Cuando falleció Antonio Gramsci y pudieron recuperarse, por fin, sus célebres Cuadernos de la cárcel se tejieron mil anécdotas, un millón de análisis e incontables estudios sobre las lecturas del brillante pensador marxista. Pero tuvieron que pasar muchos, quizás demasiados años, para investigar: ¿cómo obtuvo Gramsci sus libros en la cárcel? Recién allí emergió a la palestra el nombre de Piero Sraffa, a quien todo el mundo conocía por sus trabajos de economía política neorricardiana y su vínculo académico con Keynes, pero casi nadie sabía de su adhesión juvenil al marxismo y su solidaridad cotidiana, inquebrantable y sostenida, con su amigo comunista prisionero al que proporcionó libros y más libros durante años y más años…
En 1932, cuando aparecieron los Manuscritos económico-filosóficos de París, de Carlos Marx (hasta entonces inéditos), se armó un revuelo bárbaro. Treinta años después, los debates alcanzaron el estatus de polémica internacional. Todos opinaban, desde el Che Guevara hasta los teólogos jesuitas de la iglesia oficial del Vaticano, pasando por la socialdemocracia, los psicoanalistas freudianos y la Escuela de Frankfurt, la abigarrada gama de herejes y ortodoxos del marxismo, incluyendo las más altas cumbres de la filosofía del siglo XX: desde Sartre a Lukács.
Pero casi nadie se preguntaba: ¿quién rescató del olvido ese texto fundamental de Marx? ¿Quién trabajó esos manuscritos y los editó con paciencia de hormiga? El nombre de David Riazánov (seudónimo de David Goldenbach) solo es conocido por algunos pocos especialistas y eruditos del marxismo, y, si se conoce, es principalmente por su biografía y sus conferencias sobre Marx y Engels, no tanto por su trabajo silencioso de editor en las sombras y ratón incansable de biblioteca, sin cuyo esfuerzo hoy no conoceríamos esos pensamientos fundamentales de Marx.
Los ejemplos podrían multiplicarse al infinito. Apellidos célebres y nombres desconocidos. Pensadores «famosos» y editores que han trabajado casi en el anonimato y la oscuridad, detrás de escena, para el triunfo de las ideas revolucionarias, socialistas y comunistas. Y si hasta ahora no se consiguió el triunfo, al menos su trabajo resultó imprescindible para encarar la batalla de ideas sin la cual ninguna guerra de clases se gana en la historia.
El cubano Pablo Pacheco López (1945-2014), además de amigo entrañable, fue (es) precisamente eso. Un ratón erudito de biblioteca, un trabajador y organizador de la cultura detrás de escena, un editor sistemático en la sombra y un rebelde de la cultura revolucionaria comunista internacional. Humilde hasta el límite de la exasperación, de perfil bajo, de hablar bajito, pausado y reflexivo, de sonrisa irónica y caminar cansino, Pablo Pacheco navegaba entre los libros como en su hábitat natural. Su oxígeno era el papel y la tinta. Tenía una biblioteca personal impresionante. Cada estante de su casa albergaba en doble fila los ejemplares más increíbles. Las joyas más preciadas, las ediciones más inesperadas. ¡Todas leídas y transitadas! Cualquier libro que uno sacaba con dificultad del estante más alto e inalcanzable… estaba leído. Los libros no eran para él un adorno, sino su alimento y su sangre, su impulso de vida.
Militante y revolucionario comunista de partido, organizado y disciplinado, al mismo tiempo albergaba y cobijaba las herejías más diversas. Pensando en voz alta se me ocurre que Pablo Pacheco sintetizaba lo mejor de la cultura revolucionaria cubana, con esa rara mezcla de ortodoxia y herejía, que en cualquier otro país del mundo estallaría en mil pedazos por sus contradicciones antagónicas, pero que en Cuba convivían de modo armonioso muchas a veces y en tensión algunas otras.
Pablo Pacheco y Néstor Kohan
En la conversación cotidiana, Pacheco escuchaba más que hablaba. Aunque sabía muchísimo de los temas más variados, prefería aprender y tener el oído abierto a las opiniones propias y ajenas. Siempre en sus charlas, como un viejo sabio oriental (seguramente se reiría mucho si leyera esta frase) decía algo como lo siguiente: «sobre este tema yo me he leído estos tres libros, ¿tú qué opinas de esas tesis?». Como los viejos Sócrates o Paulo Freire, acompañaba la enseñanza-aprendizaje desde la pregunta. Y los libros que se había leído eran los mejores, del tema que fuera. En su cabeza no había «libros prohibidos» (no quiero hacer la lista porque sería demasiado larga). Como al pasar y haciéndose el distraído, la conversación terminaba siempre así: «si puedes, lee tal libro, te lo recomiendo», y enseguida cambiaba de tema… Una manera sencilla, amena, para nada petulante ni soberbia de enseñar, de orientar, de invitar a la lectura y al estudio, pero sin asumir la pose del profesor sabelotodo, sino con una humildad a prueba de balas. Sabiendo que estaba investigando sobre historia latinoamericana, el último libro que me recomendó fue una biografía sobre Simón Bolívar de Indalecio Liévano Aguirre («es la mejor que yo he leído», recuerdo que me dijo). Cuando tiempo después le transmití mis opiniones sobre el libro, me volvió a dar argumentos. Siempre masticaba una y otra vez sus tesis.
Y al recomendar libros, no solo enunciaba o sugería. Muchas veces se paraba, iba caminando como cansado hasta un estante lejano, y traía el ejemplar que a continuación nos regalaba con total desprendimiento. Desde aquellos textos iniciales sobre la Revolución bolchevique de Víctor Serge hasta un ejemplar histórico y rarísimo de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier. Al regreso a mi país, de cada viaje a Cuba, no sabía cómo hacer para poder trasladar el cargamento enorme de revistas y ensayos que me regalaba. Más de una vez tuve que pagar sobrepeso en el avión para poder llevar ese saber que Pacheco nos entregaba con una generosidad infinita. Y no lo hacía solo con nosotros. La última vez que lo vi, en la vicepresidencia del ICAIC (su último lugar de trabajo y militancia), le presenté unos rebeldes de un país latinoamericano y enseguida comenzó a ofrecer libros. Porque antes que nada Pablo Pacheco era amigo y compañero de los rebeldes del mundo. Sentía las rebeldías de los demás pueblos como propias.
Había estado en el Chile de Salvador Allende, con la misión de armar editoriales para desplegar la lucha ideológica y la difusión del marxismo que el general Pinochet vino más tarde a incendiar y quemar, con un odio y una bestialidad que haría sonrojar a los más salvajes de la inquisición o a sus descendientes de la Alemania nazi. Pacheco era portador de una ayuda editorial millonaria de la Revolución cubana al Chile de Allende, cuyas cifras siguen en el secreto a día de hoy. Mientras la CIA y el criminal de guerra Henry Kissinger exportaban armas y picanas, los cubanos —entre otros, a través de Pablo Pacheco López— exportaban libros.
No solo estuvo en el Chile de Allende cumpliendo misiones internacionalistas. Anduvo ayudando en los países más diversos. También había conocido países tan lejanos como Corea del Norte, una sociedad hostigada por el imperialismo con la que fue solidario, aunque no lo satisfacía en la intimidad. Mediante una serie de bromas y mucho humor, Pablo Pacheco dejaba entrever las falencias evidentes de muchas experiencias e intentos fallidos que intentaron construir el socialismo en el siglo XX. Pero todas esas críticas, abonadas con anécdotas vividas en carne propia, eran hechas desde la izquierda, desde el comunismo, con un rechazo y un desprecio enorme hacia el capitalismo y el imperialismo en todas sus formas.
Tranquilo, sereno, sin jamás subir el tono de voz, Pacheco fue un hombre firme y un compañero, por sobre todas las cosas, leal a los principios revolucionarios y gran admirador de Fidel Castro. Como presidente del Instituto Cubano del Libro, como director de las editoriales Ámbito, Arte y Literatura, Letras Cubanas; también como principal responsable de la empresa de editoriales de cultura y ciencias del Ministerio de Cultura; al frente del Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello; como vicepresidente del ICAIC, siempre cobijó a los más iconoclastas y a los menos obedientes. Algo así como Haydée Santamaría en Casa de las Américas, que siempre abría los abrazos para cualquiera que fuera hostigado por algún burócrata gris y mediocre (el caso más emblemático y conocido es el joven Silvio Rodríguez). Pacheco, con un perfil mucho más bajo que la heroína del Moncada, siguió esa misma línea de conducta. Más que merecido fue el Premio Nacional de Edición que recibió en 2005.
Fernando Martínez Heredia, Pablo Pacheco y Néstor Kohan
En el Centro Juan Marinello organizó varios eventos sobre Rosa Luxemburgo; contribuyó a fundar la Cátedra Antonio Gramsci, dirigida por su amigo Fernando Martínez Heredia; les publicó a autores que en otros sitios eran vistos de reojo. Siempre en defensa de la Revolución, el socialismo y el comunismo. Cuando él dirigió ese centro, allí se podía decir lo que a uno se le ocurriera. Me consta porque lo viví. No me lo contaron. ¡Se armaba cada debate! Intervenciones con pasión y en tono acalorado. Todas las tendencias y opiniones se expresaban libremente, sin que nadie coartara la palabra. No hacía falta la socialdemocracia para que hubiera «pluralismo» o «diversidad». La trayectoria comunista completa y consecuente de Pablo Pacheco López así lo demuestra. Él disfrutaba del debate de ideas. Lo incentivaba. Lo alentaba. Sabía que era la fuente de vida para que la Revolución siguiera viva y no envejeciera. Pacheco era la antítesis de un burócrata. Lo mejor del espíritu y la herencia insumisa de la Revolución cubana.
Cuando tuvo que pasar del Centro Juan Marinello al ICAIC, mantuvo a rajatabla su conducta. Se esforzó por recuperar y preservar todos los Noticieros ICAIC que se habían deteriorado durante los años crueles y duros del período especial (década de 1990). Allí, en el ICAIC, relanzó su sello editorial, fundó la videoteca A contracorriente (donde se realizaron unas 265 entrevistas a las y los intelectuales más disímiles) y le dio nuevo impulso a la Revista Cine Cubano. Volvió a hacer lo mismo, alentando, ayudando, publicando… Si no recuerdo mal, lo último que me publicó (y que le sigo agradeciendo) en la Revista Cine Cubano fue un texto sobre Raymundo Gleyzer y el cine de la insurgencia.
Las instituciones y los lugares de trabajo y militancia iban cambiando, pero Pacheco era el mismo. Estoy seguro de que si le hubiera tocado ir al sitio más lejano a hacer la tarea más ignota se hubiera guiado por el mismo espíritu de trabajo y militancia comunista. Porque ese era su estilo y su modo de vida. Silencioso, pero leal e inconfundible. Al caminar junto a él en La Habana resultaba muy difícil conversar, porque se acercaba todo el mundo a saludarlo. No a rendirle reverencias ni pleitesías obsecuentes, sino con el cariño personal que uno adivina en un amigo. Pacheco tenía una infinidad incontable de amigos y amigas que sorprendía. Todos lo querían y todo el mundo que se acercaba, lo abrazaba y siempre repetía la misma frase, tomándolo del brazo o abrazándolo: «Pacheco es muy buen tipo».
Néstor Kohan y Pablo Pacheco
Hace unos años, en una de las pocas visitas suyas a Argentina, cuando le tocó ser jurado en un concurso de documentales de CLACSO, se quedó todo el tiempo trabajando. Le había prometido cocinarle milanesas, no lo pude concretar. Pacheco no «se escapó» de su tarea para recorrer la ciudad. Era demasiado disciplinado. En un intermedio de trabajo, nos vimos en un bar unas tres horas. El bar estaba completamente vacío. Se nos sentó al lado nuestro un tipo que, todo el tiempo en soledad, no bebió ni un trago de su vaso. Se quedó las tres horas escuchando atentamente nuestra conversación. Nos levantamos y el tipo se levantó inmediatamente detrás nuestro. Pacheco se reía de ese policía o servicio de inteligencia local que probablemente le habrían puesto. Se fue caminando tranquilo, despacio, sereno, con una sonrisa en los labios. Así debe andar ahora este entrañable amigo y compañero, recopilando materiales perdidos, organizando libros, armando bibliotecas y planificando futuras ediciones revolucionarias, vaya a saber uno en qué lugar.
Tomado con la autorización del autor y de la editorial Ocean Sur de: Néstor Kohan: La brújula y el mapa. Cultura, crítica y ciencias sociales en la Revolución cubana, Ocean Sur, 2022, pp. 96-102.
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