Sin levantarse el telón y a capela, Tony Ávila canta: “Solo quiero en mis canciones tu presencia”. Del otro lado del escenario hay casi cinco mil personas que le confirman la frase. Teatro “Karl Marx”, La Habana. Es 22 de febrero de 2020 y afuera llueve. Sin embargo, la gente está allí.
La cortina levanta y deja ver un simulacro de reguero hogareño, de casa en construcción. Hay andamios, paredes, ventanas, una puerta y sacos de cemento, ubicados entre el trovador y su grupo, quienes construyen, desde hace diez años, una carrera artística que el público agradece y sigue. En una esquina del escenario está una lámpara de pie, encendida con una tenue luz amarilla.
Por la casa escenificada pasarán más tarde Lazarito Valdés, Vania Borges, Jorgito Kamankola, Vocal Sampling, entre otros. Pero ahora, apenas inicia el concierto, entra Ray Fernández. El equipo de filmación del espectáculo junto a los utileros llevan cascos de constructores. Montan un bar y Ray se ubica en una esquina de la barra. Tony en la otra punta e interpretan “Necesito un bolero”, entre tragos de ron para ahogar en alcohol las penas de los amores perdidos.
Los “albañiles” entran y salen todo el tiempo del escenario. Filman. Toman fotos. Ponen paredes nuevas, sillas, micrófonos, mientras atrás quedan canciones como “Babalawo”, “El fruto”, “Habana”, con César López en el saxofón, o el coro exaltado del público en “Nada más triste”, tras la frase que a Tony siempre le funciona para que la gente tararee: “El que cante más alto me lo llevo de gira”.
Entre temas de sus primeros discos En tierra (2011) y Timbiriche (2013), Tony Ávila incluye en su concierto, para celebrar la década de formada la agrupación que dirige, canciones del más reciente fonograma Atrapasueños (2018). Durante el tema homónimo a este último disco, el baterista del grupo improvisa.
Después lo harán cada uno de los instrumentos: el saxo, la guitarra, los tambores, el bajo. Rita –sentada a mi izquierda– me dice: “El de la conga siempre es el niño inquieto de la casa”. Y Mandy mueve las baquetas en un frenesí. A sus espaldas hay uno de los cuatro andamios al final del escenario. Los sacos de cemento están apilonados a su derecha, mientras una base de ladrillos apoya la batería.
Los constructores colocan tres sillas, una mesa de mantel rojo, un búcaro sobre una banqueta. Las canciones siguen andando. A la casa le aparecen nuevos bríos, como si cada acorde representara el paulatino paso del tiempo. Los temas que se componen y la música compartida durante una década son, en definitiva, el hogar donde Tony y su grupo han crecido.
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Omara Portuondo apareció tras los bastidores. Dobló el torso y tocó el suelo con la punta de la mano, como un guiño de que, con 90 años, aún puede hacerlo. Cantó, junto al trovador, “Lágrimas negras”.
–Contigo me voy, mi negro, aunque me cueste la vida –le decía. Y en verdad, ninguno de los dos se quería dejar.
Después le siguieron temas como “Mundo de los más”, “Madre”, “Timbiriche” y la popular “Choza de Chacho y Chicha”. Y entre el sofá, las butacas, la carretilla y los materiales de la construcción, el trovador interpretó la canción que el público siempre le pide: “Micasa.cu”.
Durante todo el concierto cambió los muebles de la casa, el color de las paredes, el florero, y jamás se dañó la estructura. Bajó entonces, de lo hondo del escenario, la bandera cubana, inmensa. Y la gente –que no cambia esta casa por ninguna, porque en ella están las cosas que más quiere– se puso de pie.
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Afuera la parada está vacía. El concierto duró tres horas. Son la 1:08 am y espero la ruta P1, que demora; los taxis duplican su tarifa después de la medianoche. “Y aunque en mi casa me siento contento hay cambios que mi casa necesita”, tarareo.
Otros cantan “a Chacho lo que más le gusta de Chicha”; “timbiriche, yo no quiero que Cuba se muera vendiendo en un timbiriche”… Entonces recuerdo cuando, hace unos días, conversé con el trovador por teléfono y me dijo: “Aquí, compadre, componiendo”. Tony, por suerte, sigue en construcción.
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