Foto: Caricatura de Luis Rogelio Nogueras.
Recuerdo a Luis Rogelio Nogueras (Wichy) siempre pulcro, enfundado en su habitual chaqueta de mezclilla de aquellos años 80, con la sonrisa prudente y el saludo tenue, algo así como un John Lenon caribeño. Era ya, dentro de la prestigiosa nómina de autoras y autores cubanos de ese tiempo, una figura respetada y querida, diría, muy querida, en especial por los jóvenes. Gozaba entonces de gran celebridad dentro de la literatura policial cubana. Escribía novelas, a veces con uno de sus grandes amigos, Guillermo Rodríguez Rivera.
En medio de la avalancha de títulos policiales criollos de aquellos tiempos, los lectores supieron distinguir, sin embargo, lo «bueno» de lo retórico y repetitivo. Como sucedía con Daniel Chavarría –otro de los insignes de la época en el subgénero–, la calidad de las ficciones de Wichy (El cuarto círculo, Y si muero mañana) se sustentaba en la creación de tramas bien urdidas, amenas, que apelaban al ingenio del lector, con discursos muy cuidados, personajes desenvueltos, más apegados al universo ficcional, a lo humano, con matices no comunes en el resto de los escritores; diría que cierta dosis de poesía diferenciaba sus historias.
Sin desdorar esta labor, pienso que en realidad Wichy era (y es) reverenciado especialmente por su poesía, por la novedad, la frescura y osadía que imprimió a su decir, pensar y hacer poéticos, desde su revelación en 1967, con solo 23 años, al obtener (compartido con Lina de Feria, otra gran poeta de su generación) el fundacional Premio David con Cabeza de zanahoria.
Es este un libro impresionante; inaugura en Cuba un quehacer poético que, salvo en el propio Nogueras, no tendrá continuidad hasta los años 90, me refiero a la poesía que posteriormente llamaríamos «posmoderna».
Sobre una base coloquial, nunca abandonada del todo por el poeta, los versos de este libro originarían una nueva sensibilidad, a tono con las ansias y los sentimientos de los jóvenes de aquellos años y los del futuro. Roberto Fernández Retamar lo observó en su momento y lo reafirmó tiempo después: Cabeza de zanahoria, escribió, «se lee hoy (he vuelto a hacerlo) como lo que ya entonces fue: uno de los libros importantes aparecidos en la Cuba revolucionaria». Lo confirma este hermoso Cumpleaños: Se quita el enorme sombrero de cartón y saluda/ reverente:/ entran los pequeños marqueses pintados,/ los indios, su amigo del espacio. Todos llevan/ sus gorros, sus enormes sombreros de cartón,/ sus pelucas empolvadas./ Los cachetes revientan a las ocho/ y los globos rojos./ Besa a Jacinta,/ su Jacinto oloroso en el pelo./ Recibe este día la pistola de palo, el merengue en / la boca, la luz de los ojos enormes de Jacinta/ y otros regalos en pleno corazón.// Se rompe la piñata. En el suelo todos luchan/ por los dulces, los pitos./ Él recoge la flor,/ levanta los ojos y avanza temblando hacia Jacinta,/ con la pistola de palo en la mano,/ con un año más le roba un beso,/ se pone rojo como un globo./ Dispara.
O esta fina confesión coloquialista: Ahora sé/ que el poema, antes de ser las líneas trazadas / con prisa, / es la conversación en el café, / la sonrisa azul de Blanca Luz, / la muerte de este hombre, / el apretón de manos o la vida entre dos. (Arte poética, estrofa inicial) Confesión que cierra en otros versos memorables: Nerval se acercó con una tiza y escribió con letra temblorosa: / Su cadáver estaba lleno de mundo / Desde el fondo, Vallejo sonreía sin descanso pensando en el futuro,/ mientras una piedra inmensa le tapaba el corazón y los papeles. (El entierro del poeta). A sus 55 años, Cabeza de zanahoria permanece con su lozanía primigenia.
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