Usa entonces mi mano una vez más, hermano mío,
de nada les habrá valido matarte y esconderte
con sus torpes astucias.
Toma, escribe: Lo que me quede por decir y por hacer
Lo diré siempre contigo a mi lado.
Solo así tendrá sentido seguir viviendo.
Julio Cortázar: «Mensaje al hermano»
Era costumbre del Che en su vida guerrillera anotar cuidadosamente en un diario personal sus observaciones de cada día. En las largas marchas por terrenos abruptos y difíciles, en medio de bosques húmedos, cuando las filas de hombres, siempre encorvados por el peso de las mochilas, las municiones y las armas, se detenían un instante a descansar, o la columna recibía la orden de alto para acampar al final de fatigosa jornada, se veía al Che —como cariñosamente lo bautizaron desde el principio los cubanos― extraer una pequeña libreta y, con su «letra menuda y casi ilegible de médico, escribir sus notas. […] Lo que pudo conservar de esos apuntes le sirvió luego para escribir magníficas narraciones históricas de la guerra revolucionaria en Cuba […]». 1
Las que en estas palabras, tras evocar su génesis, Fidel llamó «magníficas narraciones» son, por supuesto, estos Pasajes de la guerra revolucionaria que Casa de las Américas publica como parte de nuestro homenaje al Che en el trigésimo aniversario de su caída. Para esta edición, la más completa de las obras hasta ahora, hemos contado con el generoso auxilio de Aleida March, a cuyo cuidado se encuentra el Archivo Personal del Che. Ella no solo nos transmitió valiosas sugerencias, sino que a partir del ejemplar en que el Che hizo modificaciones a la primera edición, las ha incorporado a la actual. 2
La gran mayoría de estos textos apareció inicialmente a partir de febrero de 1961, en forma de crónicas (por lo general con el título colectivo Pasajes de nuestra guerra revolucionaria), en la revista del Ejército, Verde Olivo, donde el Che dio a conocer también muchos otros materiales suyos. A mediados de 1962 Nicolás Guillén y yo lo visitamos, a nombre de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, con el fin de recoger su autorización para recoger las crónicas ya publicadas en un libro que editaría la Unión. Cuando le informamos de nuestro propósito, el Che estuvo de acuerdo.3 Hablamos después de otras cosas, y de repente, para mi sorpresa, Guillén sacó un modelo de ingreso a la UNEAC, se lo dio, y le pidió que lo llenara. El Che, no obstante admirar mucho a Nicolás, rehusó llenarlo, diciéndole que no se consideraba escritor. Tercié en la conversación explicándole que seguramente Nicolás no pensaba hacerle la solicitud en sus versos, que al parecer el propio Che no apreciaba demasiado, sino en textos como los que nos habían llevado allí, y donde él se revelaba un evidente escritor, si bien no un escritor al uso. Pero tampoco mi argumentación lo hizo variar de criterio.
No era un comentario de circunstancia el que le di a conocer. Mi opinión sobre esas crónicas la expuse en artículo a propósito de «La creación artística en la Cuba revolucionaria» que publiqué poco después de aquel encuentro. Como todavía no se había hecho habitual la denominación «testimonio», utilicé otra, «reportaje», teniendo en cuenta obras sin duda conocidas por el Che como México insurgente y Diez días que estremecieron al mundo, de John Reed; y al Sartre (también conocido por el Che) que, al final de su famosa presentación de Les Temps Modernes, dijera:
La capacidad de captar intuitiva e instantáneamente los significados y la habilidad para reagrupar estos en forma que se ofrezcan al lector conjuntos sintéticos inmediatamente descifrables constituyen las cualidades más necesarias de un repórter y también las que reclamamos a todos nuestros colaboradores. Sabemos, por otra parte, que entre las pocas obras de nuestra época que tienen garantizada la supervivencia, se encuentran varios reportajes […]. 4
He aquí lo que escribí en aquel artículo de 1962:
[…] es lógico que la inmediatez del hecho histórico pueda ser captada sobre todo por el género literario que de ello vive: el reportaje […] un escritor de primero orden en su línea ha ido dando a conocer ya sus experiencias: Ernesto Che Guevara. No solo en La guerra de guerrillas, cuyo valor literario suele pasarse por alto: también en las crónicas de la guerra que ha ido publicando en revistas y diarios, y que la Unión de Escritores y Artistas editará en forma de libro. Hay allí una nueva literatura, caracterizada por su despreocupación de toda moda literaria, y su apego escueto, y por lo mismo conmovedor, al hecho real.5
Al incluir esta obra en la colección que la Casa de las Américas dedica a los clásicos de la literatura latinoamericana, ratificamos que para nosotros tal es la jerarquía de aquella. Desde su aparición la consideramos «entre las pocas obras de nuestra época que tienen garantizada la supervivencia». Los años transcurridos desde entonces, a pesar de inevitables cambios de paradigmas, no nos han hecho variar ese criterio.
Voy a detenerme en la condición de escritor que no fue ajena al Che. En carta a Ernesto Sábato de 12 de abril de 1960, le comunicó que en la época en que leyó el ingenioso y alfabético libro de este Uno y el Universo (Buenos Aires, 1945), «para mí era lo más sagrado del mundo […] el título de escritor». La natural desacralización de ese título que el che iba a experimentar no le impidió, entre otros hechos, la deferencia de su trato a Sábato en dicha carta. Lo que creció en el Che fue el énfasis en lo político al enjuiciar de modo ríspido a la «intelectualidad», como se puso de manifiesto en esa carta a Sábato; y también en la que un lustro después envió a Carlos Quijano y sería conocida como El socialismo y el hombre en Cuba: en esta última, habló de «intelectuales y artistas». Pero aquel énfasis suyo en la perspectiva política no fue óbice para que objetara a fondo, en El socialismo y el hombre en Cuba, al realismo socialista, esa nefasta caricatura nacida de una polarización forzada, de los que el propio Che llamó allí «el escolasticismo que ha frenado el desarrollo de la filosofía marxista», «un dogmatismo exagerado». 6
Por otra parte, el Che, quien desde muy temprano, ávido de saber y aventura, fue lector voraz y omnívoro así como viajero impenitente,7 escribió versos, cartas, diarios, relatos de viajes, narraciones, artículos, notas críticas, semblanzas, ensayos; pronunció discursos, participó en paneles, concedió entrevistas. En todas estas ocasiones se manifestó como un intelectual informado y complejo, y reveló una indudable voluntad de estilo, si vale usar la ya no frecuente expresión. Fue por tanto, también, un escritor.8
Un singular ejemplo de su conciencia de escritor la ofrece su relación con los versos. Frecuentó a numerosos poetas, desde clásicos hasta modernos, como José Hernández, Baudelaire, Martí, Darío, Machado, León Felipe, García Lorca, Guillén, Hikmet, Vallejo, Neruda, Otero Silva, Miguel Hernández, Mir y muchos más. Las huellas de algunos son perceptibles en sus propios poemas, la mayoría hechos en su juventud pero que de modo espaciado siguió produciendo hasta sus últimos días, y son aún parcialmente conocidos. Tenía una sensibilidad en carne viva para la poesía. Lo que da valor especial al hecho de que no diera a publicar ningún verso suyo: con excepción de los del «Canto a Fidel», enviados a la prensa por manos amigas (lo que no le satisfizo), todos los que se le conocen aparecieron póstumamente. Es imposible no ver en esto una manifestación de su rigurosa autocrítica: el 21 de agosto de 1964 le escribió a León Felipe «del poeta fracasado que llevo dentro». En efecto, sus versos no son lo más logrado de su obra literaria: si bien, junto con la compasión revolucionaria, la exigencia moral y la sed de justicia, la visión poética estuvo en el Centro de su obra, de su vida.
Cuando el Che publicó estos Pasajes, ya se conocía buena parte de su producción verbal. No solo era el autor de textos que anunciaban La guerra de guerrillas (1960), y de ese mismo libro, cuya evidente finalidad ancilar no borra por obligación sus rasgos literarios; también, de artículos y discursos variados. En ellos, la función utilitaria la acompañaba con frecuencia un pathos no por sobrio menos real, trenzado en su obra con una agudeza analítica y un humor irónico que habrían de encontrar más fortuna entre sus comentaristas que aquel pathos.
La manera como el Che redactó los Pasajes es reveladora de su trabajo literario. En las líneas iniciales del prólogo evoqué cómo un testigo de excepción lo presentó, durante sus días cubanos bélicos, tomando notas apresuradas en su Diario, al calor de los acontecimientos inmediatos: notas sobre las que escribiría más tarde sus narraciones. Solía grabar estas últimas, hacerlas transcribir y retocar luego las transcripciones (no es extraño que ellas conservaran la calidad de lo oral). Se piensa en la conocida observación de Wordsworth según la cual la poesía es la emoción recordada en tranquilidad. El hombre de acción inextricablemente unido al intelectual dejaba constancia, como en ráfagas, de los hechos vividos; el escritor, el artista (aunque no solo él), a partir de esas ráfagas, elabora luego sus piezas. Martí, «supremo varón literario» al decir de Alfonso Reyes, ofreció el caso excepcional de un Diario de campaña, de impresionante hermosura en su edición prístina.
Con escasísimas excepciones, quienes leímos en su aparición inicial aquellos Pasajes ignorábamos que no era la primera vez que el Che procedía de manera similar; y, por razones obvias, todos ignorábamos que no sería la última. La aparición en 1992 de un libro que mucho antes de los Pasajes el Che había preparado casi en su integridad (no se ha encontrado la parte final), echó nueva luz sobre su proceder literario. Tal libro se editó en La Habana y Madrid, prologado por Cintio Vitier, con el título Notas de Viaje (tomado de su archivo personal): título que obviamente no se debe al Che. Se trata de una evocación de su primer viaje por nuestra América entre diciembre de 1951 y agosto de 1952, junto con su amigo Alberto Granado, quien publicó su versión en Con el Che por Sudamérica (La Habana, 1986). También en aquella oportunidad el Che fue tomando cotidianamente apuntes sobre los acontecimientos de su vida, ya bien inquieta, aunque todavía no guerrillera. Y al preparar una obra sobre el viaje, dio nueva forma a dichos apuntes.9 Así, por ejemplo, explicó: «El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra argentina, el que las ordena y pule, “yo”, no soy yo, por lo menos no soy el mismo yo interior. Ese vagar sin rumbo por nuestra “Mayúscula América” me ha cambiado más de lo que creí» (pp.17-18). Y más adelante: «ahora, a más de un año de aquellas notas…» (p.64). El hecho, pues, de basarse en notas tomadas de prisa, y darles luego nueva forma mediante el procedimiento literario de ordenarlas y pulirlas, se reveló en esta obra diez años antes de los Pasajes, como observó Vitier. EL volumen juvenil no tiene aún la consistencia de estos últimos, lo que acaso determinó en el che que la aparición de aquel fuera al cabo póstuma, al igual que la de sus versos. Tampoco quien lo hizo era todavía el Guevara maduro: aunque ya le complacía que lo llamaran «che» (véanse las páginas 46, 76,102). Pero el estilo del hombre, como el hombre mismo, estaba más que en agraz en esa obra temprana.
Guevara elaboraría después otra muestra de esta vertiente de su faena: el libro Pasajes de la guerra revolucionaria. El Congo, escrito por él a partir del Diario que llevara cuando en 1965 se trasladó al país africano para participar en su lucha. El título no puede indicar de modo más elocuente el vínculo que el Che estableció entre esta obra y la que había publicado en 1963 sobre su experiencia guerrillera cubana. Y no me refiero solo a vínculos estilísticos. Tal título común apunta a su concepción de la guerra revolucionaria (así en singular) como un deber antimperialista de liberación que atañe a los condenados de la tierra en su conjunto («crear dos, tres… muchos Vietnam es la consigna», proclamó en su «Mensaje a la Tricontinental»), lo que puso de manifiesto nuevamente al ir a pelear a Bolivia.10 Si bien los Pasajes del Che relativos al Congo no han sido publicados aún en su totalidad,11 ya se conocen muchas páginas suyas, citadas en un libro sobre sus experiencias en aquel país.12
En consecuencia, es necesario reconocer la importancia, dentro de la producción intelectual del Che, del tipo de obra que encarnan sus primeros Pasajes de la guerra revolucionaria. Hace tres décadas expuse que no eran consideraciones intelectuales las únicas que movía al Che a escribirlo, en esa magnífica prosa suya, seca y coloquial. Era también el artista quien lo escribía. Allí no se generalizaba, sino se ponía a la mano, la memoria sobre lo concreto. Pues si se trataba de demostrar la guerra revolucionaria como realmente era, con su violencia, su grandeza, su dolor y su constante afrontamiento de vida y muerte, se trataba sobre todo de subrayar siempre los principios que la animaban, así como la transformación que iban experimentando en su interior los seres humanos, al contacto profundo de unos y otros, contacto que iba fusionando a citadinos y serranos. Y al relacionar a este libro con el anterior suyo, La guerra de guerrillas, consideré que mientras este era una guía para la acción, su osamenta, los Pasajes eran el cuerpo mismo de esa acción, con los seres humanos individualizados, heroicos o vacilantes sublimes o mezquinos: y siempre verdaderos. Para el Che fue básico ese vínculo entre teoría y práctica. Así como no es posible justipreciar su obra teórica sin tomar en cuenta el esencial humanismo del autor, revelado también en su sensibilidad artística, tampoco es posible calibrar la obra suya en que es más perceptible esa sensibilidad si la separamos del cuerpo de ideas por las cuales vivió y murió. Una y otra son el anverso y el reverso de una unidad indestructible en él.
En conferencia que en 1964 María Rosa Oliver ofreció en la Casa de las Américas sobre «La literatura de testimonio»13 (y que quizá pesó en que un lustro después la institución acordara convocar, por primera vez en la historia, a un premio de testimonio),14 aquella afirmó:
En la Argentina ha habido […] un lenguaje escrito que no difería del hablado por una persona culta, y este lenguaje sencillo y coloquial fue el que adoptaron los que escribían únicamente con la finalidad de dar testimonio. Y justamente es la falta de pretensiones literarias la que ha conservado lozano como ninguno el estilo de Lucio V. Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles, y la que hace lucir como escritas hoy algunas páginas de la historia argentina, de Vicente López.
Y de inmediato añadió a esta curiosa observación:
Diré también, para ser justa, que en estos días me hallé sumida de manera inesperada en esa prosa inconfundiblemente característica de ciertos, de contadísimos argentinos, nacidos en hogares terratenientes, al leer los Pasajes de la guerra revolucionaria de Ernesto Che Guevara. Espero que él, que ha contribuido tan magníficamente a que la revolución entregue la tierra a quienes la trabajan, me perdonará lo de «terrateniente».
Varias cosas deben ser dichas a propósito de esas palabras inteligentes y alguna vez risueñas. En primer lugar, ellas obligan a recordar los vínculos de Guevara con la Argentina, vínculos sobre los que todavía hay cosas que averiguar. El Che (vocablo que por sí solo es revelador) partió del país donde nació, con veinticinco años: muchos más que los que tenía cuando fue desterrado de Cuba Martí, a quien no obstante su ecumenismo es imposible ver desvinculado de su país natal. Y aunque tras su primer viaje por tierras latinoamericanas el Che escribiera que «ese vagar sin rumbo por nuestra “Mayúscula América” me ha cambiado más de lo que creí», lo que indudablemente fue cierto; y aunque él iba a cambiar todavía más de resultas de otras experiencias, se impone saber cómo era, cómo había sido formado aquel que cambió, y qué permaneció vivo de su formación inicial a través de sus inmensos avatares. Algo se ha dicho sobre esto. Por ejemplo, Michael Löwy conjeturó que Aníbal Ponce pudo haber influido en la concepción humanista del Che.15 Y se han añadido otros aportes.16 Pero, como dije, hay aún cosas que averiguar. Sin en su aludida carta a Sábato, le confesó «que pertenezco, a pesar de todo, a la tierra donde nací y que aun soy capaz de sentir profundamente todas sus alegrías, todas sus esperanzas y también sus decepciones», cuando el 9 de agosto de 1961, en conferencia de prensa ofrecida en Montevideo, se le preguntó por su nacionalidad, el Che respondió: «Tengo el sustrato cultural de la Argentina y me siento tan cubano como el que más, y soy capaz de sentí en mí el hambre y los sufrimientos de cualquier pueblo de América, fundamentalmente, pero además de cualquier pueblo del mundo». Ese irrenunciable sustrato cultural y esa nueva nacionalidad conquistada (no solo la cubana, sino la americana y aun la de los pobres de la tierra todos) se revelarán siempre, fecundándose mutuamente, en su obra madura: por ejemplo, en el mensaje que dirigió a los argentinos con quienes en 1962 se reunió en La Habana para celebrar el 25 de mayo.
En segundo lugar, hay que matizar las líneas de Oliver, aclarando que no era que el lenguaje al que ella se refirió tuviese «falta de pretensiones literarias», sino que sus aspiraciones literarias eran distintas de las hegemónicas en su circunstancia, las cuales, como suele ocurrir, reclamaban para sí, allí y entonces, el ser consideradas dueñas exclusivas o privilegiadas de la literariedad; y que la prosa desembarazada que ella comentó no implicaba que sus autores hubiesen nacido por obligación en hogares terratenientes: no nació en uno de ellos, para poner un ejemplo mayor, Sarmiento, cuya soberbia escritura contribuyó a que el Che lo llamara «uno de esos meteoros que cruzan de vez en cuando la faz de un pueblo para perderse en el recodo del camino, pero dejando siempre el recuerdo de su destello».17 Sin embargo, las matizaciones (sic) hechas no niegan validez a lo dicho por María Rosa.
Jorge Luis Borges había opinado en 1941 que en Argentina «el siglo XIX produjo una excelente prosa, una escritura apenas modificada de su lenguaje oral; el siglo XX parece haber olvidado ese arte, que perdura en muchas páginas de Sarmiento, de López, de Eduardo Wilde».18 Cuatro años antes, en el prólogo a la Antología clásica de la literatura argentina que el propio Borges seleccionó junto con Pedro Henríquez Ureña (Buenos Aires, 1937), ya se leía que los autores argentinos nombrados y otros del siglo XIX, a raíz de la Revolución de Mayo, «tenían que poner a prueba sus teorías en la acción; tenían que vivir la filosofía que profesaran; la literatura intervenía en las contiendas políticas. Eso da a la obra de aquellos escritores […] extraordinaria fuerza vital».
Esta última cita ¿no hace penar en la obra literaria del Che? Respondamos al grande y desesperanzado Borges que el siglo XX de su país, como supo detectar María Rosa Oliver, no había olvidado ese arte, patente en Guevara. Y este no careció de coterráneos que en su siglo lo precedieran o acompañaran en la producción de una escritura «de extraordinaria fuerza vital». Baste recordar a rioplatenses como Horacio Quiroga (ya sabemos que Uruguayo), Arlt, Martínez Estrada o, sobre todo, el Rodolfo Walsh de obras como Operación Masacre (Buenos Aires, 1957), esa «novela sin ficción» anterior a la de Truman Capote A sangre fría. En la excelente entrega que la revista Nuevo Texto Crítico dedicó al autor de ¿Quién mató a Rosendo?, cuando David Viñas trazó las líneas diacrónica y sincrónica en que consideraba que debía ubicarse a Walsh, tales líneas implicaban también al Che, llamado por Viñas, en su artículo, «emergente generacional». 19
Solo que el Che alcanzó a hacer del ya vasto horizonte sanmartiniano un horizonte mundial. Debido a ello, también los cubanos podemos considerarlo (y así hacemos) dentro de una literatura y un pensamiento que él asumió, con pasión y lucidez, de Martí a Fidel, pasando por Guillén, Carpentier, Roa, Pablo de la Torriente y muchos otros. Por ejemplo, Diana Iznaga Beira escribió:
Desde el punto de vista literario, y ciñéndonos a su obra testimonial, Ernesto Guevara se incorpora a una de las más significativas corrientes de nuestra literatura [la cubana], aquella que surge y se desarrolla en campaña, en lucha y como parte de ese combate por la independencia y la soberanía nacionales. En este sentido, Che revitaliza el género, lo actualiza y promueve su desarrollo al publicar sus Pasajes de la guerra revolucionaria, en tanto su Diario de Bolivia pertenece a la vertiente más inmediata, íntima y sincera de la literatura de campaña entre cuyos textos máximos, por su calidad estética, se encuentra el diario de José Martí, con el cual se eslabona de manera directa. 20
Pero más allá tanto de su innegable sustrato cultual argentino como de su no menos innegable condición ulterior de cubano, para valorar su obra, en cualquiera de sus manifestaciones, hay que remitirla a aquel horizonte mundial. Lo que al Che se le debe en ejemplo, en acción, en ideas, es harto sabido. Sin ánimo polémico alguno, concluiré reiterando, al frente de esta edición de sus primeros Pasajes, que el fue también el Che Guevara de nuestra literatura. 21
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1 Fidel Castro: «Una introducción necesaria» a Ernesto Che Guevara: Diario en Bolivia, Obras 1957-1967, t. I, La Habana, Casa de las Américas, 1970, p. 437.
2 La primera edición de esta obra (que abarcó desde «Prólogo» y «Alegría de Pío» hasta «El Combate de El Hombrito» y «El Patojo») se terminó de imprimir en La Habana, por las Ediciones Unión, el 8 de mayo de 1963. Pero entre la visita que a mediados de 1962 Nicolás Guillén y yo le hicimos al Che para pedirle que nos permitiera hacer el libro, y su publicación inicial (y también, como era previsible, después de tal publicación), el Che siguió dando a conocer en Verde Olivo, hasta noviembre de 1964, otras crónicas sobre la guerra. Ellas (y algunas anteriores) se recogieron en la que vino a ser la segunda edición de la obra, que apareció en el séptimo y último tomo (Pensamiento Guerrillero) de El Che en la Revolución Cubana. La importante compilación así llamada, de tirada sumamente restringida, acopió materiales del Che producidos por él en relación con el proceso revolucionario de cuba hasta que en 1965 salió del país a pelear en «otras tierras del mundo». Aunque la compilación no ofreció indicaciones, se imprimió en La Habana en 1966 por el Ministerio del Azúcar. Lleva un bree prólogo de Orlando Borrego Díaz, quien estaba entonces al frente de tal Ministerio y había acompañado al Che desde los tiempos de la guerra en el Escambray hasta los del Ministerio de Industrias. A los textos recogidos en la primera edición, esta añadió otros (no solo aparecidos inicialmente en Verde Olivo, sino algunos en Humanismo), pero no incluyó «El combate de Mar Verde». Una tercera edición del libro vio la luz en el volumen Obra revolucionaria, del Che, que a instancias de Haydée Santamaría preparé con destino a la Editorial Era, de México, en 1966, aunque su impresión solo concluyó poco después de la caída del Che: el 30 de noviembre de 1967. Para la realización de esta tarea me fue de gran valor la ayuda recibida n la biblioteca Nacional José Martí por Israel Echeverría. Además, en una dilatada conversación que accidentalmente tuve con el Che en marzo de 1965, y que por el honor que fue para mí he mencionado en otras ocasiones, él me comunicó algunas ideas que había ido desarrollando sobre la estructura del libro. Por ejemplo, que el trabajo sobre «El Patojo» no era un «Pasaje», sino la semblanza de un compañero, y que en todo caso debía ir en un «Apéndice». Creí interpretar tales ideas, y proceder por analogía, cuando ordené el libro, incluyéndole además otros materiales, en el volumen mexicano nombrado. Y fui algo más lejos al compilar las Obras 1957-1967 del Che en dos tomos que la Casa de las Américas terminó de publicar uno el 18, y otro el 23 de julio de 1970. La de esas Obras iba a quedar como la forma establecida del libro, con un enriquecimiento que le aportaron Juan J. Soto y Pedro Álvarez Tabío, editores de los Pasajes dentro de los Escritos y discursos del Che, tomo 2 (La Habana, Editorial Ciencias Sociales, septiembre de 1972), al añadir varias cartas del Che relativas al tema: cartas también aparecidas en las mencionadas Obras, pero que sin duda es conveniente ver en relación con los Pasajes… Ese criterio me ha llevado a sumar ahora otras cartas relativas al tema de este libro. Como ya se hizo en la edición de Era y en la de Obras, los materiales están ordenados según la cronología de los hechos a que se refieren. Y en esta nueva ocasión, se indica cuándo aparecieron todas las crónicas por primera vez.
3 Como resultado de ese acuerdo, el Che dio su título definitivo al libro, revisó las planas últimas y se las devolvió a Guillén añadiéndole al final unas líneas humorísticas. Conservé durante un tiempo esas planas, hasta que las entregué a Haydée Santamaría con destino al Museo de la Revolución. Sin embargo, supe después que el 16 de junio de 1964 el Che había escrito a Ezequiel Vieta: «Nunca quise que [el libro] se publicara fragmentario, pero no me hicieron caso […] Espero que algún día pueda comentar la historia completa de esos dos años de verdadera epopeya que tuve la suerte de vivir». Según se dice en la nota, ediciones sucesivas recogieron los nuevos textos del Che.
4 Jean Paul Sartre: ¿Qué es la literatura?, trad. de Aurora Bernández, Buenos Aires, Lozada, 1950, p.23.
5 Roberto Fernández Retamar: «La creación artística en la Cuba revolucionaria», «La cultura en México», Siempre!, México, 8 de agosto de 1962.
6 Ver Adolfo Sánchez Vázquez: «El Che y el arte», Casa de las Américas no. 169, julio-agosto de 1988.
7 Ver al respecto dos libros que el padre del Che, Ernesto Guevara Lynch, confeccionó con comentarios suyos e importantes documentos del propio Che: Mi hijo el Che (Barcelona, Planeta, 1981) y Aquí va un soldado de América (Buenos Aires, Sudamericana/Planeta, 1987).
8 Ver entre otros: Graziella Pogolotti: «Apuntes para el Che escritor», Casa de las Américas, no. 46, enero-febrero de 1968; Vera Kuteischikova y Lev Ospovat: «La literatura en la vida de un revolucionario. (Para un retrato de Ernesto Guevara)», Casa de las Américas, no. 104, septiembre-octubre de 1977; José Antonio Portuondo: «Notas preliminares sobre el Che escritor», Capítulos de Literatura Cubana, La Habana, 1981.
9 No pocos de esos apuntes iniciales aparecieron en el libro de Guevara Lynch Mi hijo el Che (citado en la nota 6). Por dicho libro se sabe que desde adolescente el Che solía llevar diarios de sus viajes, y cuadernos de apuntes de sus lecturas.
10 No parece aventurado pensar que, de haber sido posible, el Che, a partir del Diario que llevó en este país, hubiera escrito un tercer tomo de Pasajes de la guerra revolucionaria.
11 Con posterioridad a la publicación de este prólogo, en el año 2009, la editorial Ocean Sur y el Centro de Estudios Che Guevara, publicaron de forma íntegra los Pasajes de la Guerra Revolucionaria. Congo. (N. del E.)
12 Paco Ignacio Taibo II, Froilán Escobar y Félix Guerra: El año que estuvimos en ninguna parte. (La guerrilla africana de Ernesto Che Guevara), Buenos Aires, editorial Colihue, 1994.
13 María Rosa Oliver: «La literatura de testimonio», Casa de las Américas, no. 27, diciembre de 1964, pp. 3-11.
14 Ver Jorge Fornet: «La Casa de las Américas y la “creación” del género testimonio»; y Ángel Rama y otros: «Conversación en torno al testimonio» (1969), Casa de las Américas, no. 200, julio-septiembre de 1995.
15 Michael Löwy: La pensé de Che Guevara, París Maspero, 1970, p.19.
16 Por ejemplo, además de los libros de Guevara Lynch mencionados en la nota 6, ver Claudia Korol: El Che y los argentinos, Buenos Aires, Ediciones Dialéctica, 1988.
17 Ernesto Guevara: «Apuntes de lecturas», Casa de las Américas, no. 184, julio-septiembre de 1991, p. 20.
18 Jorge Luis Borges: «Prólogo» a Antología poética argentina, compilada por JLB, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Buenos Aires, 1941, p.11.
19 David Viñas: «Rodolfo Walsh, el ajedrez y la guerra», Nuevo Texto Crítico, no. 12-13, julio 1993-junio 1994, p-19. El número, coordinado por Jorge Lafforgue, incluye entre otros trabajos valiosos una inteligente defensa hecha por Ricardo Piglia de la compleja obra de Walsh.
20 Diana Iznaga Beira: «Che Guevara y la literatura de testimonio», Universidad de La Habana, no. 232, mayo-agosto de 1988, p. 164.
21 Me han sido muy útiles la Bibliografía cubana del Comandante Ernesto Che Guevara compilada por Araceli y Josefina García Carranza (La Habana, 1987), y su complemento aún inédito, así como la ayuda prestada por la primera, de la Biblioteca Nacional José Martí.
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