“En el recuerdo más antiguo que tengo de él –¿quién sabe cuán alterado por los años?–, lo veo sentado en la hoy oculta escalerita que conducía a la biblioteca de la Casa, dibujando un elefante que me regaló. En el siguiente está en su propia casa mostrándonos a mi hermano y a mí una ‘bomba-piña’ sin explotar que había traído de su reciente viaje a Vietnam”.
De ese modo inicié el texto que escribí a solicitud de Laidi para el hermoso homenaje colectivo por los 85 años de Retamar, que resultó ser el volumen Buena suerte viviendo. Como se trataba de recuerdos antiquísimos que nunca había vuelto a confirmar, tuve que preguntarle a la propia Laidi si mi memoria no me engañaba, si de verdad el Poeta alguna vez había pintado elefantes y si esa bomba existió. Me satisfizo saber que ambas cosas eran ciertas y que, por tanto, mi memoria no andaba tan desencaminada. Pero no es aquel Roberto de mi infancia el que quiero evocar en estas pocas líneas, sino otro muy posterior y no menos personal.
Si algo recuerdo de Retamar son los mil y un diálogos que tuve el privilegio de compartir con él. Cualquiera de ellos podía ser una relajada y estimulante conjunción de sabiduría y gracia en que se movía entre lecciones de historia, opiniones sobre literatura, etimologías o cualquier otro tema que iba aderezando con las citas más inverosímiles, además de con inagotables anécdotas personales que podían involucrar a los personajes más ilustres y a los más ignotos. Puesto que, además, leía sin cesar y estaba al tanto de todo, incluidos los libros acabados de publicar en tres o cuatro lenguas, fue casi infinito lo que aprendí a su lado. Justo es decir que no todo pertenecía al reino de lo trascendental. Trato de imaginar los detalles, por ejemplo, de una de las más sorprendentes anécdotas que me contó: la de la competencia entre él y Lezama para ver cuál de los dos comía más. Los dos afamados comelones se enfrentaron en una contienda en la que no se dieron tregua, frente a un montón de perplejos testigos, y creo recordar que al final, por un mínimo margen, el Flaco logró derrotar al Gordo.
Lo curioso es que aun sin proponérselo, Retamar siempre era un maestro sin derivar hacia la pedantez profesoral. Tal vez no fuera por azar que una de sus etimologías preferidas era la de la palabra prestigio, que en latín –solía repetir– quería decir engaño (y ahí agregaba que, por eso, prestidigitador era el que engañaba con los dedos). Aunque la mayor parte de nuestros diálogos se producían, por decirlo así, “en seco”, no puedo olvidar otros mejor acompañados. Gracias a él conocí el Martini, y compartir unas copas se convirtió en una tradición sostenida contra viento y marea cada año, a veces en compañía de Adelaida, durante los días del Premio.
No menos disfrutables eran los diálogos que incluían a Aurelio (quien, dicho sea de paso, lo había apodado “El Prócer”, y ya para siempre nos referimos a él de ese modo). Los encuentros podían tener lugar tanto en la oficina de la revista –con o sin la presencia de Roxana– como en la del Prócer mismo, y podían oscilar también entre los temas más profundos y los más mundanos. Y cuando digo mundanos quiero decir muy mundanos. En todos los casos, el humor solía atravesar las conversaciones.
Recuerdo, dicho sea de paso, que en el año 2013 una crisis me obligó a ingresar de urgencia en la sala de cirugía del Calixto García, donde permanecí una semana. La sala era más bien tranquila, sobre todo porque tenía apostado en la entrada a uno de esos sujetos malencarados que no permitía la más mínima licencia a quien asomara la nariz. Eso, hasta que en una de esas mañanas de aburrimiento y silencio, luego de la visita de los médicos, escuché una voz tonante, inconfudible e inapelable: “Vengo a ver al Dr. Fornet”. El cancerbero no se atrevió a decir ni ji, y unos segundos después estaba Retamar a los pies de mi cama, muerto de risa, disfrutando el éxito de su ocurrencia. De más está decir que en ese instante pasé de ser el anodino paciente de la cama 8, a un eminente doctor, aunque nadie nunca llegó a tener claro cuáles eran las dolencias que yo curaba.
Una de las últimas veces que lo vi fue cuando llevé a Boaventura de Sousa Santos a su casa. Y allí, disfrutando el café de Valladares, desde la cama de la que no saldría, Roberto estuvo conversador y brillante. En algún sitio lamenté que ese diálogo no hubiera sido grabado; de hecho, mientras los escuchaba hablar, pensaba en que debería haber tomado nota de todo, como hicieron los estudiantes de Saussure, gracias a quienes podemos conocer el Curso de lingüística general. Años antes, siendo jurado del Premio, el propio Boaventura me había dicho: “Ustedes tienen a ese hombre tan cerca, que no se dan cuenta de su relevancia”.
Tenía razón. Aunque sabíamos perfectamente quién era Retamar, él no dejaba de ser para nosotros el compañero de trabajo que con frecuencia debía responder por cuestiones de índole menor. Una vez que entré a verlo cuando salía de la oficina alguien que le había llevado alguno de esos problemas cotidianos, me dijo: “Dirigir la Casa es como dirigir una orquesta en la que cada cual aporta lo suyo; a veces hay que darle más protagonismo a unos que a otros, a veces hay que reforzar a este y a veces a aquel, pero lo importante es que el conjunto armonice y funcione”. Él sabía hacerlo a las mil maravillas, con un estilo que podía resultar desconcertante. Recuerdo la visita de más de un embajador, y hasta de algún obispo, calzados con elegantes zapatos italianos o unos exclusivos y antiecológicos modelos de piel de cocodrilo, mirando con cierta incredulidad los pies en que el Presidente de la Casa de las Américas lucía unas sandalias Crocs más bien gastadas, mientras disertaba –por decir algo– sobre los graves problemas del mundo o sobre Alfonso Reyes. Muchos asumíamos ese gesto, que en él era totalmente natural, como licencia para nuestro propio desaliño.
Pero no todo era miel sobre hojuelas. Con los años le fui descubriendo un defecto terrible que se acentuó cuando me invitó a trabajar en la revista. No tenía reparos –Laidi lo sabe bien– en llamar por teléfono a las horas más intempestivas, de cualquier día del año, gracias a un extraño calendario personal según el que un domingo era igual a un miércoles, y las 7 de la mañana parecidas a las 10:30 de la noche. Los motivos podían ser los más disímiles; desde una sesuda reflexión, hasta un detalle nimio que se le había quedado dando vueltas (“tengo la mosca detrás de la oreja”, solía decir). Pero siempre me sorprendió que estableciera un diálogo entre iguales; pese a que tenía que ser consciente de que mediaban años luz entre su sabiduría y su cultura y las de uno, se comportaba como si tal distancia no existiera, y sabía escuchar y era capaz de modificar una opinión sin mayores problemas, si consideraba que la ajena era más certera o provechosa.
En estos últimos años, la manera más fecunda de conversar con él ha sido a través de sus libros. He tenido en este tiempo la oportunidad de leerlo y releerlo (incluso de preparar un prólogo para el segundo tomo de sus obras completas, y realizar una selección de su poesía), y esas relecturas me han permitido confirmar que es un autor que no se agota, que ahora mismo tiene muchísimo que decirnos. Lo único que lamento es no podérselas comentar o no tenerlo a mano para preguntarle tantas cosas y saldar mil temas que se me quedaron en el tintero.
Por cierto, ahora que lo pienso, desde que Roberto se nos fue no he vuelto a probar un Martini. Va siendo hora de tomarme uno. A su memoria, por supuesto.
Deje un comentario