A Fidel, en sus noventa


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Fidel Castro

Alguna vez afirmó Fidel Castro que su mérito mayor es haber sobrevivido. Ahora que lo escribo, no sé si pensaba en él o en la revolución que forjó y dirigió por más de cincuenta años. Las dos supervivencias fueron igualmente muy difíciles y meritorias. Podría decirse que excepcionales.

Los líderes latinoamericanos que habían osado desafiar el poderío del gran capital de los Estados Unidos, habían tenido que huir de sus propios países o habían sido muertos o asesinados como retribución por la osadía. Tampoco habían perdurado los cambios sociales que llevaron a cabo.

En 1934, moría asesinado Augusto César Sandino, gran resistente antimperialista en Nicaragua, apresado a traición con sus colaboradores después de una reunión con el presidente de la nación y fusilados ante la fosa que habían cavado para ellos; en 1935, tras una delación, era cercado y asesinado en El Morrillo, cerca de Matanzas, Antonio Guiteras, que se preciaba de haber llevado a la firma de Grau las leyes más revolucionarias que dictó. Los generales Anastasio Somoza y Fulgencio Batista, fieles servidores de los intereses norteamericanos, pusieron fin a las vidas de estos líderes antiimperialistas.

En 1948, el candidato liberal a la presidencia de Colombia, Jorge Eliécer Gaitán, es asesinado en Bogotá, a días de unas elecciones que debía ganar arrolladoramente. Gaitán había sido defensor de los derechos de los trabajadores asesinados en la famosa Masacre de las Bananeras[1][1]. Había fundado la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria, que luego disolvió para unirse al Partido Liberal, pero llevando a él, el programa de una reforma agraria.

Seis años después del asesinato de Gaitán, era el presidente electo de Guatemala, Jacobo Árbenz, quien enviaba al congreso de su país una ley de reforma agraria que éste aprobaba, pero que claramente afectaba a la gran latifundista del continente: Mamita Yunai, la implacable United Fruit. El secretario de estado en Washington, era John Foster Dulles, abogado de la bananera, quien declaró comunista a Árbenz y con su hermano Allen, jefe de la CIA, organizó una invasión que mandaba el coronel Castillo Armas, el hombre a quien Árbenz había derrotado en la últimas elecciones democráticas que hubo en Guatemala. No volvió a haberlas en treinta años. El presidente derrocado murió de cáncer en México.

En 1964, el presidente de Brasil, el izquierdista Joao Goulart, se negó a romper relaciones con Cuba. El general Castelho Branco lo derrocó e instauró una dictadura militar con el apoyo político de los Estados Unidos, que torturó y asesinó a sus opositores y duró hasta 1985.

Goulart se exilió en la Argentina. Murió en 1976, durante la dictadura militar de Rafael Videla. La versión oficial atribuyó la muerte a un ataque cardíaco, pero a Goulart no se le hizo la debida necropsia: muchos afirman que fue envenenado como parte de las acciones del Plan Cóndor, –ideado por Kissinger–, que también asesinó a Carlos Prats, el general chileno que rehusó participar en la asonada militar que llevó al poder a Augusto Pinochet. El golpe del 11 de setiembre de 1973 cobró la vida del legítimamente electo presidente Salvador Allende y, enseguida, las de miles de chilenos. Agentes del Plan Cóndor secuestraron y asesinaron en Buenos Aires al expresidente boliviano Juan José Torres.

Recién asumida la presidencia por Ronald Reagan, se inicia la guerra de los Contras en Nicaragua y misteriosamente estalló en vuelo el avión que conducía al presidente Omar Torrijos, el hombre que recuperó la soberanía del canal para Panamá.

En 1959 Fidel viajó en plan amistoso a Estados Unidos, pero el viejo macarthysta que era Richard Nixon, lo catalogó enseguida como peligroso comunista. Desde que en mayo de 1959 se aprobó nuestra ley de reforma agraria, no tuvimos paz con los Estados Unidos. Por primera vez un gobierno latinoamericano era capaz de mantener su soberanía ante el intento de injerencia norteamericana, y era apoyado por su pueblo y sus fuerzas armadas.

En sus memorias, Philip W. Bonsal, el único embajador que tuvo el gobierno estadounidense ante la Revolución, ha contado cómo advertía a su gobierno que la hostilidad contra la Revolución Cubana era contraproducente. La administración Eisenhower-Nixon topó con un líder que, en Cuba, se enfrentó victoriosamente al anticomunismo de la guerra fría.

Si Fidel, Raúl, Che Guevara, Camilo, Almeida, e intelectuales como Antonio Núñez Jiménez y Alfredo Guevara planeaban el establecimiento de un régimen socialista en Cuba, Fidel se cuidó de proclamarlo.

La guerra fría y la mentalidad anticomunista que ella generó, habría hecho inaceptable un programa socialista en los días de la lucha contra Batista en las montañas y en el llano. Para el dominio de la burguesía era imprescindible que la población aceptara la validez de su ideología.

Por encima de la mediocridad republicana, Fidel fue a apoyarse en el más alto pensador de este país. Cuando Martí escribe su última carta, en vísperas de que una bala española tronchara su vida, decía a su hermano mexicano Manuel Mercado:

     ya estoy todos los días en peligro de dar la vida por mi país

     y por mi deber –puesto que lo entiendo y tengo ánimos con

     que realizarlo– de impedir a tiempo con la independencia de

     Cuba que se  extiendan por las Antillas los Estados Unidos y

     caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América.

Y precisaba Martí:

      Cuanto hice hasta hoy y haré, es para eso. En silencio ha tenido

      que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas

      han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían

      dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin.[2][2] 

A Fidel Castro se le ha acusado, entre tantas cosas, de haber traicionado aquel proyecto inicial de restituir la Constitución de 1940 y convocar a elecciones en 18 meses. Pero Fidel había anunciado en “La historia me absolverá”, que el Movimiento 26 de Julio se proponía hacer una revolución que enfrentara los grandes problemas de Cuba. Si no declaró desde la propia Sierra Maestra el radicalismo con que actuaría esa revolución fue sin duda porque sabía, recordando la cautela de  Martí, que esa declaración “levantaría dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin”.

En cualquier caso, la Revolución Cubana tuvo un gran acto original (para los norteamericanos fue un “pecado original”) cuando proclamó la ley de Reforma Agraria el 17 de mayo de 1959, el día en que se conmemoraba la fecha del asesinato de Niceto Pérez, un campesino pobre, ultimado por la Guardia Rural al servicio de un latifundista. Hasta Celia Cruz celebró en una guaracha la proclamación de la ley.

La Constitución de 1940 establecía en uno de sus artículos: “Se proscribe el latifundio”, pero ninguno de los gobiernos que se establecieron bajo su vigencia, osó promulgar la ley que validara ese principio constitucional, porque los mayores terratenientes de Cuba eran empresas norteamericanas.

Los prepotentes gobernantes estadounidenses rechazaron la indemnización que Cuba iba a pagar a sus ciudadanos expropiados e iniciaron una  disputa con las autoridades de la Isla que culminó en la ruptura de relaciones con Cuba, que el gobierno de Eisenhower decidió en enero de 1961. Previamente, las refinerías estadounidenses en Cuba rehusaron refinar el petróleo que Cuba importaba y los Estados Unidos se negaron a comprar el azúcar cubano.

El gobierno de Fidel Castro dejó que la realidad probara que cualquier reforma que favoreciera a los humildes, era inaceptable para los jefes del imperio. Los revolucionarios cubanos y su pueblo advirtieron que solo la Unión Soviética sería capaz de comprar a Cuba su producción azucarera y venderle el petróleo y las armas que precisaba para sobrevivir y defenderse: en marzo de 1960, la CIA había saboteado el barco francés La Coubre, que llegó a La Habana con un cargamento de armas y pertrechos adquirido en Bélgica: dos explosiones, con un intervalo entre ambas, dejaron cientos de muertos, mutilados y heridos sobre los muelles habaneros, en los momentos en que se descargaba el buque. Fue en el entierro de esos cubanos ultimados por el terrorismo de la gran potencia, cuando Fidel lanzó la consigna de Patria o Muerte.

Desde mediados de ese propio año, el presidente Dwight D. Eisenhower había ordenado a la CIA reclutar, entrenar y armar el ejército invasor que desembarcaría en Cuba en abril de 1961, ya bajo la presidencia de John F. Kennedy. Las Fuerzas Armadas y las Milicias Nacionales Revolucionarias derrotaron a esos invasores en menos de 72 horas. Ese episodio tiene dos nombres: para los Estados Unidos es la derrota de Bahía de Cochinos; para Cuba, la victoria de Playa Girón.

Antes y después de Girón, fueron centenares los intentos de asesinato contra Fidel Castro. Pocos hombres como él han sufrido tantos planes para poner fin a su vida y a su influencia en Cuba y en el mundo. Todos se han frustrado o han fracasado.

Cuando Fidel entró en La Habana el 8 de enero de 1959 y le hablaba al país desde el campamento de Columbia, el sitio donde años atrás se produjo el golpe de estado de Batista, dos palomas blancas fueron a posarse en  su hombro. El norteamericano Tad Szulc, el reticente biógrafo de Fidel, A Critical Portrait, afirma que ese hecho insólito configuró la “deificación de Fidel” en el mismo inicio de la Revolución Cubana.

La paloma blanca simboliza la paz, pero para los cristianos es el Espíritu Santo; para los practicantes de la santería cubana, es el poder de Obbatalá, la más fuerte de las deidades, como el 1 de enero, el día del triunfo revolucionario, se consagra a Elegguá, la deidad que abre los caminos y hace posibles las empresas del hombre.

Pero al margen de esas explicaciones esotéricas, la enorme influencia de Fidel –eso que Szulc llama su  deificación–, proviene en verdad de su recuperación del frustrado proyecto martiano: los Estados Unidos se extendieron por las Antillas, hicieron una pseudo colonia de Puerto Rico y dominaron sobre todos los gobiernos cubanos hasta 1959.

Cuando apareció la figura reivindicadora de Fidel Castro, el incuestionable imperialista que fue Richard Nixon vio con claridad que un gran peligro entraba en escena. Era el hombre que había que matar, pero ha vivido 57 años desde entonces. Está por cumplir los noventa y pudo ver al jefe temporal de los Estados Unidos venir a ofrecer  una paz a Cuba, que ojalá su país sea capaz de mantener.

Creo que es el colofón de una vida consagrada a su patria y a Nuestra América.

 

 

[1][1]  García Márquez la recogió en Cien años de soledad.

[2][2]José Marti: “Carta a Manuel Mercado”, en Letras fieras , Letras Cubanas, La Habana, 1981, p. 137.


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