Vidas cruzadas: Una apuesta por las esencias humanas y espirituales


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La telenovela cubana Vidas cruzadas que bajo la dirección de Heiking Hernández y Fernando Hechavarría en 42 capítulos pasó el Canal Cubavisión de la Televisión Nacional acaba de concluir y muchos telespectadores nos hemos quedado un poco desamparados.

Es que con esta novela transitamos por la incredulidad primero, sembrada por tantos desencantos; la sorpresa luego, a la que siguió la empatía, y terminamos admirando un producto televisivo serio, de buen gusto, con un argumento creíble y un guión sólido, de la autoría de Yamila Suárez, que determina personajes que son individualidades psicológicas muy bien delineadas; con una música creada por el joven virtuoso Alejandro Falcón que conmueve escena a escena, y con actuaciones que rozan la perfección en muchos casos y en la gran mayoría son absolutamente dignas.

En esta fortaleza de Vidas cruzadas, hay que detenerse. Desde que advertimos en los créditos que el extraordinario actor y respetado profesor Fernando Hechavarría era codirector en este proyecto tuvimos esperanzas y fueron bien fundadas; el eterno Nacho Capitán aprovechó al máximo toda su experiencia actoral y docente para fungir como director de actores, pocos lo hubieran hecho mejor.

En esta faena alcanzó, y eso es evidente, un resultado pocas veces conquistado por las interpretaciones en productos similares de la televisión cubana, al punto —y sin intención alguna de ofender— que actores que en otros proyectos tuvieron un desempeño fallido, aquí lograron convencer con actuaciones orgánicas y naturales, y comunicaron un mundo interior con la emotividad que generan sus conflictos individuales, lo cual es muy válido, por supuesto, para aquellos que encarnaron excelentes cometidos.

La naturalidad es una de las características de Vidas cruzadas. Desde el propio guión que establece códigos de conductas cotidianas de los cubanos, y específicamente de los habaneros, genuinas en su accionar, la novela presenta al espectador circunstancias probables y reconocibles y propicia así la identificación con los personajes.

Claro que no es una novela perfecta, ninguna obra humana lo es, y si algo pudiéramos decir que falta son las penurias cotidianas, pero de eso hemos tenido y tenemos bastante. Es cierto que el nivel de vida no denota carencias, las casas son buenas, están pintadas; hay carros y motos; «cuenta propistas»; desayunos como Dios manda, casa en la playa; fincas hermosas…, pero eso no es lo que importa de esta narración televisiva, aunque sinceramente se agradece la belleza —en actores, locaciones y exteriores—, la luminosidad, la limpieza y la falta de escaseces materiales.

Por todo esto esta propuesta permite respirar a pesar de que el ambiente que plantea está enfrascado en severos y profundos conflictos humanos, pero en el que no se descubren atisbos de maniqueísmo pues los personajes son como los individuos reales, llenos de contradicciones, dudas, errores, temores, pero en los que predomina la bondad y la virtud de la verdad; de errar y rectificar, de ofender y pedir perdón.

La familia es una protagonista cardinal de Vidas cruzadas pues el discurso narrativo subraya la ineludible obligatoriedad de la unión de esta para encarar los peligros de sus componentes, cualesquiera que sean, y este es un canto importante; si bien las novelas no son acciones docentes, y esta no tiene nada de didáctica, sí hacen marcas, a veces bien hondas en el telespectador a través de las emociones que genera.

Centrar la mirada en las esencias humanas y espirituales, sin distraerse en lo que se sabe, es un acierto; es una apuesta que bien viene a un presente donde pareciera que las actitudes que muestra no abundan, porque las otras, la disfunción familiar, la falta de solidaridad y de respeto al derecho ajeno, la violencia, la mentira, el robo, la estafa, la corrupción y el abuso, se ven más porque duelen mucho, pero no son condición mayoritaria: los buenos somos más.


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