Estas no son las palabras que yo hubiera querido escribir para Fina García Marruz. No era esta triste flor de camposanto la que ella merecía, sino el laurel de las victorias. Porque quien se nos ha ido era la Reina de la Belleza y la Gracia, es por eso que escribo con mayúsculas, porque fue defensora de la Gracia, de esa escasa maravilla que va quedándole ya al mundo.
De esta pérdida, el planeta entero hoy se aflige. Es por eso más conmovedora su ausencia física. La poesía y la escritura fue su Patria entera. Llena siempre de fe, esparció su savia, y la llevó sencillamente en toda su integridad, en toda su dignidad. Del mismo modo limpio que sentía, así nos hizo sentir. Sus creaciones seguirán siempre en la biblioteca del docto y en las emisoras de radio, en la televisión, en los podcasts, en los labios de todo ser que sepa amar lo bello. Porque la poesía de Fina se hace eco en todas las voces, porque sabe calar hondo en todas las almas.
Pese a su alcurnia espiritual, no fue poeta de torre de marfil, aunque bien pudo serlo. Su desasimiento de toda vanidad y su ingénita elegancia la hicieron andar por los caminos de la tierra al lado de los seres que más amó.
Murió Fina y la poesía hispanoamericana pierde a una de sus más portentosas benjaminas. Pero nos lega su escritura. Esa obra maestra de la lengua española, una gema creativa que es ya de todos, de todos los que soñamos con la palabra, y por ella.
Ha muerto una gran poeta, y con ella, una mujer buena, una criatura sin hiel que es por sí misma otro prodigio, un eterno milagro delicado. Algún día mejor, alguien mejor hablará como hay que hablar de Fina. Y escribirá para ella lo que yo hubiese deseado escribir, en lugar de estas nubladas palabras llenas de emoción y pena. Se hace imprescindible que así sea para no clausurar del todo el lecho que ahora la recibe. De igual modo, estoy convencida de que, en la escena final, se quedó sonriendo, sin rencor, ante la dicha, inalcanzable.
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