"Quisiéramos ver desperezarse a esta Asamblea y marchar hacia delante, que las Comisiones comenzaran su trabajo y que este no se detuviera en la primera confrontación. El Imperialismo quiere convertir esta reunión en un vano torneo oratorio en vez de resolver los graves problemas del mundo, debemos impedírselo. Esta Asamblea no debiera recordarse en el futuro sólo por el número XIX que la identifica".
Con estas palabras, tras saludar al Presidente y a los miembros recién ingresados a la Organización, inició Ernesto Che Guevara su memorable discurso ante el Plenario de la ONU el 11 de diciembre de 1964.
Nótese la fecha. En aquellos años y durante mucho tiempo después, era una muy respetada tradición que ya las Comisiones hubieran terminado sus labores y que sus resultados fuesen examinados en plenaria de modo que la Asamblea pudiera poner fin a su trabajo antes de la semana navideña.
Pero en 1964, en diciembre, la Asamblea estaba aun en su fase inicial, que normalmente agotaba en la primera semana de octubre y era destinada al llamado "debate general" la casi siempre tediosa sucesión de discursos de los jefes de delegaciones. Ese año no se había hecho nada más. Gracias a una sinuosa, extraña, "negociación", se había arribado a un consenso: no se tomaría ninguna decisión que requiriese votación para evitar una grave crisis que amenazaba incluso con la liquidación de la ONU.
El bloque liderado por Estados Unidos pretendía privar a la URSS y a sus aliados del derecho al voto alegando que estaban en "mora financiera" (adeudar al presupuesto de la ONU una cifra superior a dos cuotas anuales) al negarse a pagar por la operación que puso fin a la vida de Lumumba y a la independencia del Congo como ya hacían respecto a los gastos incurridos por la guerra de Corea. Siendo ambas acciones ilegales, contrarias a la Carta de San Francisco, era correcto negarse a costearlas y que lo hiciera sólo sus únicos beneficiarios, los imperialistas.
Estados Unidos, dicho sea de paso, ha disfrutado siempre de un insultante privilegio en materia financiera, paga menos de lo que debería conforme a su capacidad pues su cuota tiene un tope y la diferencia la asumen otros países. Pero, aún más relevante, por ser la sede de la Organización, es el mayor beneficiario de ese presupuesto y del de todos los estados miembros que se ejecutan en la ciudad de Nueva York donde miles de funcionarios y empleados tienen que vivir, trabajar, mantener viviendas y oficinas.
El XIX Período de Sesiones de la Asamblea es recordado ciertamente por esa "crisis". Pero mucho más por la presencia del Che y sus palabras del 11 de diciembre que fueron como un aldabonazo que estremeció un ambiente sometido al silencio, paralizado por el chantaje y la inercia. Otras voces habrían querido decir lo que él dijo, pero no se sentían capaces de ello. Su voluntad se expresaría, eso sí, en la interminable ovación que siguió a esas palabras, cuyo eco aun palpita en la gran sala y en los corredores del imponente edificio.
Comenzó el Che abordando el tema de la coexistencia pacífica, cuestión que en la época provocaba un debate muy intenso en el seno del movimiento revolucionario, en la academia y en el mundo político en general. Ante este asunto él asumió una posición radical y la expuso en una síntesis admirable. La coexistencia no podía ser sólo entre los poderosos, sino que debía abarcar a todos los estados, grandes o pequeños, poderosos o débiles. Al mismo tiempo debería ser entendida sólo como una norma que regiría la conducta estatal —el respeto a las diferencias y la aceptación a convivir armoniosamente, sin confrontaciones— y no podía extenderse al ámbito social, al de las relaciones entre explotados y explotadores. Era un tema que en 1964 tenía una significación muy especial, planteaba disyuntivas, caminos a elegir en una encrucijada que decidiría el curso de una época. El discurso ofrecería un programa para salir adelante, se convertiría en un manifiesto para la generación que irrumpía con ánimos renovadores y sueños que reclamaban una estrategia asentada y un liderazgo capaz de luchar hasta conquistarlos.
Ante todo, lo que la prensa solía identificar como Indochina. Hacía muy poco, en la primera semana de agosto, se había producido el denominado incidente del Golfo de Tonkín una más en la serie de mentiras y manipulaciones que pueblan la historia del imperialismo. Según el Pentágono sus naves dislocadas allí habían sido atacadas por la República Democrática de Viet Nam desatando una fiebre guerrerista que condujo, en una semana, a la autorización congresional para extender el conflicto. Comenzaron los bombardeos masivos e indiscriminados contra el norte de Viet Nam, se intensificó la intervención yanqui en el sur y se extendió a Laos y Cambodia. Empezaba, a gran escala, una guerra que solo terminaría, a mediados de la década siguiente, con la humillante derrota de los invasores.
En Estados Unidos, la lucha contra el racismo y por la igualdad racial, impulsada por las movilizaciones para aplicar la Ley por los Derechos Civiles recién promulgada, confluiría con el movimiento estudiantil por la paz que ganaría fuerza en la resistencia contra el servicio militar que obligaba a los jóvenes a matar y morir en una guerra que no era suya.
La tragedia del Congo y el vergonzoso papel desempeñado por la ONU exigía la más urgente solidaridad. Che la reclamó con energía en un discurso que abordó también la situación en las colonias portuguesas y en Suráfrica, Namibia y otros territorios africanos sometidos al colonialismo y al racismo. Nadie fue olvidado. Tampoco los pueblos que en el Caribe luchaban por su independencia como Puerto Rico y la Guyana que cargaba aun con el apellido impuesto de "británica".
A Puerto Rico dedicó espacio adicional rindiendo homenaje a Pedro Albizu Campos, muerto algunos meses antes tras haber pasado casi toda la vida encerrado en prisiones yanquis y sometido a viles torturas. El Che expresó con claridad meridiana nuestro compromiso con la independencia de Puerto Rico concretado además, con la presencia, junto a él, de Laura Meneses, viuda de Albizu, y Juan Juarbe y Juarbe, veterano dirigente del nacionalismo boricua, ambos funcionarios de nuestra misión permanente e integrantes de la delegación cubana ante la Asamblea General.
Para América Latina 1964 era también un año decisivo. Inspirado en gran medida por la exitosa experiencia de la Sierra Maestra varios movimientos guerrilleros atraían la atención, especialmente en Colombia, Guatemala y Venezuela. El primero, tenía su origen en la guerra civil surgida del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán en 1948; el segundo, tenía sus raíces en el derrocamiento por la CIA del gobierno democrático de Jacobo Arbenz y la implacable represión de sucesivas tiranías proyanquis, el tercero, era consecuencia de la violencia contrarrevolucionaria de un régimen que Washington imaginó podría levantar como alternativa al ejemplo cubano. El Che llamó a dar a esos pueblos la más plena solidaridad. Sin medias palabras declaró que "las Revoluciones no se exportan" pero, cuando los pueblos deciden por sí mismos emprender ese camino, apoyarlos es un deber ineludible.
El imperialismo, por su parte, nunca ha dejado de exportar la contrarrevolución. En 1964 alcanzaba su punto culminante la campaña para aislar y destruir el proceso iniciado por Cuba en 1959. A cinco años de la victoria de enero, Washington había logrado que la OEA ordenase a todos sus miembros romper relaciones con Cuba. La misma OEA que guardó silencio cómplice ante la masacre del pueblo panameño, perpetrada por las tropas yanquis en enero del 64, causante de una indignación colectiva que obligó al gobierno del Istmo —por demás fiel servidor del imperio— a suspender, en solitario, sus vínculos diplomáticos con Estados Unidos.
La imposición del cerco diplomático a Cuba —que llegó a ser total, con la única excepción de México— acarreó consecuencias muy graves para los pueblos latinoamericanos. Para alcanzar ese objetivo Estados Unidos promovió el derrocamiento de gobiernos democráticos y la instalación de las peores tiranías. Ese período tenebroso de nuestra historia se inició el 31 de marzo de 1964 con el golpe de estado que puso fin en Brasil al gobierno popular de Joao Goulart y la instalación en ese país de una dictadura fascistoide que jugaría un nefasto papel en la promoción ulterior de regímenes semejantes. Apenas cinco semanas antes del discurso del Che, una camarilla militar reaccionaria destituyó en Bolivia a Víctor Paz Estenssoro e instaló una brutal tiranía que el propio Che enfrentaría después hasta su muerte heroica.
La ofensiva antidemocrática de Washington se expresó con toda crudeza en abril de 1965 cuando sus tropas invadieron la República Dominicana para impedir la reinstalación en el gobierno del profesor Juan Bosch, primer presidente electo democráticamente en ese país y que había sido derrocado por órdenes del imperio.
Al cerco diplomático que entonces alcanzaba su clímax, el imperialismo sumaba otras medidas que presagiaban una agresión militar directa, mientras preparaba grupos mercenarios en Centroamérica, Panamá y Puerto Rico; multiplicaba sus vuelos de espionaje con los aviones U22; intensificaba las provocaciones desde el territorio usurpado por la Base de Guantánamo —1323 en 340 días incluyendo 78 en que sus marines dispararon contra nuestras posiciones, como sucedió el 19 de julio cuando asesinaron al compañero Ramón López Peña; y Washington acababa de quitarse la careta "humanitaria" prohibiendo la venta de medicinas y suministros médicos a Cuba. Todo lo cual fue denunciado allí por el Che.
Ironías de la vida, allí mismo, en el edificio de la ONU, se manifestó esa conducta criminal. La explosión alarmó a funcionarios y empleados que abandonaron precipitadamente sus oficinas. La noticia ocupó espacio en la primera plana del New York Times, que al día siguiente ofreció detalles reveladores. Desde el otro lado del río alguien había disparado contra la sede de las Naciones Unidas empleando un bazuca que, según el prestigioso diario, solo está disponible para las fuerzas armadas. Notorios personajes del exilio batistiano saludaron el acto terrorista sólo lamentando que hubiese fallado su objetivo.
Después se supo que el autor del ataque era un grupúsculo radicado en New Jersey dirigido por un tal Novo Sampoll, cabecilla de los autores de numerosas fechorías contra los cubanos en New York. El señor Novo continuó, en total impunidad, su carrera criminal. Además de numerosos atentados contra nuestros funcionarios en la ONU, participó después en el asesinato en Washington de Orlando Letelier, y fue apresado en Panamá, junto a Luis Posada Carriles, cuando intentaron matar a Fidel y a estudiantes y profesores en la Universidad de Panamá por lo que guardaron prisión hasta que la señora Moscoso, "Presidenta" de ese país, los indultó. Novo vive hoy tranquilamente en Miami y se ocupa de las faenas paramilitares de la llamada Fundación Nacional Cubanoamericana (FNCA).
El Che advirtió que Cuba seguiría resistiendo, prevalecería frente a sus enemigos y anunció que también lo harían los pueblos a los que convocó a multiplicar la lucha y la solidaridad. Su discurso concluyó en un gran final que llevó al mundo entero la letra y el espíritu de la Segunda Declaración de La Habana.
Después vinieron las réplicas. Por la tribuna desfilaron, timoratos y torpes, varios voceros de regímenes latinoamericanos que hace rato fueron a reposar en el basurero de la historia y alguien que habló a nombre de Estados Unidos (esa vez el embajador Stevenson prefirió callar). El Che respondió a cada uno en una contrarréplica inolvidable.
A uno de aquellos que deploró que Cuba se hubiese apartado de la "órbita occidental", le repuso: "Órbita tienen los satélites y nosotros no somos satélites. No estamos en ninguna órbita, estamos fuera de órbita".
Y a todos, con total sinceridad, sin aspavientos, advertía lo que sería su destino:
Si no se ofenden las ilustrísimas señorías de Latinoamérica, me siento tan patriota de Latinoamérica, de cualquier país de Latinoamérica, como el que más y, en el momento en que fuera necesario, estaría dispuesto a entregar mi vida por la liberación de cualquiera de los países de Latinoamérica, sin pedirle nada a nadie, sin exigir nada, sin explotar a nadie.
Cuando pronunció esas palabras él preparaba ya la misión internacionalista que cumpliría hasta el final. Quienes tuvieron el privilegio de escucharlo no imaginaron que por él hablaba la Historia.
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