Primera postal
1996. Temuco, corazón de la Araucanía, sur de Chile. Soy un adolescente, he llegado hasta allí por el trabajo de mi madre y tres cosas me impresionan de entrada: primero, que las calles están visiblemente ocupadas por mujeres y hombres mapuche, quienes con orgullo realizan todo tipo de labores cotidianas –es mi aproximación inicial a la vida de tan admirable pueblo–; segundo, que llueve sin cesar; y tercero, que entre sus cerros y ríos correteó y se educó Pablo Neruda, quien en sus memorias confesó: “comenzaré por decir, sobre los días y años de mi infancia, que mi único personaje inolvidable fue la lluvia. La gran lluvia austral que cae como una catarata del Polo, desde los cielos del Cabo de Hornos hasta la frontera. En esta frontera, o Far West de mi patria, nací a la vida, a la tierra, a la poesía y a la lluvia”.
Justamente en esa lluviosa frontera un día ya lejano cae casualmente en mis manos el casete “Silvio”. Me seducen la guitarra y la voz, mientras que al instante me fascino con “Y Mariana” y “Abracadabra”. Reviso la carátula y en la letra de “Hombre” leo: “Dedicada al Che”. Luego escucho, casi al concluir el álbum: “Martí me habló de la amistad y creo en él cada día, aunque la cruda economía ha dado luz a otra verdad”.
No sé quién es Silvio, ni el Che, tampoco Martí.
Un amigo de la escuela, que se apresura en decirme que sus padres son comunistas, me piratea el “Tríptico 3”, el “Domínguez” y otras canciones sueltas. Mi vida da un giro vertiginoso y fascinante. Escucho que si Edgar Allan Poe, que si Bradbury, que si Sindo Garay y Chico Buarque, que si José Masiques –“el pintor de las mujeres soles”–, que si el “reino de todavía”, que si “nadie sabe qué cosa es el comunismo”.
Son los años en que encuentran las osamentas del Che, Tania y sus compañeros en el oriente de Bolivia.
Sin recordar ahora mismo el cómo –ya que no había Internet, ni celulares, ni llamadas al exterior a precios accesibles–… empieza la correspondencia cruzada con Eduardo Valtierra de México, con Gastón Barril de Chile, con Rosa Báez de Cuba –“la polilla”– y Alberto Montoya de España. Por cierto, correspondencia dramática, porque requería de una espera de semanas y hasta meses para recibir casetes de videos y audios con álbumes oficiales, conciertos y canciones inéditas de Silvio.
Así comienza esta historia. Ese es el verdadero origen de este libro: la omnipresencia de la obra del trovador en mi vida y en la de mis compañeras y compañeros de generación, canciones que nos señalaron una modesta ruta por la cual transitar en la larga noche neoliberal noventera, sí, la misma del “fin de la Historia”, la que en el caso chileno se regocijaba de paso con la impunidad de Pinochet y su pandilla.
Segunda postal
Junio de 2005. La Habana. Las compañeras y compañeros del ICAP que me atienden me advierten que debo estar puntualmente a las 9 de la mañana en el salón principal del Palacio de las Convenciones para la actividad que me han invitado. Me dicen que no puedo retrasarme un solo minuto, que a las 9 en punto llegará Fidel.
Me siento en una butaca y, reloj en mano, espero: 8:58, 8:59, 9… y entra Fidel.
Son dos días de trabajo. Desde las 9 hasta las 5 de la tarde. El primer día estoy prácticamente abstraído, solo miro a Fidel. Retengo poco de las intervenciones del resto de los delegados. Al cierre de la jornada Fidel nos pide que, ante la necesidad de cumplir con los objetivos dispuestos en el programa, al otro día comencemos a las 8:30 y no a las 9. La gente rumorea medio en broma y medio en serio por el aviso de adelanto de hora… Fidel responde riendo: “mejor dejémoslo a las 8, que descansen, mañana nos vemos“.
El segundo día, en medio del receso, un grupo de delegados nos acercamos a Fidel y nos dedica unos minutos. No deja de preguntarnos qué estamos haciendo por la libertad de los Cinco, que es necesario crear comités, publicar notas en periódicos, instalar como sea el tema en nuestros respectivos entornos. Minutos más tarde toma la palabra la hija mayor de René González, da testimonio de su niñez en Miami y la detención de su padre. Fidel solo proyecta una mirada de indignación por tanto atropello con los Cinco.
Para entonces, los últimos años de mi vida los he dedicado casi por completo a mis estudios de Historia y a la Solidaridad con Cuba en Chile en la Asociación Cultural José Martí de Concepción. Fidel y la Revolución cubana se vuelven parte de mí.
Tercera postal
Febrero de 2007. Como es habitual, llego a las nueve de la mañana a la Biblioteca José Antonio Echeverría de la Casa. La joven que atiende, risueña, me indica un cartelito de la pared mientras gira la pantalla de su computadora para mostrarme: “Javier Larraín, usuario del mes”. Me da risa y pudor, me da vergüenza –en el sentido cubano “pena”–, aunque hay algo de cierto en eso ya que mientras curso mis estudios en Historia en la Universidad de La Habana me arrimo diariamente a ese espacio de la Casa para revolver libros sobre Haití, México, Paraguay y otros temas.
La Casa se vuelve mi hábitat. En sus salones descubro la potencia de la cultura nuestroamericana y hasta –debo decirlo– me reconcilio con la historia y algunos personajes de mi propio país. Acá aprecio originales de Roberto Matta y Nemesio Antúnez, leo a Manuel Rojas, Francisco Coloane y María Luisa Bombal, escucho los registros de Víctor Jara en 1972 y otras tantas cosas. Y, por supuesto, cada vez que puedo, puntualmente sobre el mediodía dejo la Biblioteca para ver salir a almorzar a don Roberto Fernández Retamar. En un par de jornadas valientes mías, lo abordo con un arsenal de preguntas y generosamente me las responde y me recomienda lecturas.
No exagero si digo que esta Casa fue mi casa en mis años vividos en La Habana.
En el 20 aniversario de su fundación, Silvio “guitacanturreó” en la Sala Che Guevara: “Yo llevo una casa en mi canción/ brasa de amor”. Versos con los cuales me identifico.
Cuarta y última postal
Regreso a la raíz. En uno de aquellos esperados correos/encomiendas que recibo ya no recuerdo de quién, vienen dos VHS sin marca alguna. Los han grabado en formato EP, de tal manera que la cinta, a cambio de reducir la calidad de imagen y sonido, registra seis horas, en este caso, de casi una decena de documentales.
Los veo de un tirón. Son de Víctor Casaus. Me entero por ellos del resguardo aquí en Casa, cuando la dictadura civil-militar en mi país, de las arpilleras de Violeta Parra en “Gracias a la vida”; pero también de los afanes por construir contra viento y marea el comunismo en Cuba en “Nace una comunidad”. Me asalta Maurice Bishop en “Granada, pequeño país, gran revolución” –que dicho sea de paso este próximo 13 de marzo cumple 45 años–.
Además, me sorprendo con el relato de la viuda del poeta andaluz en “Con Miguel Hernández en Orihuela”. Paso seguido, me deja absorto otro enorme poeta en “Con Maiacovski en Moscú”, quien continúa conmoviéndome con su imaginado diálogo con Lenin cuando le dice:
Camarada Lenin, un trabajo infernal
se está realizando, se realiza ya.
Damos la luz, vestimos a pobres y desnudos,
crece la extracción de carbón y mineral.
Y a la vez, junto a esto,
cuánta, cuánta
soez y cuánta necedad.
Te cansas de defenderte,
de andar a dentelladas.
Muchos sin usted
de la mano se fueron.
(…) Con tropel de asuntos y maraña de hechos,
el día poco a poco a la sombra se fue.
Como imaginarán, esos VHS tenían reservada otra gratísima sorpresa: el documental “Vamos a caminar por Casa”, con Haydée Santamaría enseñando cada uno de los salones de este edificio. Fue la primera vez que vi y escuché a la heroína del Moncada, madre de Celia María, mi compañera de aula, de banco y buena amiga años después en los estudios de Historia, porfiadamente trotskista y revoltosa.
Cierre
Como ven. Este libro que podrán leer y compartir con las personas que quieran, es tributario de Fidel, de Silvio, pero igualmente de esta Casa, de la trova, de los poetas del Caimán Barbudo y de los compañeros de Pensamiento Crítico, de don Roberto Fernández Retamar, de Celia María, de mis profesoras y profesores y gigantes historiadores y docentes de la UH como Evelio Díaz, Alberto Prieto, Sergio Guerra, María Elena Álvarez, Ángel Pérez Herrero, Digna Guerra, Francisco Álvarez Somoza… en fin, de todas y todos los que en distintos momentos de mi vida me invadieron para, creo yo, ayudarme a ser una mejor y útil persona.
Muchas gracias.
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