Anunciar una mercancía a viva voz para venderla fue uno de los hábitos adquiridos en las poblaciones urbanas gracias a los comerciantes más necesitados, pues avisar en voz alta lo que se lleva para que llegue a conocimiento de todos constituyó una necesidad de vendedores pobres, no establecidos o autorizados para vender en un sitio fijo. En cada país tienen características diferentes, aun cuando vendan el mismo producto, pues se deben a la tradición y pueden formar parte del folclor. Alejo Carpentier recordaba que los pregones en París tenían una entonación musical parecida a un himno cristiano. En Cuba, un pueblo musical por excelencia, algunos suman a la demostración de sus habilidades musicales frustradas, un peculiar modo de expresión de la cultura popular, siempre con el objetivo de “sintonizar” con el posible cliente. Costaría mucho averiguar las supervivencias sonoras en que se basa la musicalidad de los pregones en cualquier parte, cuando no pocas veces se deforma el nombre de lo que se vende, a veces en aras de rimar o entonar, o se agudiza la voz para multiplicar su alcance.
Los pregoneros de Cuba han evolucionado mucho; en el siglo xvi eran, sobre todo, quienes transmitían las órdenes y ordenanzas del rey o el gobernador a los ciudadanos de la villa; tenían gran responsabilidad y podían ser sustituidos si no cumplían bien con su trabajo, pues no solo debían trasladar los mensajes con precisión, sino también aplicar los castigos a los infractores. El 29 de enero de 1552 el Cabildo de La Habana tomó la decisión de sustituir a un pregonero: “Este dia en este cabildo se proveyo por sus merçedes que por cuanto bartolome fernandez pregonero que fue en esta dicha villa por delitos que fizo en su ofizio esta desterrado desta ysla e de presente no ay nungund español que sirva el dicho ofizio de pregonero e verdugo acordaron que lo sea anton esclavo negro del señor juan de rroxas…” (Gustavo Eguren: La fidelísima Habana, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1986, p. 32). En aquellos siglos se prefería que las mercancías se pregonaran públicamente para conocer sus precios, pues se había conocido que estos se alteraban cuando se vendían “secretamente” las longanizas, los buñuelos, las tortillas de maíz, los pasteles, las catibías, el tabaco, y especialmente la carne de res y de cerdo, pues en estas últimas, además de pesarse mal se cobraba más de lo establecido —¡ah, el peso de la Historia!—, y no se cumplían las ordenanzas, para perjuicio de la población.
Los pregones para vender se pusieron de moda y se atropellaban en las calles comerciales más populares de cualquier ciudad cubana; en el siglo xix tomó su mayor auge comercial y se incorporó definitivamente a la cultura. Durante la república iniciada en 1902 era común escuchar a niños anunciándose como “El Rey del Brillo”, cuando salían a limpiar zapatos disputándose al cliente, o la voz gangosa de los ancianos que pregonaban los números de la suerte con la venta de billetes, o a cualquier pobre usando su imaginación verbal y musical, al seleccionar el suceso más importante del día, por lo general sangriento, para poder vender un ejemplar de algún periódico. El pregón fue perdiendo su protagonismo en las calles más céntricas con el aumento de altos edificios de apartamentos y grandes centros comerciales, la aparición de nuevos sistemas de comunicación pública en medio de una alienante publicidad, y también, por la creciente inseguridad de los años 40 con las acciones de grupos gansteriles o, en los 50, con la situación revolucionaria. Sin embargo, en los barrios sus ya casi familiares “marchantes” siguieron esperando al pregonero ambulante en su tradicional recorrido. Algunos habían establecido códigos comunicativos que prescindían de palabras, como el afilador de cuchillos y tijeras, que solo tocaba su acostumbrada melodía en la armónica —herencia europea de antiquísima data—, o el heladero, con el alegre repiqueteo de su campanilla.
En los pregones cubanos nuestros compositores hallaron motivos de inspiración; muchos de ellos fueron llevados al teatro vernáculo y las agrupaciones de música bailable lo asimilaron en su repertorio; todavía se recuerda la interpretación de El carbonero por Miguelito Cuní con la orquesta de Félix Chapotín: “Carbón-bón bón, el carbonero”. Las posibilidades expresivas de géneros como el son, desarrolladas a lo largo de la centuria pasada, llevaron al pregón a estilizaciones muy imaginativas, con productos y sus correspondientes pregones renovados cada cierto tiempo. De renombre internacional fue El manisero, de Moisés Simons, que tuvo el privilegio de contar con dos interpretaciones magistrales: Rita Montaner, con su voz de timbre excepcional y su total dominio escénico, prolongaba el pregón de “Maníííí…” entre la elegancia de sus pasillos y la sensualidad de sus movimientos, mientras Bola de Nieve, con su voz de “manguero” —como él mismo la había calificado—, dialogaba con el piano e introducía sutiles elementos de la picaresca, cuando en las frases finales cantaba: “Dame de tu maní”... Frutas del Caney, de Félix B. Caignet; Se va el dulcerito, de Rosendo Ruiz Suárez; El frutero, de Ernesto Lecuona, El heladero, de Rodrigo Prats, o El yerberito, interpretado inigualablemente por Celia Cruz, entre otras muchas piezas, han enriquecido el cancionero cubano con pregones famosos.
Después de la “ofensiva revolucionaria” de 1968 los pregones se silenciaron. Su renacimiento de “a poquito” llegó en el “período especial”, cuando enmascarados anunciantes comenzaron a aparecer por los barrios pregonando algo dudoso, raro, ambiguo, misterioso; recuerdo haber escuchado en Luyanó, que alguien gritaba: “¡Voy echaaando…!, ¡Que me voy, que me voy, que me voy!”; todo el barrio sabía que vendía pintura de uñas. Otros chiflaban de manera característica, y en un barrio de Playa un silbido único resultaba prueba irrefutable de que había llegado el vendedor de boniato. Otras veces no había pregón, y la venta se asemejaba a una especie de operación secreta; en mi cuadra, tres toques cautelosos a la puerta en medio del apagón eran la carta de presentación de un anciano, guarecido del frío por una vieja capa de agua, que lo ayudaba a disimular un saquito con calabazas —aquello parecía tráfico de drogas. El pregón se disfrazaba adoptando un aire melancólico, en franco contrasentido de promoción, o el vendedor abría los ojos e inclinaba la cabeza, y ya se sabía que tenía algún animalito muerto para ofrecerte. Aquellos mecanismos imaginativos y de transgresión para vender un producto no autorizado, están todavía por estudiarse.
Con el cambio de modelo económico y el resurgimiento del mercado privado, se avivaron los pregones. Empezaron a aparecer más frecuentemente hasta convertirse en parte de nuestras vidas. Unos son artísticos, como la mulata que imita a la Montaner en su venta de maní por La Habana Vieja, “poéticos”, como el del caramelero que se sube en el P8 y va repitiendo una seguidilla rimada interminable: “Caramelos de Guanabo, / solo diez pesos cubanos. // Caramelos de Japón, / ¿por qué no te llevas dos? // Caramelos de la abuela, / ellos no parten las muelas. // Caramelos de Aguada, / voy a la última parada…”. Los más tecnificados vienen con grabación y bocina, y una inesperada combinación de voces, como el que atruena la Víbora con una voz de locutor de los años 40 que propone: “Galletas con sabor a mantequilla, ajo y ajonjolí, palitroque y coscorrón”, y después de una pausa, un grito desesperado: “¡El pay, el pay, el pay!”. El tono en ocasiones confunde; una señora de avanzada edad anuncia con matices de conquistadora: “Avellanita de guayaaaba!”..., como si se tratara de una propuesta indecorosa. El tamalero que pasa por mi casa los sábados hace una curva de entonación de mayor a menor: “¡Tamáaa-les!, tamales calientes”, y lo último casi ni se oye.
Hay nombres de productos de reciente adopción, como “Matrimonio”, combinación de dulce de guayaba y de leche, o un pregonero cambia el sustantivo gazeñiga —especie de panetela con pasas concebida en honor a la soprano italiana Marietta Gazzaniga cuando en 1857 visitó La Habana—, por “gazeñica”, tal vez por la supresión de las pasas y el ahorro de huevos en la masa. Y aparecen mercancías que uno no concibe comprar sin prescripción facultativa, como “espejuelos de todas las graduaciones, bifocales y progresivos”. No pocos al anunciar algún alimento lo hacen en singular y con el artículo correspondiente: no venden galletas, sino “la galleta” o “la sopa de tomate”, o emplean códigos indescifrables, como “el pan de cadena”.
Cuando peregrinó por mi reparto la virgen de la Caridad del Cobre, descubrí, no sin asombro, debo confesarlo, que las mismas mujeres que por la mañana me habían propuesto con voz aflautada “el huéeevo” a la entrada del mercado del Mónaco, vendían al atardecer “la véeela”, en medio de la multitud que pugnaba por entrar a la iglesia de Paula; eso indica un estudio de mercado y una capacidad de adaptación dignos de mejores causas. También se ofrecen, a voces, varios servicios: reparación de colchones, cortes de espejos y todo tipo de cristales, arreglos de cocinas de gas… y hasta trueques de jamón y queso por ropa. Desde hace ya bastante tiempo se ha establecido el “pregón” de compras: refrigeradores Haier, frascos de perfume “de marca”, lavadoras rotas, o “cualquier pedacito de oro”… En estos momentos los pregones, al menos los que se escuchan entre las 4 de la tarde y las 8 de la noche en muchos barrios de La Habana, conforman una coral merecedora de estudios multidisciplinarios. Hay a quienes les molestan, pero no existe otra manera de que un vendedor ambulante pueda despachar su mercancía si no la anuncia. Solo, que, sería de agradecer que lo hicieran con originalidad, belleza, arte, y menos agresividad y decibeles.
28 de Junio de 2019 a las 12:05
Muy cierto. Es una de las expresiones tradicionales de nuestra cultura popular que no pasa de moda, que se renueva siempre, y por eso mismo, se mantiene viva. Recuerdo una Feria de Arte Popular celebrada en Ciego de Ávila, dedicada a la oralidad, donde hubo una muestra bien representativa de pregoneros.
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