François Marie Arouet (1694-1778), conocido como Voltaire, fue dos veces encarcelado por la monarquía francesa y deportado a Inglaterra por una pelea con un caballero. Su humor irónico y la sátira zumbona agotaban la paciencia de los poderosos y los grandes escándalos que ocasionaba su obra en la rancia sociedad feudal francesa, causaba escozor en no pocos prepotentes. Aprovechó el destierro para analizar y asimilar el pensamiento científico y el liberalismo clásico que los ingleses respiraban. Como había estudiado leyes y defendía la tolerancia religiosa, se buscó muchos problemas en Francia con el rey y la Iglesia católica, los dos poderes mayores de su época. Hay asuntos en la historia de los pueblos que quedan pendientes y se repiten una y otra vez en diferentes épocas, aunque de diferente manera: Jean-Paul Sartre, muchos años después, por los años 60 de la centuria pasada, provocó una encendida polémica por su apoyo a la causa emancipadora del pueblo argelino; sin embargo, nunca lo encarcelaron a pesar de que algunos consejeros se lo sugirieron al general Charles de Gaulle, presidente de Francia entre 1959 y 1969; cuentan que el pragmático mandatario advirtió: “No se encarcela a Voltaire”. Por supuesto, se trataba de Sartre, De Gaulle y Voltaire.
¿Por qué Voltaire causaba tanta animadversión entre sus enemigos? Una respuesta rápida puede ser el humor, que a todo mandante le cuesta tener, pero lo más importante fue la forma de usarlo. Sus escritos literarios y filosóficos penetraban en la naturaleza humana para indagar y cuestionar el pacto social recién esclarecido por el joven Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), pero en este caso, bajo efectos letalmente burlescos y satíricos. ¿Por qué sus poderosos enemigos no encarcelaron para siempre al filósofo? Una respuesta apurada podría ser que fue un hombre riquísimo, uno de los mayores rentistas de Francia, mas una ampliación nos conduce a pensar que como buen conocedor de las leyes, podía resultar peligroso “cuquearlo”, porque podía salir mal parado quien lo hiciera: poseía capital real y simbólico para defenderse, además de conocimientos para hacerlo en una corte. Su obra intermedia entre la literatura de ficción y una escurridiza narrativa de viajes y aventuras recién inaugurada, reflexión filosófica y pensamiento ingenioso cargado de agudo filo, ensayismo político y social, discurso que apelaba lo mismo a la conciencia jurídica que a la búsqueda de la justicia partiendo de la compleja condición de los seres humanos, historias y cartas o informaciones y descripciones casi siempre con seudónimos, no lo hacía culpable, a pesar de su sistemática y corrosiva destrucción de las bases del Antiguo Régimen y de su expresión realista de la sociedad europea en pleno ascenso de la burguesía.
En medio de una lucha ideológica y de ideas que pugnaban por establecerse, era difícil inculpar a Voltaire, a pesar de que no pocas veces rozaba el límite de lo permitido. Se dio cuenta de que no todo estaba tan bien como se afirmaba, ni se vivía en el mejor de los mundos posibles, como aseguraba constantemente uno de sus personajes principales, Pangloss, en un escenario de ideas beligerantes entre señores feudales y burgueses o entre protestantes y católicos; disyuntivas entre métodos cartesianos y empiristas, contradicciones entre judíos y jesuitas, y de estos últimos y jansenistas; corrientes filosóficas de sensualistas, escépticos, epicúreos... Voltaire odiaba tanto a los judíos como a los curas, invertía en la especulación financiera, el nuevo negocio inaugurado en la modernidad, y ganó mucho dinero descubriendo las nuevas reglas del juego para hacerse millonario. Combatió el fanatismo y la intolerancia, y eso lo llevó a disputas constantes en una sociedad ardorosamente fanática y fervientemente intolerante, porque se había formado machaconamente en un ideologismo desmesurado. Estaba persuadido de la importancia de las costumbres de los pueblos, aunque a veces no las entendiera, y como fundador de la Ilustración, potenció su espíritu mediante un conocimiento esencial, mucho más atractivo que cualquier doctrina. Vivió el momento en que el irracionalismo religioso y político ya no se podía sostener con sus postulados anticientíficos, por lo que la Iglesia y la naturaleza divina de los reyes entraron en crisis ante el avance de las revoluciones científico-técnicas impulsadas por la burguesía.
Voltaire fue contradictorio y sarcástico, entusiasta y sentimental. Algunos han afirmado que, incluso, generoso. Posiblemente haya sido el sector de los pensadores del Iluminismo francés el que más lo haya hecho trascender, y no los postulados de la estética, pues su obra intentó condensar temas eternos del ser humano, más allá de su tiempo; sin embargo, Gustave Flaubert, uno de los grandes narradores del siglo xix, después de leer Cándido le reconoció a su autor la “garra de león” de un novelista. Su producción literaria exhibe una escritura ingeniosa; con tendencia a la generalización filosófica y teniendo en cuenta el discurso histórico, no se olvidaba del empleo de los recursos estéticos, a partir de sucesos fortuitos que podían cambiar cualquier destino, fórmula muy repetida desde antaño y a veces olvidada por el racionalismo burgués. Escribió tragedias, como Mahoma o el fanatismo, prohibida en Francia. Fueron importantes sus ensayos filosóficos como Discurso sobre el hombre y Cartas filosóficas, después de su regreso del destierro inglés, en que aseguraba que, si en Inglaterra solo hubiera una religión, su despotismo sería de temer, pero como existían más de treinta, todas vivían armónicamente.
Trató con frecuencia los temas históricos ─Historia de Carlos XII y El siglo de Luis XIV, entre otros─, y quizás fue uno de los primeros biógrafos modernos. Estudios filosóficos como Tratado de metafísica y Elementos de la filosofía de Newton hoy han perdido vigencia, pero el Estudio sobre los hábitos y el espíritu de las naciones todavía resulta de interés, por su apego a lo que conocemos como Sociología. Redactó un Diccionario filosófico en que condensó la esencia de sus ideas filosóficas, morales, políticas y religiosas, y después de un gran escándalo y la quema y prohibición de la obra, intentó demostrar que nada tenía que ver con esas ideas, porque solo había sido su redactor. Realizó un extraño experimento con la narración corta en Micromegas, semejante a los actuales cuentos de ciencia-ficción, adelantándose a mencionar las dos lunas del planeta Marte: Fobos y Deimos. Sería un error dejar a Voltaire solo en manos de los filósofos, y mucho menos entre políticos y clérigos.
A pesar de estas y otras obras publicadas, posiblemente las de mayor interés en el presente sean Cándido o El optimismo (1759) y El ingenuo (1767). La primera, un relato filosófico firmado con el seudónimo de Doctor Ralph y aparentemente traducido del alemán; la segunda, una “historia verdadera” extractada de los manuscritos del Padre Quesnel: Voltaire nunca reconoció la autoría de ambas, cuando la novela aún no existía como género literario.
Me referiré aquí solo a mi última relectura de Cándido o El optimismo. La primera vez que la leí, la tuve como una obra sumamente entretenida y de aprendizaje, pues me obligó a buscar términos y nombres que no conocía. La segunda vez debí analizarla por exigencias de mis estudios universitarios, y descubrí las maravillosas posibilidades del humor y la ironía como arma de exterminio de las más poderosas empleadas por la literatura, sobre todo en las causas de quienes tienen desventajas ante los poderosos; su crítica al optimismo de la Historia, y especialmente a Leibniz, por sus ensayos basados en el “principio de la razón suficiente”, esa “certeza” de que no se produce ningún hecho sin una razón suficiente para que sea así y no de otro modo, y todo sucede para alcanzar el mejor de los objetivos posibles. Voltaire se estuvo riendo de esa tesis a todo lo largo de la obra, y me percaté de que su burla a la Teodicea del alemán, podía ser empleada para ridiculizar otros sistemas de pensamiento basados en lo teleológico, o pretenden que siempre existe solo un solo propósito, como si todo no fuera multicasual, intercondicionado, o como si lo irracional no existiera o el destino constituyera un misterio que nos acompaña a la tumba, individual y socialmente. Ahora, luego de una relectura más reflexiva, me saltan detalles que solo se pueden descubrir y disfrutar con la experiencia de años de vida, y me descubrí riéndome en silencio en varias ocasiones...
Cándido o El optimismo infiltra retratos de personajes que van más allá de la simple descripción y perviven fuera de provincianismos, épocas y lugares, o de la burla de los franceses a nombres y ciertas costumbres alemanas. El sutil manejo mordaz para justificar los compromisos morales en una guerra entre potencias, deja claro que los dos bandos son iguales: la destrucción del otro es consuelo, aunque el vencedor cargue también con otra ruina. Las historias rocambolescas se suceden en el relato, como la dinámica de una protonovela de aventuras muy cerca de lo fantasioso; ellas tributan a la demostración de lo imposible de la tesis de Leibniz. Cualquier lector moderno se da cuenta del eurocentrismo volteriano: resulta lógico que la visión europea del siglo xviii sobre América o África esté permeada de una caricaturización superficial y exótica de otros pueblos, y de una hiperbolización crítica del islamismo: no hay que olvidar que Europa poseía las mejores armas ─acero y pólvora─ para ganar las guerras, y en asuntos de guerra e invasiones, esto es decisivo. La narración enseña que no hay límites en las desgracias, y las calamidades siempre pueden ser peores porque nadie conoce su fondo; la ingenuidad es infinita entre los seres humanos, sobre todo cuando se hace el bien sin conocer qué ocurre después; coexisten visiones contrapuestas de cultura y pueden existir mejores sociedades fuera de Europa, como en el reino jesuita del Paraguay.
Voltaire reitera la obsesiva búsqueda “occidental” del Paraíso o El Dorado, y cae en la misma trampa colonialista de exigir valores de europeos a otros pueblos diferentes, a pesar de que proclamaba tolerancia religiosa y criticaba la sumisión real. Su insistente persistencia por el dinero como solución de todos problemas, raramente se conciliaba con su admiración por el “hombre natural”. Ironizaba sobre los temas académicos ante el mundo real, al igual que sobre la hipocresía de ciertos curas frente a sus creencias verdaderas, burlándose de los exorcistas. En cierto momento el relato se convierte en un alegato crítico contra la sociedad francesa, enmascarado en un viaje de aventuras, poniendo al desnudo el planteamiento de la rivalidad entre la “diabólica” Francia y la “pérfida” Albión, y los choques culturales entre franceses y alemanes. La utopía como meta es enfrentada a la común infelicidad proclamada: nadie es feliz con lo que tiene y todo el poder se basa en la cantidad de dinero poseído. Cándido, joven recto y sencillo, se ha transformado; Pangloss, su preceptor siempre optimista, también; Cunegunda ha transitado por inesperadas penurias, y los tres han tenido destinos increíbles, lejos de lo que creyeron, narrado con variadas formas de ironía: la agria o amarga, y también, la desprovista de cualquier indulgencia. Resalta la incoherencia de los motivos que parecen causas y el absurdo de la sucesión de acciones; sin embargo, todos terminan aceptando el secreto de la sabiduría de los turcos: callarse y cultivar la huerta. En definitiva, llegado un punto en la vejez, eso es lo que practicamos al final de nuestras vidas; sin esa sensatez, se puede hacer el ridículo y se puede meter la pata, o las dos cosas.
Deje un comentario