Leves y desafiantes, los pétalos descendían a contraluz y se posaban como alas de mariposa, en su memoria. Era una lluvia de flores deshechas, un torrente de adelfas, bugambilias, rosas y girasoles que volaban desde los balconcitos de torneadas barandas, los portales elevados, las escaleras precipitadas a la calle y las estrechas aceras de la ciudad estremecida.
La niña lo recuerda como presenciar de súbito un arco iris. Todo el sentimiento de la ciudad iba en aquella lluvia de pedacitos de flor, en la insolencia tremenda y tierna de aquel gesto. Era un riesgo asumido con la certeza del peligro, pues en la penumbra de las habitaciones, los jardines interiores, las salas de las casas, los patios floridos, al abrigo de las arcadas y los techos coloniales, y también afuera, de plaza en plaza, de camino en camino, de mercado en mercado, de callejuela en avenida y de parque en parque, ya todos los habitantes de la capital de Oriente conocían el horror y la masacre en el cuartel. Los cadáveres aparecían por dondequiera y eran el triste y doloroso testimonio de la fiera represión.
La niña que miraba al cielo y veía caer la lluvia de flores no entendía aun lo que estaba sucediendo, pero percibía el desafío claro de la catarata de seda y colores que era el lenguaje afectuoso con que los santiagueros demostraban su adhesión a los jóvenes que solo unas semanas atrás habían atacado los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes. El ómnibus bufaba calle arriba de tanto peso, de tantos militares en custodia de unos muchachos detenidos, de tanta arma desplegada, de tanto miedo expresado en desborde de efectivos sintiéndose acechados, amenazados, hostigados o temerosos de quienes simplemente eran trasladados de la cárcel de Boniato a la Audiencia para participar en el juicio que los inconstitucionales y los golpistas; los esbirros de la dictadura seguían a los que entonces soñaban con que José Martí en su centenario perdurara, en la vida misma de una república de dignidad para todos los buenos. El ómnibus, se perdía después, en la nube de pétalos que le envolvía al pasar.
Quien recuerda la historia es ahora una mujer mayor y narra su emoción como viviendo de nuevo aquel torrente de cariño, admiración y olor con que los habitantes de Santiago abrazaban a los héroes.
Al escucharla no pregunté su nombre, pero la imagino sensible y uno de esos seres imprescindibles que mágicamente habitan entre nosotros con una sencillez pudorosa. Esa tarde de charla prometí que escribiría sobre el desafío olvidado y ahora le cumplo. Pienso en los pétalos de Santiago y recuerdo el aplomo y la determinación con que muchos de los mambises luchaban en las guerras de independencia. Ellos lo hacían poniendo la piel a las balas del máuser y terminaban venciendo por la pujante decisión con que embestían, inspirados en la pasión libertaria y el desprecio a la opresión. Incontables fueron los soldados del Ejército Libertador que iban desarmados al combate y el ruido que les acompañaba era solo el del roce de las vasijas desoladas atadas a la cintura, mientras avanzaban en medio del fuego.
Ilustración: Isis de Lázaro.
Deje un comentario