Ha muerto en La Habana Adalberto Álvarez. Había luchado por dos largas semanas contra la COVID. Su enfermedad era la conversación telefónica diaria que mantenía con algunos amigos. Estábamos pendientes de su evolución, de su estado diario y de la posibilidad, esa que se llama esperanza, de que volviéramos a encontrarlo en el lugar menos esperado, o tal vez esperado.
Adalberto, su música, sus ideas y sueños, eran parte importante del imaginario de quienes le conocían, de quienes admiraban su música y de casi todos los cubanos. Su música es parte importante de la banda sonora de esta nación y del mediterráneo caribeño.
Él nos había devuelto a la ruta del son. Nos había enseñado, y nos enseñaba, que esa música era componente fundamental de la savia de esta nación y que su néctar es inagotable. Que la elegancia estaba en todas partes.
Ha muerto Adalberto Álvarez horas después que los soneros de Cuba y del mundo celebraran el nacimiento de otro gran sonero llamado Arsenio Rodríguez, ese mismo al que más de una vez había considerado su padre putativo en materia musical. Entre uno y otro había una diferencia de treinta y ocho años.
Entonces: ¿Qué hacer cuando muere El sonero?
Lo primero y más importante. Cuando muere El sonero no se guarda silencio ni se guarda luto riguroso. El silencio y el luto son conceptos antagónicos al son. Van en dirección opuesta.
El sonero es un hombre que nunca se calla. Que no teme cometer errores cuando se enfrenta a esa música que le define. La vergüenza del sonero es que haya ese silencio que todo lo ocupa. El único silencio que Él respeta, ama y acepta es el que impone la música escrita, y ese silencio tiene voz propia.
El luto es una camisa de fuerza para El sonero. Lo mismo que la hipocresía –ese mal de mucha gente que te saluda/te abraza y no lo siente, según la definición de El sonero. Sabe que esa palabra (muy mala palabra) implica una condena al olvido y a que los hombres ignoren sus virtudes y defectos. Esos que le hacen un mortal necesario. No existe el sonero puro. Ese que no alza un vaso de ron cuando es necesario y mucho más; ese que ama mujeres de las que dice su nombre sin reparos y a la que dedica sones y una amplia sonrisa; ese que se contradice cuando se trata de realizar ese sueño supremo que hacer un buen son.
Lo segundo, y no menos importante, que se hace cuando muere El sonero, es poner en orden aleatorio su música donde quiera que se pueda. Es necesario escuchar su voz, sus sones, guarachas y boleros. Sí porque el sonero que no cante un son o una guaracha, no es un verdadero sonero.
Que su amigos soneros se reúnan cerca de él y hagan todos a una lo que mejor saben hacer que es son. No importa si no hay otro instrumento que la voz. Siempre alguien va a aparecer con una guitarra, o un tres y una clave. Con eso es más que suficiente.
Sus amigos alzarán la voz. Gritarán a todo pulmón esa frase que le definía. Contarán una y otra vez la misma anécdota y no tendrán miedo a sonreír. La risa del sonero es tan contagiosa como su música y queda plasmada en las fotos que han de volverse amarillas, las que se borrarán y las que el tiempo ha dejado raídas en una esquina.
Los seguidores del sonero son la tercera línea de esta historia. Ellos son un rostro en la muchedumbre. Un nombre cualquiera y una historia que se vio reflejada en ese son que cantó sin reparos, sin importar los patrones que establece la academia en el tema vocal. Él y El sonero tienen en común, pertenecen al mismo grupo humano: aman la música y el son por encima de todas las cosas.
Entonces el seguidor. Ese que ha llenado su vida con la música de El sonero, que atesoró sus discos y siempre estuvo presente en sus bailes; volverá sobre sus pasos y escuchará una y otra vez sus sones, y los cantará sin importar quien escuche o mire. Y sentirá moverse los pies, el esqueleto y su alma. Sí porque hay una energía que desatan el son y El sonero que es inexplicable.
Dicen que el sonero nace y según va formándose define su voz y sus seguidores. Sus seguidores, esos legionarios de su música que no lo abandonan aunque el sonero ya no esté. Son los que alimentan su trascendencia y fomentan su mito.
A El sonero siempre le interesa algo más que el son. Vive y muere con una dignidad quijotesca, lucha contra los molinos de vientos que le impone la sociedad, las incomprensiones de otros hombres y otros soneros. Los mismos con los que hace causa común cuando se trata de la integridad del son.
Hay soneros que son imprescindibles. Sin ellos no fuéramos lo que somos. Ellos nos han definido, son un complemento de esa familia que creamos a lo largo de la vida, cada son es una enseñanza o una vivencia que compartimos alrededor de ese fuego que se llama bailar un son, cantar un son o vivir al compás de un son.
El sonero no necesita el frío del mármol para estar presente. Siempre se las ha ingeniado para que su nombre corra de boca en boca, viaje en las alforjas de los hombres y se escuche el eco de sus sones en todo el universo. Ahorrémonos esa tarea como quinta cosa a hacer. Un vaso de agua o un rezo son más que suficientes para que esté presente de modo cotidiano.
Los soneros cuando mueren van a un sitio muy especial. Un lugar que solo ellos saben que existe y que se llama la eternidad y donde hacen ininterrumpidamente lo que bien sabe hacer El sonero.
Adalberto Álvarez va camino a ese sitio, tal vez sea antes de lo previsto. Pero así es la vida. Solo sé que Arsenio Rodríguez y Miguel Matamoros están en la puerta para darle la bienvenida.
En video entrevista inédita al Maestro, Adalberto Álvarez, el pasado mes de abril. En ella conversa sobre su natal Camagüey y sobre el concierto homenaje por sus 45 años de vida artística realizado en el Karl Marx y registrado en un DVD por el sello Bis Music.
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