A Raúl Luis llegué de una manera formal. Al renunciar a ser ingeniero, matriculé en curso para trabajadores la Licenciatura en Lenguas Hispánicas, especialidad en Literatura Latinoamericana, y estaba a punto de graduarme. Corrían los finales de los años 70 de la era pasada cuando me encontré con mi amigo Eduardo Heras León, quien había dejado de trabajar en la fábrica Vanguardia Socialista, después de los traumáticos procesos de finales de los 60; me conocía por mi activa participación en los talleres de literatura que él había impartido en el preuniversitario Héroes de Yaguajay y me comentó que en Letras Cubanas, recién fundada como acuerdo del I Congreso del PCC y donde había comenzado a trabajar, había vacante una plaza de editor en la redacción de Poesía. Me sugirió que una vez graduado, allí podía acercarme más a mi vocación de escritor. Debía ver al director de la editorial, el inolvidable Pablo Pacheco. Después de una breve entrevista con él, me llamaron a los pocos días para otorgarme la plaza y Pacheco me presentó al responsable de la redacción: Raúl Luis Castillo.
Comencé a preguntar por Raúl Luis, su nombre literario; unos me dijeron que tenía origen campesino y había trabajado como telégrafo en un central azucarero; otros me precisaron que había iniciado su actividad literaria en Camagüey junto al mítico Rolando Escardó y Luis Suardíaz, y que perteneció al grupo literario Tiempo Nuevo. Averiguando más, supe que había conspirado a favor de la Revolución y fue llamado para ser responsable de la página cultural del periódico Juventud Rebelde; había concluido su misión diplomática en la entonces URSS como consejero cultural en nuestra embajada en Moscú, y Letras Cubanas sería su primer trabajo después de una estancia de unos siete años. Tenía publicados dos libros de poesía: Los días nombrados, de 1966, y Las pequeñas historias, de 1968. Confieso que hasta ese momento no había leído nada de su obra, pero una vez que supe que sería mi jefe, corrí a buscar esos dos cuadernos en la Biblioteca Nacional. Pensé encontrar a un poeta de temas épicos, colmado de énfasis en la gloria de la epopeya revolucionaria, común en la generación de los años 50 a la que pertenecía, o quizás lo que más se propagandizaba.
Para mi sorpresa, ninguno de esos libros era épico ni trataba de historias de guerra, ni sus testimonios marcaban el discurso central de la Historia de entonces. La poética de Raúl Luis oscilaba entre un lirismo que había asimilado el bucolismo de nuestros mejores románticos y un tono coloquial cercano al de Ernesto Cardenal en sus epigramas. En ambos volúmenes había un esmerado trabajo con el lenguaje: en el primero, breves canciones matizaban el sentido campestre e intimista y exhibían expresiones sensoriales como “enjambre de mariposas” y “olor a tierra mojada”, la flora y la fauna se recreaban en la noche lluviosa…; en el segundo, se recopilaban admirables retratos y escenas que modelaban la adaptación del hombre del campo a una ciudad más populosa y extensa. Bajo cierta magia, se tejían testimonios con poemas que aludían al posible trabajo clandestino: sus poemas “El hombre rana” y “Ejercicio mental” lo demuestran. Lo ficcional poético se infiltraba de lleno en las historias cotidianas bajo cierta melancolía o nostalgia, empeñado su autor en mostrar un espíritu antirretórico ante la emoción poética. Distanciado de líneas temáticas más o menos oficiales u oficialistas, Raúl se alejaba de una parte de los temas centrales del discurso de los poetas de su generación. Tenía voz propia.
Tres poemarios suyos aparecieron durante los primeros años 80, en el tiempo en que trabajé con él: Versos del buen querer, 1980; La serena lámpara, 1981, y El resplandor de la panadería, 1982. Si sus dos primeros cuadernos de finales de los 60 los leí para conocerlo como poeta, estos los fui disfrutando cuando todavía estaban “calientes” de su salida del linotipo. No pocos poemas los tenía escritos desde hacía algún tiempo, pero no los había dado a conocer. En ellos se establecía definitivamente su estilo, que no renunciaba al intimismo lírico combinado con el lenguaje conversacional que suponía un contenido muy objetivo; sin embargo, al emplear su lenguaje de elaborada ficción y valiosos recursos como sus heterónimos ─que terminaron por establecerse dentro de su obra─, parecía predominar la subjetividad. Podía ser descubierto cierto influjo martiano y el juego intertextual lezamiano, en que se unían historia local de la patria junto a la poesía universal: nos invitaba a una reflexión de lo que somos en el mundo. Estas nuevas conquistas de su estilo fortalecían una sólida poética. La superación moderna en medio de su crisis tuvo un acento notable con otra música de las estrofas tradicionales con métrica y rima.
La décima, utilizando sobre todo la técnica del encabalgamiento ─que por entonces se puso de moda y fue como una epidemia─, no “sonaba” igual y ni siquiera se parecía a la renovación de Eugenio Florit en las vanguardias; este nuevo ritmo ajeno al paso acompasado de un potro por las sabanas como en las tradicionales, o las culteranas de Florit, estaba señalando un nuevo camino. Sus amigos, el Indio Naborí, Adolfo Martí y Raúl Ferrer, andaban juntos en esta renovación de la espinela y los siguieron otras promociones y generaciones posteriores como José Manuel Espina, Ricardo Riverón, Rodolfo de la Fuente o Pedro Péglez, un camino prolongado hasta hoy. Los tres libros que vieron la luz mientras trabajábamos juntos podrían clasificarse ahora, cuando tenemos una plataforma histórica para mirar atrás con mayor certeza, como libros de transición hacia la construcción de una nueva etapa de su estilo. Por aquellos años me mostraba entusiasmado el nacimiento de un raro texto: El cazador, que marcó definitivamente su madurez como escritor.
En las fiestas que con cierta frecuencia celebrábamos bajo cualquier pretexto en la Editorial Letras Cubanas, mientras Radamés Giro ─al frente de la redacción de Arte─ cantaba canciones del filin acompañándose con su guitarra, y Francisco López Sacha ─jefe de la redacción de Narrativa─ entonaba baladas de Los Beatles como si tuviera un micrófono en la mano, Raúl Luis leía taciturno los poemas que integrarían los heterónimos de El cazador. Daysi Valls, por entonces al frente de la redacción de Teoría y Crítica literarias y jefa de mi amigo Virgilio López Lemus ─a quien por entonces un crítico mencionara como V. López─, le hacía la segunda voz en los “Versos del buen querer”, del buenazo Gil Toribio, uno de sus más populares heterónimos: “Si parezco sospechoso / De no ser aquel poeta, / Ampárame la silueta / Y piensa que soy dichoso” (Raúl Luis: El cazador, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1986).
Algunos poemas dejaron un recuerdo perdurable, como el impecable soneto endecasílabo de 1914 de Pastor Urrutia Moreno, heterónimo integrante de la revista Caracol del Grupo de Yaguajay, “Ah, maravilla, el rostro amado vuelve”; o las insólitas décimas de 1916 del mismo autor, que le dio continuidad al tema expuesto en el soneto “El sitio existe, es hermoso”. Este ambiente y mundo creado fueron tan provechosos para la melancolía, que después el poeta Raúl Luis da a conocer una composición homónima en que se revela la ansiedad por los sitios perdidos, solo encontrados en la imaginación de lo vivido. En aquellas fiestas, en que a veces venían a tocar José Antonio Méndez y hasta Leo Brouwer ─en un aniversario “redondo” escuchamos memorables danzones interpretados al piano y al bajo por Odilio Urfé y su hermano Orestes, respectivamente─, reinaba la alegría, pero casi nunca faltaban los evocadores poemas de Raúl, entre tragos y piscolabis.
En la calle G nos visitaban frecuentemente algunos amigos del bardo de Tamarindo, quien para puntualizar mejor su lugar de nacimiento, especificó después que había nacido en el Cafetal de Rojas. Me llamaba la atención que se tratara de poetas de estéticas y generaciones muy diferentes, como el reconocidísimo Indio Naborí, el inquietante Rafael Alcides y el joven Luis Rogelio Nogueras, Wichi. Entre ellos y Raúl se fraguaba algo misterioso que no podía acertar. El Indio llegaba con su impecable guayabera blanca de mangas largas y conversaba sobre la importancia del encabalgamiento en la décima para su renovación, con el propósito de buscar un ritmo y un espíritu diferente en el poema, después de que la estrofa se instalara definitivamente en América Latina. Alcides, desbordado y concluyente, argumentaba sobre la desaparición definitiva de los géneros en literatura y lo demostraba con numerosas obras que venían anunciando la posmodernidad. Wichi se aparecía tarde, casi siempre venía en taxi, sacaba su vanity para empolvarse y ver si estaba bien peinado, y entraba con alguna extraña noticia, generalmente una broma; le traía a Raúl algún dato nuevo que discutían para un libro que evidentemente estaban construyendo entre los dos, o al menos esa había sido mi apreciación hasta ese momento.
Wichi había obtenido el Premio David de Poesía de la Uneac en 1967 por el cuaderno Cabeza de zanahoria; con su amigo Guillermo Rodríguez Rivera publicó la novela El cuarto círculo, en 1976; Y si muero mañana había obtenido un éxito notable en Cuba y en el exterior, y Ediciones Unión le publicó Las quince mil vidas del caminante, un texto fabuloso. Un día de 1981 llegó con la noticia de que había ganado el Premio Casa de las Américas con su memorable Imitación de la vida; creímos que era una broma más, pero resultó ser cierto. Con el entusiasmo de Raúl y el mío, tuve el placer de editar en 1983 el ingenioso título El último caso del inspector, un intenso adiestramiento para mí por sus intertextualidades, aunque a veces temiera buscarme problemas con algún autor aludido que no entendiera el juego. En el proceso de edición me di cuenta de qué trataban aquellos misteriosos conciliábulos entre Raúl y Wichi en el único buró de la redacción de Poesía: al poema “Celos”, que supuestamente había escrito el heterónimo Pastor Urrutia Moreno de Raúl, se le confirmaba otro autor en el libro de Wichi; esta vez se trataba del italiano Giovanni Cino, una pista de un tal profesor Raimundo Prats ─mezcla de Raimundo Lazo y José Prats Sariol─, llevado a una investigación de Raúl que realizaba con la supuesta revista Caracol. Posteriormente Wichi corroboró que la verdadera identidad de Giovanni Cino era la de su heterónimo el Dr. Zen. Todo un mundo de intertextualidad mezclado con los apócrifos poetas, que dejaba al lector cubano listo para uno de los juegos más fantasiosos del mundo de la posmodernidad. Los pioneros en Cuba en desarrollar a principios de los años 80 esta experiencia creativa fueron Raúl Luis y Luis Rogelio Nogueras. La diversión era constante.
No fue solo este ejemplo. Alcides incorporó la noveleta inconclusa “Un caballo, dos hombres y una mujer” en el libro que Raúl gestaba. Por ese tiempo estreché amistad con ambos. Coincidimos en el trabajo y en casa de Alcides en varias ocasiones, a propósito de ser el editor del célebre y popular Agradecido como un perro. Del poeta de Barrancas se habían dado a conocer tres libros en los años 60: Himnos de montaña, 1961; Gitana, 1962, y el memorable La pata de palo, 1967. Por los años 70 se le silenció y ahora estaba dispuesto a ser publicado con un nuevo libro que recogía diversos poemas inéditos de los 60 y 70. Yo tenía solo poco más de 30 años y mi amistad con ellos tuvo mucho de aprendizaje, especialmente cuando edité La generación de los años 60, en que Raúl invitó a Suardíaz como compilador y a Eduardo López Morales como prologuista. Con todos, pero especialmente con Raúl, obtuve informaciones de primera mano que todavía no se han contado por escrito.
A Raúl Luis no solo lo admiré como poeta o como maestro, sino que aprendí de asuntos profundos y complejos de la ética laboral, a conocer verdaderamente a las personas a partir no de sus discursos públicos o privados, sino de lo que han hecho y su ejemplo cotidiano; lo respeté como jefe inteligente y comprensivo, exigente y respetuoso. Le agradecí que junto a varios jóvenes me presentara por vez primera en las publicaciones con la antología Seis a la mesa, y posteriormente, que facilitara mi primer poemario, Tergiversaciones. Luego me fui a cumplir misión internacionalista militar en la República Popular de Angola, y al regreso comencé a trabajar en la Editorial Arte y Literatura como subdirector. No nos veíamos todos los días. Tampoco es posible contar todas las anécdotas que tengo con él, sería interminable, y algunas están clasificadas para no hacerlas públicas. Más que todo eso, lo he apreciado como aliado o consultor cercano en una época, a pesar de que dejé de trabajar a su lado y que ya nos llamamos poco. Una vez me pidieron hablar de él y no sabía que lo habían invitado y lo tenían oculto; allí dije lo que hoy ratifico: Raúl es para mí, por sobre todas las cosas, un amigo entrañable.
Deje un comentario