las dice así y hasta risa puede causar, pero la vida me hubiera dado otro vuelco, estuviera ahora en otro lugar, hubiera matado a alguien...”, reflexiona desde la distancia.
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Durante la Bienal de La Habana de 2009 la policía detuvo a Michel. Una vecina vio la obra que estaba montando con la bandera cubana y lo denunció.
A Michel se le ocurrió usar el símbolo nacional por primera vez en su obra en casa de un amigo que estaba haciendo la de Puerto Rico con púas. Aquello gustó muchísimo y él decidió hacer la cubana, pero añadirle pétalos de flores. Pero la idea seguramente se había forjado mucho antes, cuando desde los cinco años quedó atrapado por la nacionalidad en las paredes del Museo de Bellas Artes.
Por aquellos tiempos también le gustaba mucho la Historia y hacía que su madre le comprara libros en la calle. “La nacionalidad cubana en un artista me llamaba mucho la atención. Eso fue creando mi patriotismo y mis ansias de representar a Cuba y las ganas de donde quiere que esté hablar de mi país y de lo lindo de mi gente en general. Me resultaba muy lindo ser como somos, en comparación con el mundo. Y hasta el día de hoy estoy orgulloso de eso”.
―¿Cuánto costó que se entendiera la serie de las banderas?
“Es que todavía no se entiende. Ojalá se entendiera en general”.
Cuando Michel comenzó con esta serie, a la que antes le precedió una de manos, algunas instituciones no vieron “con beneplácito que la hiciera con alambres de púas y flores. Después fui explicando que todas las naciones y sistemas tienen cosas que gustan y otras que no, y así es la naturaleza del ser humano. Sobre todas las cosas yo veía más las flores que los alambres, pero ese es mi caso, no necesariamente tiene que ser el caso tuyo. Depende de cómo vivas tu vida o la enfrentes”.
Las obras de Michel tocan en su mayoría problemas sociales, como el famoso buzón de quejas y sugerencias. Para ello ―dice― hay que trabajar mucho para saber lo que está pasando alrededor tuyo en temas de arte y conocer el entorno social, porque no puedes ser un ignorante de lo que pasa.
“No soporto a los ignorantes y a los tontos útiles. Yo trato de informarme en todo lo que puedo. A veces estoy más tiempo tratando de averiguar lo que está pasando a mi alrededor que realmente trabajando”.
Sus banderas están hoy en muchos lugares en el país, en jarras y forros para móvil de Artex, en paredes y murales en universidades, ministerios e instituciones. Pero su boom llegó, sobre todo, luego de que el equipo de Obama le solicitara una obra para ponerla como fondo durante una de sus intervenciones en La Habana.
Ya antes Michel era conocido fuera de su país. El artista cubano se graduó con honores del Instituto Superior de Diseño y el Centro Rockefeller le otorgó una beca de creación artística a la que nunca pudo asistir porque no le dieron la visa.
Los meses perdidos en trámites le costaron no poder acabar San Alejandro, pero eso lo llevó a trabajar como dibujante rápido en el Icaic y a hacer telones en el Ballet Nacional de Cuba. Allí, con Alicia, decidió que la pintura era, para siempre, su destino. Lo que lo dio a conocer por toda Europa fueron cuatro años en una galería en Venecia.
Pero Michel considera que tiene “una deuda personal con su país” y que ya no se quedará más diciendo que las instituciones no lo llaman para hacer cosas. “No, aunque no me llamen, yo trataré de estar cada vez que pueda y en lo que sea”. Aunque alguno ha sufrido de “desintereses”, Michel se ha dado a la tarea de hacer murales por toda Cuba. En las universidades de Cienfuegos y de Matanzas, en Santiago de Cuba va a hacer uno al lado del cuartel Moncada y otro a la entrada de Ciego de Ávila está en futuro proyecto.
En Estados Unidos hay personas que tildan a Michel de “comunista” y en Cuba hay algunos que le dicen que “está rarito”. Hace unos meses, cuando inauguró un mural en la terminal 3 del aeropuerto José Martí, me dijo: “Me gusta insistir en que no podemos hacer una mejor Cuba sin todos los cubanos, donde quiera que estén. Deberíamos pensar más en las cosas que nos unen que en las que nos separan. Ojalá que nuestro país se abra a los cubanos que no están aquí en Cuba. Ojalá que los cubanos que no están aquí también se abran a nuestro país, y podamos ser una nación como la soñó Martí, un país de todos y para todos”.
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―¿Cuándo te fuiste de Cayo Hueso?
“Yo nunca me he ido de Cayo Hueso”, responde al momento quien que cada vez que puede va los domingos a tocar rumba con su gente.
En 2016 Michel estaba viviendo, físicamente, fuera de Cayo Hueso. Tenía un estudio en Centro Habana frente al Malecón, donde todos “los socios”, cuando veían la luz encendida, “se colaban”. No es que Michel tenga algún problema para trabajar con visitas. De hecho, dice que le gusta trabajar de madrugada, solo o con amigos. Lo que sí no puede faltar es ron, tabaco y música cubana, jazz o hip hop. No duerme mucho y le gusta ver el amanecer. Cuando hace esto duerme tres o cuatro horas. No le gusta dormir la siesta, le recuerda los tiempos en que su abuela lo obligaba y lo odia.
Este proceso de creación ocurre ahora en su finca en Guanabo, que se empezó a construir en 2016 y se terminó casi dos años después. La idea era hacerse una galería, un lugar alejado de la ciudad para trabajar y que no fuera de fácil acceso. Pero no era ese el único objetivo.
Michel dice que concibió el proyecto Finca Calunga probablemente desde que no pensaba ser artista. “Yo siempre pensé llevar el legado de mi abuelito Carlos Martínez, a un lugar donde se le reconociera como el ser humano lindo que fue, y que se cumplieran las cosas que le gustaban: andar con niños y ayudarlos”.
En la finca, donde trabajan casi 17 miembros de familias de la comunidad, también se atienden casos de niños sin amparo filial. “No solo se trata de de ayudar, sino de que ellos mismos se puedan ayudar”. Se dedican a la agricultura y lo que produce el huerto se comparte con la comunidad, el hospital y los comedores de trabajadores.
Los niños de los alrededores vienen y además de visitar la galería, trabajan en el surco y el beneficio de ello se dirige a sus comedores o casas. La piscina de la finca se abre los domingos para los niños cercanos y contratan al salvavidas de la playa para que los cuide.
Cuando Michel llegó a ese espacio en Guanabo, allí no había nada. “Esto era una montaña. Desde la primera piedra hasta la última lo hemos hecho nosotros con muchísimo trabajo y esfuerzo. No es que yo sea un tipo que tenga tanto tampoco, sino que lo que puedo tener lo quiero compartir. Hay muchos que tienen más que yo y a veces ni siquiera para su familia. Nosotros no somos así porque mi abuelo Calunga no me enseñó a ser así”.
Michel siempre ha querido ser como su abuelo. De pequeño y durante años tuvo amigos imaginarios. Uno de ellos tenía la figura joven de Calunga. “Siempre trata de estar rodeado de niños que ellos son los más sinceros”, le decía.
Hace unos meses Michel subió a su Instagram un video de su padre, en el cual dice “lo más importante que yo le he escuchado en toda su vida porque él siempre me reprochó muchísimo de que yo estaba pintando, decía que eso no me iba a dar nada”.
En el fragmento de poco más de dos minutos, Richard Mirabal confiesa que subestimó mucho a su hijo de joven, porque siempre estaba con “los dibujitos”. Él quería que fuera músico como su padre. Pero lo mejor que tiene Michel ―sentencia― es la modestia y la sinceridad, “cuando se entrega se entrega. Tiene algo que no se si lo heredó de mí o de su mamá, es un martiano, con los pobres de le tierra quiere su suerte echar. Él no olvida a los muchachos del barrio. No olvida a los que se criaron con él”.
El día de esta entrevista Michel estaba contándole a su chofer lo apenado que estaba y la suerte que tenía porque un amigo le había hecho un favor. Al “mulatico de Cayo Hueso” casi se le salen las lágrimas cuando este le respondió: “papi, pero es que tú siempre estás haciendo las cosas por la gente, alguien tiene que hacerlo por ti, déjate querer”.
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Michel debe viajar en los próximos días a España a materializar por fin una exposición de dibujo en Valencia que la pandemia ha seguido postergando. Pero el pintor cubano, más conocido fuera que dentro de Cuba, tiene un problema: no puede estar mucho tiempo fuera de su país. Se deprime. Se pone de mal humor. Le entra la cosquilla de regresar.
La primera vez que Michel viajó fuera de Cuba fue a Venecia. Allí aguantó cuatro años, digo “aguantó”, porque cada tres meses se desesperaba y sacaba pasaje para venir. Tuvo que abandonar los canales de Venecia porque estaba gastando mucho dinero en pasaje. No aguantaba más.
El mayor tiempo que ha pasado lejos de su tierra fueron ocho meses en Estados Unidos, entre Miami y Nueva York. Michel estaba, artísticamente, en un boom, exponía en las mejores galerías del mundo y grandes clientes compraban sus obras. Pero la pasó “muy muy, pero muy mal”.
Dice Michel que tiene que revisarse eso. “Quizás sea una enfermedad”.
―Tus obras están expuestas en cientos de lugares en el mundo. ¿Qué le dirías al niño de Cayo Hueso?
“No tendría nada que decirle porque sigue siendo el mismo y no creo que él tampoco se las crea. Él sigue siendo aquel mulatico de Cayo Hueso a quien le gusta la rumba, el ron, estar con los amigos y compartir con la gente que más quiere. Mis grandes amigos son gente que no tienen nada o tienen muy poco. Yo le digo ´el mío´ al rey, al presidente y a mis amigos. No tengo medias tintas”.
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