No recuerdo cuando fue que descubrí el jazz. Pero sí recuerdo el nombre del primer jazzista que conocí. Tendría unos siete u ocho años cuando le vi por vez primera o, para ser más exacto, cuando le estreché la mano. Era un hombre negro, alto que escondía tras una barba –muy a lo Trotski— su cara cincelada y que exhibía una calvicie que le acompañaría toda la vida.
Era amigo de mi padre y habían compartido algunas fechorías juveniles en La Habana de los años sesenta. Sabían el nombre de cada club nocturno de la ciudad, quiénes eran sus animadores principales y qué día era el mejor para ir. Eran aficionados al ron con Ginger Ale, hielo: a compartir un cigarro (fumaban Regalías El Cuño y en su defecto Partagás) y tenían por pasión común la lectura y las largas conversaciones.
Mi padre me lo presentó con notable alegría: “...este es mi amigo y se llama Nicolás... el negro Nicolás Reinoso... que es un jazzista del cara...”. Nicolás, lo mismo que mi vecino Agustín Figueredo, era saxofonista. Se le notaba en los labios, a los dos; y por el uso de la boquilla, la comisura de sus labios ocultaba una ligera mancha, algo así como una pérdida de color.
El encuentro ocurrió en la puerta del Teatro Waner Radiocentro, hoy cine Yara. Habíamos ido a ver una película del oeste hecha por los italianos que tenía por nombre Me llaman Trinity y de ella me habían cautivado dos cosas: un hombre súper fuerte que dominaba a todos con unas palizas espectaculares y comía, después de ellas, unos panes inmensos; y la música.
Vivía entonces en la calle 17, en El Vedado, y tenía por vecinos a músicos, escritores, periodistas, deportistas, actores y gente del circo. Me sentía todo un privilegiado por los vecinos que tenía y por la relación que existía entre sus hijos y yo; algo similar me ocurría con los padres de muchos.
A la altura de mis ocho años conocer a un jazzista era como estrechar la mano de un cosmonauta o de un deportista famoso –mis ídolos en ese entonces eran "Changa" Mederos, Arturo Linares y Pedro Medina; sobre todo estos dos últimos que eran vecino uno y pariente de un compañero de escuela el segundo.
Sin embargo; no sabía qué significaba ser jazzista. Aunque debía ser algo o alguien importante dada la deferencia con que mi padre le trataba y hablaba de él.
En esos mismos años conocí a otro jazzista, o al menos me pareció a mí, que se dedicaba cuando no hacía música a la peluquería y que al menos una vez al mes llegaba a mi casa en su moto y sometía a mi madre y a algunas vecinas a una suerte de tortura medieval en nombre de la belleza femenina y el prejuicio del pelo malo, o lo que es lo mismo “las pasas”; a aquello le llamaban “derriz” y se aplicaba con una mezcla de potasa y calor utilizando un reverbero y un juego de tenazas y peines de acero, que dejaba como daño colateral agudas quemaduras en la piel del cráneo, en el mejor de los casos.
Aquel hombre se llamaba Oscar Valdés y salía del barrio de Pogolotti a recorrer la ciudad para ofrecer sus servicios. Era famoso por ser baterista y tamborero de la Orquesta Cubana de Música Moderna. Y lo más relevante que descubrí en él eran sus manos, unas manos largas y muy grandes.
Aquellos años de mi infancia, en los que jugar todo lo que fuera posible era una necesidad imperiosa, lo mismo que asistir a las matinés sabatinas del cine Riviera, me acercaron a los hermanos López-Nussa, sobre todo por su capacidad para jugar a la pelota; sobre todo Ruy que era un excelente jugador de tercera base; en los terrenos del parque de H y 21 donde el viejo Alcolea organizaba pitenes cada sábado en las mañanas. Su hermano Hernán, al que “trataba” poco, jugaba en su mismo equipo que no alcanzaba la fama de sus hermanos mayores, aunque era buen jugador; además se rumoraba que jugar pelota le dañaba las manos y él estudiaba piano.
Confieso que, aunque conocía a los hermanos, no eran de mis amigos cercanos en esos años.
Abandoné la infancia con una velocidad inusitada. Para ese entonces mi gusto musical estaba más cercano al sonido caribeño y latino conocido como salsa y a la música cubana de Irakere y Los Reyes 73, entre otras formaciones; y descubría –contrario a mis contemporáneos que amaban militantemente el rock inglés de esos años—los encantos de las bandas de música de R&B y de soul; aunque la música disco marcara el ritmo.
Pero será mi amigo Hammadi Bayard quien abrirá las puertas del jazz definitivamente en mi vida. Siempre que pasaba por su casa –Babú, como le llamábamos los amigos—estaba o estudiando o inventado alguna travesura parecida; y entre uno y otro siempre escuchaba a un tal Jaco Pastorius, a un pianista llamado Herbie Hancock y una larga relación de nombres que realmente no importaban para mí en ese instante; solo quería disfrutar aquella música distinta que no era del agrado de muchos.
Y es que en los años setenta algún filósofo tropical decidió determinar que el jazz era música para gente inteligente y culta. Lástima que su juicio haya quedado tal solo como tostada abandonada por la mantequilla.
Cierta noche de 1980, en tiempos de vacaciones, en una de mis primeras salidas en plan cortejo –decíamos entonces que “tallábamos a las jevas” cuando se organizaba y lograba una salida con aquella que nos movía el piso, que había sido compañera de bailes por más de dos sábados al momento de comenzar a cantar Roberto Carlos o José Augusto—y a sugerencia de mi amigo Hammadi, tomé el rumbo de “las Cañitas”, en el hotel Habana Libre.
Ese día quemé las naves en materia de vida nocturna y de conocer eso que llamaban descarga y que simplemente era y es el jazz.
Entre un Ron Collins y una botella de Ginger Ale reencontré a aquel amigo de mi padre que a la altura de mis ocho años había oído decir que era jazzista: Nicolás Reinoso. Estaba parado delante de los músicos y ejecutaba su instrumento con una dulzura inimaginable; lo mismo pasaba con el resto de los músicos, de los cuales conocía –vuelve la infancia sobre mis recuerdos—solamente al pianista. Un bisoño Gonzalo Rubalcaba, que se enajenaba ante aquel piano eléctrico Yamaha. Toda una novedad para muchos músicos.
“Soy el hijo de Julio el gago...”. Le dije a Nicolás una vez terminada la primera parte. Él, mientras enjuagaba sus labios con una mezcla de ron y saliva, solo atinó a decirme: “...bienvenido al mundo del jazz... de aquí no se sale fácil... ah y salúdame al gago... sabes que está leyendo...”.
No medí nunca el valor y la trascendencia de aquellas palabras y el peso que tendrían en mi vida personal y profesional a futuro. Había abierto la caja de Pandora de mi viaje ulterior, un viaje en el que he recorrido muchas estaciones, he tenido compañeros de y sufrido y gozado hasta el hartazgo.
Aquella cita cambió mi vida. Me quedé sin novia, pero entre el mundo alucinante del jazz y las descargas, todo sería distinto, puedo llamarlo alucinante. Y amar el jazz, sobre todo el latino que se entronizaba en esos años, me convirtió en “un inadaptado social” para mis compañeros de estudio. Era un marginal, un “cheo”, de acuerdo a los estándares de esos años. Me gustaban la música cubana, la salsa y el jazz; ah y dedicaba tiempo a leer libros que eran más que novelas policíacas.
Solo había olvidado que el jazz estaba presente en mi casa en cada desayuno dominical cuando mis padres escuchaban los discos de Samuel Téllez y su Combo; y los de Frank Emilio y su Quinteto de Música Moderna; ignoraba que su vida comenzó con una salida de novios a escuchar a Frank Emilio... en los años sesenta...
Desde ese entonces Nicolás Reinoso ya deambulaba en La Habana sacando a su sax la más hermosa de las energías. La del jazz.
Mis días de jazz comenzaron antes de lo que esperaba.
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