La guerra tuvo seis nombres, de Eduardo Heras León. /Foto: Portada del libro
Semejante a otros países de América Latina, Cuba posee una rica tradición en el género cuento. Conocer los cambios de sus poéticas en el tiempo contribuye a discernir su praxis estética y significación, a fin de valorar, justamente, las propuestas de cada tendencia. En el pasado, sintetizan su trascendencia y la búsqueda de técnicas audaces, de vanguardia, figuras cimeras como Alejo Carpentier, Lino Novás Calvo, Enrique Labrador Ruiz, Virgilio Piñera, Onelio Jorge Cardoso y Lidia Cabrera, entre otros.
Después del triunfo de la Revolución, coincidiendo con el boom, se produce en el país una eclosión de relatos de alta calidad. Varios de los autores referidos se suman al esplendor del momento, pero la pauta la trazan los nuevos cuentistas: Jesús Díaz, Eduardo Heras León, Manuel Cofiño, María Elena Llana, Norberto Fuentes, Antonio Benítez Rojo, Calvert Casey y Julio Travieso.
La obra de estos escritores se conoce como «la nueva cuentística cubana» o «cuentística de la Revolución», dado el impacto de ese suceso histórico en las tramas, cosmovisión y estilo de Los años duros, La guerra tuvo seis nombres, Tiempo de cambio, La reja, Condenados de Condado, El escudo de hojas secas, El regreso y Días de guerra.
A finales de los años 70 y, sobre todo, en el decenio de los 80 y, básicamente, de los 90, emerge otra oleada de narradores, gestores de lo que la española Begoña Huertas llamó «la narrativa del cambio» o posboom, es decir, nuestra singular posmodernidad ficcional. Entre sus rasgos sobresalen el situar a la figura de la mujer y a otros sujetos antes marginados, en planos superiores (Alguien tiene que llorar, de Marilyn Bobes; El lobo, el bosque y el hombre nuevo, de Senel Paz; Espuma, de Karla Suárez, y Blasfemia del escriba, de Alberto Guerra). Bastaría este realce primordial del personaje femenino para colocar al posboom en altísimo nivel en las letras cubanas de todos los tiempos.
A ello se suma el rescate de lo identitario, la identificación con lo mejor de la música popular cubana y continental, la visión de la historia desde una perspectiva dialógica, la inmersión crítica en la realidad actual, la defensa de la oralidad, la utilización por el relato de las estrategias discursivas de los medios de comunicación masiva y el diálogo con la propia literatura desde una aparente sencillez, sin renunciar a la complejidad técnica.
Con el arribo del siglo XXI, afloran en el escenario nacional los signos de un modo –otro– de proyectar el cuento, distinto a lo realizado por el posboom. Es una ficción ligada a las nuevas tecnologías de internet y la telefonía celular, lo que se revela no solo a nivel temático sino igualmente en el discurso narrativo: la frase breve, el párrafo constreñido, la cláusula directa, sin barroquismos. En ocasiones los personajes reducen su densidad; en otros casos avivan su inquietud existencial. No existe (en apariencia) en los cuentistas de esta etapa la «gran inquietud crítica» hacia la realidad, ahora resulta más oblicua. Intensifican la ironía y la parodia.
Resignifican y reciclan asuntos y recursos del vanguardismo como el absurdo (Camarera, de Raúl Flores Iriarte, y Escaleras de servicio, de Ernesto Pérez Chang), el sicologismo y el existencialismo (… aquí Dios no está, de Ariel Fonseca Rivero). Experimentan a menudo con la minificción o relato súbito. En lo temático se acude a cuestiones ligadas a contextos no habituales en nuestra narrativa (Absolut vodka, de Abel Fernández-Larrea, y Una cita en Estambul, de Emerio Medina).
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