Una canción periodística para Marta Valdés


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Recién llegado de Venezuela, el 28 de agosto de 2019, sin quitarme el polvo de Martí con el que 138 años atrás él había fecundado el camino de Caracas, pregunté en las calles de Playa cómo se iba adonde estaba la casa de Marta Valdés. Después de varios tanteos digitales, iniciados por ella, la Maestra quería conocerme, así que emprendí la marcha embargado por una zozobra que no se me quitó jamás, ni siquiera cuando la charla en su sala dio paso a mi deslumbramiento. La vi directamente por única vez, cosa de hora y pico, pero en adelante nunca dejó de estar conmigo.

Es lo primero que pienso ahora que, tras la noticia de su muerte, compruebo que WhatsApp borró insensiblemente mensajes en su voz que hubiera querido repasar. Por fortuna, hay recuerdos que nada puede borrar.

Nunca terminaré de explicarme —seguramente tomó al respecto una licencia poética— por qué una primera figura del arte, que tocó las cuerdas del pecho a millones de terrícolas, reparó en los garabatos de un periodista bastante desconocido, pero Marta Valdés no solo lo hizo, sino que complementaba esa audacia inédita con una sugerencia que en su voz sonaba a mandato terminante: “¡Escribe, Enrique, escribe…!” o con un pedido que, más que solicitar, otorgaba: “¡Mándame textos que leer!”.

No tengo dudas de que ella sabía que la mejor manera de estimular mi teclado era regalarme parte de los libros que había escrito, no solo por el peso específico de su autógrafo, sino por una razón más profunda: ella tendría que ser consciente de la enorme calidad de su prosa. Al hojearlos —con “h” y sin ella— comprendí que esa amiga inesperada me había matriculado en otra academia de periodismo, con muy afinada profesora.

Aquella tarde de asombros, tras un café compuesto en sus manos que sabía a bolero, Marta me obsequió los libros Palabras (Ediciones Unión, 2017) y La cuerda al aire (Ediciones Matanzas, 2018), que presentan en ese orden crónicas de música y otras artes y estampas autobiográficas contadas, y cantadas, por esas guitarras con nombre propio —la Mulata, Mariposa, la Blanca, Tunera, Lola Conde, la Japonesa…— que cambiaron su mundo y el nuestro desde el día de 1945 en que, a sugerencia de la vecina y profesora de música Francisqueta Vallalta, la madre de la niña le compró y puso el instrumento en sus manos.

El tiempo pasó y voló una pandemia sobre el mar. Las interacciones quedaron en manos de los teléfonos móviles, pero el contacto jamás se apagó. Aunque alguna vez refirió su condición física —“tengo que cuidar a una viejita”, me decía de sí misma, con humor—, hace no tanto, el 28 de febrero de este año, Marta Valdés envió una amiga a mi trabajo con el encargo de llevarme su Horario abierto (Ediciones Matanzas, 2021) para trocarlo por dos ejemplares de mis Trazos venezolanos, uno para ella y otro para su hermana Edilia, cómplice de sus lecturas, como siempre me decía.

Al cabo, ante la recia personalidad periodística de esas crónicas de vida y creación no pude menos que sentirme mal: libros por libro, libras por libra, había timado a quien tanto respetaba. Escrito sucintamente: su periodismo avergüenza al mío.

No tiene nada que ver con la muerte; en todo caso, con la sobrevida: desde hace mucho tiempo, Marta Valdés asentó en la prensa cubana —periódico Revolución, La Gaceta de Cuba, Cubadebate, Granma…— crónicas, artículos, comentarios… tan elevados en el campo comunicacional como altas son sus canciones en el paisaje del pentagrama.

Era pleno feeling para el verso musical y para la prosa analítica. Más que carrera estudiada, en su caso Filosofía y Letras conformaba un don personal. Como Nicolás Guillén, que por razones obvias es el ejemplo más alto, Marta demuestra en presente, con su anchurosa obra, que la distancia creadora entre los artistas auténticos de la UNEAC y los columnistas profundos de la UPEC puede ser aún menor que la escasa separación física que guardan las calles H e I del Vedado habanero donde unos y otros tienen su sede.

Marta Valdés firmó una obra sensible en música, periodismo y relaciones humanas

Quizás nos conocimos un poco tarde —realmente me sentía muy viejo frente a ella y ahora que ha partido no tengo dudas de que soy el más muerto de los dos—, pero en seguida me di cuenta de que en toda mi vida no había visto muchos patriotas del tamaño de Marta Valdés.

Tanto como su guitarra, le acompañó hasta el final una sonora preocupación por Cuba que ahora susurro sin música desde la Canción desde otro mundo impresa en una de las postales que me regaló: “Quiero esta isla donde a veces/ el año dura tantos meses/ y tropezar/ por donde voy/ pero saber quién soy”.

Los cubanos tenemos que saber muy bien qué hacer con el legado de los juncos caídos de la nación. Marta Valdés ha dejado, a su patria nuestra, mucho más que canciones irrepetibles. Musa del feeling, fue también reina en el género vital del sentimiento —en castellano y hasta en “cubano”— comprometido para con todo su pueblo.

Tanto como los musicales y personales, Marta Valdés deja también un legado periodístico

Esta crónica es del todo personal, así que tengo que compartir el testamento favorecedor que, de su puño y letra, escribió para mí Marta Valdés. Volvamos a su casa, a aquella tarde de agosto de 2019. Junto con los libros y las tres postales, la Maestra me regaló unas hojas de block atadas por un delicado lazo color rosa. Sobre las líneas, su armoniosa caligrafía, pero no eran suyas las palabras. ¡La Maestra había copiado, completa, una crónica larga que yo había publicado en Juventud Rebelde! Marta confiesa, en uno de los títulos que me regaló: “Constantemente copio lo que otro escribió y siento como mío…” ¡Ojalá fuera el caso!

De tal suerte, conservo “Los continuos Lepanto de Cervantes” en un formato que jamás preví y con significaciones que antes no pude imaginarle. Es, desde entonces, su crónica mía.

Además de otra estatua de su humildad, recuerdo el pasaje y conservo las hojas con la idea de que pude tener pura suerte… la ventaja de llevar un apellido que Marta Valdés pareció amar: lo amó en Pablo, el bayamés, y en sus retoños de vida y creación y lo amó en José Jacinto, el bardo matancero al que preguntó en una canción: “… no sé si usted alguna noche me ha confundido/ con un fantasma/ cuando la niebla es densa sobre la ciudad/ y yo camino”.

¿Qué podría preguntarle, Maestra, este Milanés camagüeyano si no tiene maneras de confundirla?


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