A la memoria de quien "su obra poética y narrativa fue revelando en cada momento, las circunstancias de sus vivencias con una fidelidad a Cuba, a su familia y a sus amigos..", es que hoy invitamos a releer esta semblanza de la vida y obra de Pablo Armando Fernández, publicada en el año 2019 y que fuera expuesta en el Foro Literario de la UNEAC con motivo de la Feria del Libro.
Muere uno de los escritores más queridos en Cuba, Pablo Armando Fernández
En un batey del central Delicias fundado por la Cuban American Sugar Mills Company nació Pablo Armando Fernández, en pleno machadato, en 1930. Según ha contado posteriormente, este sitio tenía tanta comunicación con Nueva York como con La Habana, y su educación religiosa estaba dominada por adventistas, aunque en la zona había conocimiento del catolicismo y del espiritismo de Allan Kardec. Con 15 años marchó a estudiar a Estados Unidos; ya había leído a Keats, Shelley, Poe, Whitman, y la impresión a su llegada al Washington Irving High School de Nueva York, vendría a ser como la de un muchacho del sur de ese país ante una ciudad del norte, en los tiempos en que terminaba la Segunda Guerra Mundial y el cine sonoro y en colores seguía siendo la gran novedad cultural. Hay quien ha especulado que sus recuerdos del central Delicias, más que memoria real, posiblemente ha sido un espacio literario mítico que el escritor se inventó para la poesía y las novelas; sin embargo, sería un error desconocerlo a los efectos de un análisis de su obra literaria en verso y prosa.
Realizó algunos cursos en la Universidad de Columbia y comenzó a escribir entre 1948 y 1950; sus primeros poemas recogidos posteriormente en el Pequeño cuaderno de Manila Hartman, en que se destaca el joven dialogante consigo mismo bajo las ingenuas preocupaciones de un curioso frente a nuevos ambientes y personas, un contraste de violencia marcado por las circunstancias de su tiempo y signado por los efectos de incertidumbre dejados por la guerra: sin saberlo, estaba viviendo el principio de la crisis general de la modernidad capitalista. Tampoco hay dudas de que el choque de atmósferas entre el campo de Las Tunas y las calles neoyorquinas tejió un contraste que en la adolescencia deja huellas, complementado culturalmente por sus visitas a La Habana y sus encuentros con los integrantes del Grupo Orígenes, otro factor decisivo para conformar un discurso poético en construcción. De esos encuentros partieron las lecturas de Vallejo —proteica estela en los años 50 y 60 en Cuba—, que se sumaron a las que ya había hecho de Eliot, Pound, Wallace Stevens, Edgar Lee Masters y Carson McCullers. A ese acervo acumulativo se añadía el conocimiento de la poesía de Gabriela Mistral en 1953, cuando la poetisa chilena visitó de nuevo La Habana.
El joven Pablo intentó una búsqueda expresiva con el idioma español y legados como el de Quevedo, al tiempo que se mantenía leyendo en inglés, dos identidades, no solo en la literatura sino en la lengua, enriquecedoras y asimiladas en la síntesis simbólica de la poesía. Se nutrió, por la vía de la realidad y de la lectura, de algunos de los problemas y virtudes de la sociedad de Estados Unidos: del aislamiento y marginación del sur, el racismo contra el negro y al latino, la hipocresía moral, su puritanismo y aldeanismo, y, al mismo tiempo, de las enormes potencialidades económicas, la riqueza cultural y las reservas morales de su pueblo. Salterio y lamentación (1951-1953) fue su primer libro publicado en La Habana, en que concilió y hasta contrapuso su educación religiosa familiar con sus vivencias sociales en el país norteño, desgarrándose por la injusticia y la pérdida de la inocencia. Desde este momento fundó un tema que nunca abandonó: el diálogo con su familia, ahora, con su madre: “Estoy ante el portón / y es mi voz: ‘Madre, abre… ábreme.’ / Sangrante de golpear y no respondes. / Soy yo quien digo: ‘Estoy de vuelta, madre’”. Se intenta un diálogo sin lograrlo; posteriormente usará este recurso y tampoco obtendrá respuesta, pero será desde su invisibilidad.
El triunfo de la Revolución cubana marcó el inicio de una era nueva de esperanza, no solo para los cubanos residentes, sino también para los emigrados. Su amigo Guillermo Cabrera Infante lo convenció de que su lugar estaba en esa Cuba y de nuevo está en La Habana, pero esta vez para quedarse definitivamente y sellar un compromiso con su país y con los principios que se enarbolaban. Pablo iba a la búsqueda de otra identidad. El propio Cabrera Infante lo invitó a ser el subdirector de Lunes, suplemento cultural que dirigía, del periódico Revolución, órgano del Movimiento Revolucionario 26 de Julio, cuyo director fue Carlos Franqui. El 23 de marzo de 1959 salió a la luz el primer número de Lunes de Revolución, un semanario polémico que llegó a vender 250 000 ejemplares y cierra en 1961. Durante esa época en que Pablo cumplía 31 años de edad, se convirtió en un directivo del periodismo cultural revolucionario en la etapa de la más intensa lucha económica, social, política y cultural de la historia de Cuba, cuando la tensión ideológica, la violencia de clases, las disputas generacionales y los debates de todo tipo generaron grandes pasiones, y se produjo la agresión armada por Playa Girón. Nadie fue infalible en esos años.
Entre 1961 y 1962 se desempeñó como secretario de redacción de la revista Casa de las Américas. Si bien había publicado en Nueva York, en 1955, el libro Nuevos poemas, varios textos habían quedado sin ver la luz: los de 1953-1959, reunidos con bajo el nombre de “Cantos”; los de 1952-1955, llamados “Vientos segundos”; los de 1953-1957, denominados “Yo Pablo”; los recientes de “Isla de Pinos”, de 1960; “El Gallo de Pomander Walk”, escrito entre 1952 y 1956”, y “Armas”, con fecha 1958 y 1961; fueron ahora publicados con el abarcador y sugestivo título de Toda la poesía, en las Ediciones R dirigidas por Virgilio Piñera, en 1961. Se trata del despegue definitivo de Pablo Armando Fernández en la poesía, sumado a los jóvenes fundadores de las neovanguardias poéticas de los años 60: Roberto Fernández Retamar, Fayad Jamís, Heberto Padilla, entre otros. Su identidad se afianzó en el coloquialismo, corriente defendida por estos poetas con obras que rechazaban el trascendentalismo, a pesar de que algunos de ellos tenían una cercanía con el Grupo Orígenes, incluido Pablo. La Revolución desde sus inicios se había empeñado en lograr que la llamada “alta cultura” se fundiera con el pueblo y viceversa, y aquellos jóvenes estaban respondiendo a la perspectiva de un estilo nuevo para estos propósitos.
El coloquialismo, a veces con matiz conversacional, que luego sería objeto de no pocos rechazos, respondía entonces a una necesidad comunicacional de hacer de la cultura cubana una sola, como su pueblo, con la mayor diversidad posible de orígenes o fuentes, incluida la presencia de las religiones africanas. Jóvenes como Antón Arrufat, u otros con menos edad y mayor precocidad como Miguel Barnet y Nancy Morejón, muy temprano en los 60 estaban dando a conocer estas representaciones en sus poemas, y más tarde también Pablo se sumó a esa perspectiva, pero ahora la epopeya estaba aún invadiendo Toda la poesía, que termina en la “Cantata a Santiago de Cuba” en dos momentos: el primero, estrenado en 1958, en Nueva York, por Myriam Acevedo bajo la dirección de Humberto Arenal, y el segundo, de 1960, en la Cuba revolucionaria. Santiago de Cuba fue, como para los rusos Stalingrado, la ciudad heroica de la resistencia, y el poeta le canta con versos que recuerdan a Manrique, Quevedo, Martí y Vallejo.
En la solapa del libro se afirma: “En Toda la poesía están los poemas testimoniales, desgarrados; la fe religiosa, la preocupación política y social, la contemplación de la naturaleza, la fabulosa recreación de nuestra historia, el amor, la familia, el entusiasmo, la fatiga, la lucha de nuestro tiempo y las muchas veces penosas crónicas de sus años de exilio económico en Estados Unidos donde vivió 15 años”. Estos temas marcaron los derroteros que siguió posteriormente la poesía de Pablo Armando. En Toda la poesía se siente el aliento bíblico, un discurso acusador propio de la épica de entonces, la composición retadora en las crónicas de la gesta, los testimonios de sus mudanzas. El verso se transforma en versículo y llega a prosa poética, bajo la mirada escrutadora que relataba el terror y exaltaba el triunfo. Todavía estaba fresca la sangre y podía recordarse la mirada de los muertos de la dictadura.
Pablo continúa con los temas épicos personificando a las figuras que hicieron posible la victoria revolucionaria, pero va dejando atrás el lenguaje bíblico para adentrarse en un tono más cercano a la polis. Tanto en Himnos (1962) como en El libro de los héroes (1960-1962), se destaca enfáticamente la epopeya, pero también se inician los temas de las religiones de origen africano. Con las palabras de la cotidianidad se conversa con un interlocutor afectivo para iluminar a héroes como Abel Santamaría, Frank País, Ciro Redondo, Camilo Cienfuegos… y para destacar su admiración por Haydée o Celia. Incorpora la raíz de la tradición española con amplio registro y capacidad para desarrollar lo elegíaco, tanto desde el punto de vista personal como familiar, histórico o social, y al mismo tiempo vuelca el legado de la poesía norteamericana en un verso libre que destraba la retórica para tributar a la comunicación eficaz con el ciudadano común. Sin desconocer la expresión popular, no renuncia al refinamiento en el lenguaje y a la anécdota emotiva transformada en argumentación poética; una incidental puede llegar a convertirse en un poema que va más allá de sus circunstancias, por el relieve de imaginación que enriquece a una narración realista. En el poeta hay también un don para la narración que posteriormente se realiza en novelas y cuentos.
De nuevo Pablo hace un giro para continuar asimilando otras identidades y acepta ser el consejero cultural de la embajada cubana en Londres, donde permaneció entre 1962 y 1965, con una activa participación en eventos y congresos. Otra vez en Cuba, se implicó en el quehacer cultural de una época que comenzaba a ser muy difícil. En 1966 fue jurado del Premio Casa de las Américas que otorgó el premio a Poesía de paso, de Enrique Lihn, y en 1968 sorprendió a todos con la obtención del galardón con su novela Los niños se despiden; el jurado, integrado por el peruano José María Arguedas, el mexicano José Revueltas, el español Jorge Semprún, el brasileño Carlos Heitor Cony y el cubano Edmundo Desnoes, fundamentó en el acta: “Por su aliento poético, por la ambición de su proyecto creador, por el dominio del lenguaje y la riqueza de sus temas, esta novela constituye una crónica lírica y épica, fabulosa y cotidiana, del pasado y de las perspectivas de la entrañable historia de Cuba. En sus momentos más logrados, la novela alcanza a constituir un universo autónomo y original, en el que se reflejan y se elaboran creadoramente los problemas […] de la América nuestra, con una fuerza que revela una indiscutible personalidad del escritor” (Premio Casa de las Américas. Memoria, La Habana, 1999).
El tratamiento social con sus peculiares rasgos psicológicos en forma de alegoría, abordado en Los niños se despiden, así como su experimentación con el lenguaje, forman parte orgánica de su poética. En la novela no es posible separar historia y política de la familia y su mundo íntimo o individual, sus resonancias se evidencian entre argumentos narrativos y visiones líricas, reminiscencias de sus orígenes y profecías soñadas, abrazadas en una gran revelación. Fábula e Historia se dan la mano, como en una buena parte de los versos escritos hasta aquí. Siguiendo la búsqueda de lo cubano, el poeta no asumió el lenguaje lezamiano, pero sí la preocupación ontológica de Orígenes. Su discurso está espoleado por sensaciones intuitivas, como si nos instaláramos afectivamente en la narratividad de sus versos, y sea en la novela o en la poesía, en su obra siempre hay un homenaje a las palabras, un entrelazamiento entre lo romántico-sentimental y lo realista-objetivo. La hibridez en su identidad se demuestra en la mezcla de géneros con versos narrativos y novelas poéticas: intimidad personal y testimonio de su circunstancia.
Después del Premio Casa en 1968 existe como un “hueco negro” en la bibliografía cubana de Pablo. El llamado “Caso Padilla”, que comenzó con el Premio Uneac de 1968 y tuvo su clímax en 1971, marcó un período que se prolongó prácticamente en el resto de los años 70, bajo la política cultural enunciada en el funesto Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura celebrado en 1971. Pablo Armando Fernández, quien nunca ocultó su amistad con Padilla o Cabrera Infante, no clasificaba en la parametración burocrática de entonces. Sin embargo, nada le impidió seguir escribiendo y en 1969 ganó un accésit el Premio Adonais, en España, con un cuaderno memorable: Un sitio permanente. El poema que da título al libro merece recordarse: “¿Y qué no ha sucedido en estos años? / ¿Quién podría juzgarnos o absolvernos? / Ni siquiera se trata de estar vivo. / ¿Cuántos son nuestros muertos? / Como país hemos sobrevivido a todas / las conquistas. / Se trata de encontrarnos, / de ser a plenitud hombres que viven / un sitio permanente”.
Pablo publicaría otra vez en Cuba en 1978, diez años después, un breve cuaderno dedicado a su esposa: Suite para Maruja. En Barcelona saldría, por la Colección Ocnos, un extraordinario poemario: Aprendiendo a morir, cuyo poema homónimo es, a mi juicio, uno de sus mejores textos. En los primeros años de los 80, cuando la Editorial Letras Cubanas todavía se encontraba en la calle G y yo era un joven editor de poesía, mi jefe Raúl Luis me dio la responsabilidad de trabajar una antología de Pablo Armando Fernández, que, presumiblemente, él había preparado bajo el título de Campo de amor y de batalla; me preguntó si yo sabía quién era el poeta y le respondí que solo me había leído su novela y Toda la poesía. Me encontré con el autor y me entregó un grupo de poemas sin orden ni estructura, pero que me dejó sorprendido por su variedad, belleza y audacia. Nos entendimos muy bien, al punto de que me dio absoluta libertad para armar la antología; como le pedí más textos, me entregó prácticamente todos los que había escrito, y a pesar de sus dudas, accedió a incluirlos en esta selección y aceptó la estructura y secciones que le propuse.
Campo de amor y de batalla se convertía, más que una antología, en un gran poemario casi totalmente nuevo para los lectores cubanos. En la primera sección, que da título al libro, entendí la necesidad de reunir un recuento, en el que a cada momento aparece su declaración indirecta de amor por Cuba, bien a partir de su geografía y su gente o de sus amigos y familia; la segunda, “Suite para Maruja”, se destinó a su gran poema de amor en varias partes; en “De este lado del espejo”, título extraído de un verso de un poema a Alicia Alonso, se reunieron textos dedicados a escritores y artistas; la cuarta parte, “Vuelven vigilantes a sus cumbres”, recogía sus visiones de héroes y líderes, amigos entrañables que estuvieron cercanos a él y en la lucha revolucionaria; dejé para el final “En tren hacia el poeta”, un poema que puede considerarse la síntesis de su generación, de alguna manera contrapuesta a la visión que, en ese mismo año 1984, Eduardo López Morales daría a conocer en el prólogo de la antología La generación de los años 50.
Mientras que López Morales en su ensayo de polémico título: “Contribución crítica al estudio de la primera generación poética de la Revolución”, parecía referirse a una generación unida, cultivada y compacta ideológicamente, Pablo Armando, con otras identidades y enfoque, dirá en versos: “Último vástago de una generación casi salvaje, errante, / en constante querella, uno tras otros, desgarrados / entre el exilio del tránsfuga y el amor fidelísimo / a cuanto origen y descendencia representa; / no les faltó la dolorosa lucidez de la demencia, / tampoco la enajenada acción. / Coléricos, alucinados, caprichosos; / humildes, pero firmes, soberbios, pero austeros; / de ellos se dirá: ¡eran inconquistables!”. Se trata de dos experiencias diferentes en la autoevaluación de una generación. Pablo Armando nunca negó la pertenencia a ella, pero siempre señalaba su propia singularidad con una limpieza y honestidad muy diáfanas. En 1988, bajo el título El sueño, la razón, la Uneac compiló toda su obra poética desde 1948 hasta 1983 y se incluyeron algunos poemas inéditos. De esta manera, se completó, con justicia, la publicación de una obra poética entre las más importantes de su generación.
De casi treinta libros de varios géneros publicados después de esta reivindicación, tanto en español como en otros idiomas, valdría la pena señalar su crecimiento como narrador con dos novelas y una selección de cuentos esenciales en su bibliografía: las novelas El vientre del pez, 1989, y Otro golpe de dados, 1993; y los cuentos de El talismán y otras evocaciones, 2002. El vientre… aporta el tan poco novelado tema de la Zafra de los Diez Millones y Otro golpe… aborda el mundo cafetalero del siglo xviii: dos novelas sobre la Historia con diferentes perspectivas. Ricardo Repilado se ha referido a esta última como “una de esas escasas obras narrativas que tienen para todos los gustos, es decir, que son capaces de satisfacer a plenitud una amplia variedad de lectores que esperan encontrar en una novela características distintas” (Ricardo Repilado: Tapiz de ángeles; Ediciones Unión, La Habana, 2007). De difícil clasificación, puede ser novela histórica o de amor, realista y romántica, con una compleja manipulación del tempo, recurso que Pablo también utiliza con fortuna en los poemas. El talismán… ofrece historias desde múltiples escenarios del mundo y de Cuba, entre la realidad, los mitos y la fantasía, y con asuntos que se mueven entre las creencias religiosas, el amor y la existencia humana.
La obra poética y narrativa de Pablo Armando ha ido revelando en cada momento, las circunstancias de sus vivencias con una fidelidad a Cuba, a su familia y a sus amigos, que además de mostrar su capacidad para asimilar identidades diversas, tanto en los sitios donde ha vivido, como en los géneros literarios cultivados, da fe de una honestidad intelectual puesto a prueba en más de un escenario difícil, con la premisa del amor y el afecto, y siempre con el estandarte de su verdad. No pocas veces tuvo la oportunidad de injuriar y perjudicar, momentos le han sobrado en diversas coyunturas y encuentros; sin embargo, siempre prefirió defender a las personas útiles y lo más beneficioso para la cultura cubana. Su humanismo ha sido decisivo para optar por las mejores causas.
Quisiera finalizar esta simple semblanza de su vida y de su obra, recordando al Pablo despreocupado, cariñoso y festivo; el que una vez llevó de la mano a mi hijo de pocos años a pasear por el bulevar de Santa Clara y con el que caminé las calles de Madrid junto a María de los Ángeles Santana y Germán Pinelli; quien sabía intervenir juiciosamente como jugando y daba consejos atinados aunque pareciera desvariar; el que leía espectacularmente su poema “Carmen Miranda” y de manera solemne Learning to Die. Por esas íntimas razones también valió la pena conocer a Pablo Armando Fernández.
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