La biblioteca de Alonso Quijano es refugio de placer. No salir de ella puede ser sano vicio o camino a la locura, como sugiere la novela, pero aunque sea un deleite que ha perdido encanto con el desarrollo de los medios audiovisuales, sigue siendo una tentación para cualquier curioso. Parecerse a Quijano en este empeño sin llegar a ser Don Quijote es diversión que recomiendo, y si bien pueden sumarse otras lecturas, para divertirse desde la cultura hay que comenzar por El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha; no importa que sea una relectura. Una nueva lectura siempre es nueva, pero en este caso se pueden realizar muchas, infinitas, porque se trata de uno de los pocos libros, y de los todavía más escasos autores, que resultan inagotables. Posiblemente sus pariguales no rebasen algunas docenas de textos y autores en la historia de la literatura, al menos para el “mundo occidental”: ciertos libros de la Biblia; Ilíada y Odisea, de Homero; La ciudad de Dios, de San Agustín de Hipona; La divina comedia, de Dante; obras teatrales de Shakespeare; Don Quijote, el caudal inagotable de Martí…; quizás del siglo pasado pueda añadirse Kafka, quien dejó establecido para la literatura el tema esencial de la crisis de la modernidad: la lucha del ciudadano común contra el Poder; Cien años de soledad, cuentos de Cortázar; la poesía de Vallejo y Neruda; la narrativa de Vargas Llosa; ensayos de Borges y Paz...
Cervantes fue uno de los primeros en retar a diversos poderes que ya estaban en decadencia y que tuvieron su esplendor en la Edad Media, como la Inquisición. Fue muy hábil para lograr ese desafío ?no podía ser de otra manera, pues le iba la vida?, combinando el espíritu de la época con su condición personal. Sus personajes literarios muestran una necesaria doble personalidad, como corresponde al hombre práctico y de acción que fue, diestro con las cosas cotidianas y las armas, pues nunca dejó a un lado su experiencia pragmática de soldado sobreviviente, sin renunciar al soñador que escribe para expresarse con ironía pero sin amargura, uno de los recursos más difíciles de lograr para cualquier escritor. Esta escritura ha tenido la rara virtud de ser muy bien aceptada por retóricos y preceptistas, y también por legos, especialmente en los siglos xviii y xix. A pesar de las imperfecciones de su estilo, en el que abundan repeticiones, se pueden detectar “errores” según el lenguaje escrito de su época ?estaba rompiendo con los medios expresivos aceptados? y resulta abrumador por sus epítetos, con referencias cultas que el vulgo no leía, nada invalida el placer de sus muchos lectores, y hay que buscar con lupa de envidia literaria los defectos frente al encanto de su prosa, tan artísticamente elaborada, y llena de intencionalidades sugeridas de manera sutil, otra de las esencias de esta obra polifónica. Por primera vez, y posiblemente por única, uno encuentra que lo literariamente espontáneo puede disfrutarse sin que moleste “la falta de técnica”.
La obra es un pastiche de narración de aventuras, poemas breves y extensos ?sonetos, décimas, cuartetas, romances…?, cartas de diversa naturaleza, episodios a veces extravagantes, monólogos que parecen soliloquios, diálogos que semejan representaciones, consejos cercanos a ensayos morales, explicaciones de conceptos o palabras, célebres alucinaciones ?como confundir una venta con un castillo y combatir a los molinos de viento como caballeros que retaban al hidalgo. Se comunican muchas informaciones sin escribirlas y se proponen diversos niveles de insinuación para que cada cual pueda descubrirlos según su horizonte de apreciación. En un momento determinado el Quijote le pregunta a su escudero: “¿Qué rumor es ese, Sancho?”, y después le recuerda que tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos… Leyendo a Don Quijote uno percibe los ajustes de cuentas con autores de su época, Lope de Vega por ejemplo, y hay mensajes que no están literalmente escritos, en juego extraverbal que olvida la forma del texto. En el soneto que precede a la obra, “Diálogo entre Babieca y Rocinante”, el caballo del Cid reprocha: “Metafísico estáis”, la respuesta del caballo del ingenioso hidalgo no puede tener más carga de contenido: “Es que no como”... Don Quijote es uno de los primeros textos modernos con zonas refractarias a los análisis de ciertos filólogos que no pudieron acomodarlo a sus perspectivas ideológicas o a sus tesis académicas, pues se trata del realismo más “real” con que pudieran encontrarse: más que cosas de una realidad, hallaron la realidad de cosas eternas y de otras que cambiaban, y algunos no pudieron o no quisieron hallar o explicar.
Cervantes, para cuidarse, fue experto en el uso de máscaras, y aunque sus estudiosos veían rostros, no estaban mirando exactamente las verdaderas caras de los personajes, porque no sabían o querían, sin valorar a fondo el sentido de descripciones, ambientes o atmósferas, y acciones del desarrollo narrativo, de ahí que algunos “especialistas”, que nunca han reconocido su desorientación o la frustración de manías clasificatorias ?método excesivamente utilizado por la Academia?, tuvieran que emplearse a fondo para acercar a sus teorías preestablecidas la innegable grandeza de esta obra. Menéndez y Pelayo leyó “purificación y complemento” donde hubo nueva sátira y burla sutil, porque el erudito hispanista se empeñaba en demostrar el legado hispánico de las novelas de caballería, aunque resultara elemental para cualquier lector la intención y resultados paródicos de una novela en que el humor satírico marca el centro de gravedad. Algunos consideraban que Juan Montalvo, una de las figuras más importantes del romanticismo ecuatoriano, escribió en la segunda mitad del siglo xix la mejor “imitación” del Quijote: Capítulos que se le olvidaron a Cervantes; otros “investigadores” españoles creyeron descubrir que Cide Hamete Benengeli, personaje apócrifo con que Cervantes juega en la obra, ha sido el verdadero autor de Don Quijote, y hasta se ha especulado que es el seudónimo de Doménico Theotocópuli, El Greco.
Más que pretender establecer una tradición, o descubrir a toda costa posibles imitadores, o seguir al pie de la letra recursos con demasiada circunspección, otros exigentes lectores europeos de Don Quijote de siglos relativamente cercanos a la publicación de la obra, dejaron lecturas mucho más apegadas a lo que cualquier lector comparte, como el francés Rousseau, el inglés Scott o el alemán Goethe, que apreciaron ejemplaridad, innovación y pericia. A partir de las consideraciones de Flaubert en el siglo xix, se ha insistido a veces demasiado en la fusión de ilusiones y realidades en la novela, y hasta se enseña un intercambio de estas perspectivas en el devenir de sus personajes principales: la tan traída y llevada “sanchificación” del Quijote, y “quijotización” de Sancho. En medio de la convalecencia de Borges, que derivó en su pérdida de visión, en 1939 escribió el cuento Pierre Menard, autor de El Quijote ?incluido en Ficciones, 1944?, probablemente el más disparatado y fantasioso homenaje a Cervantes, o al Quijote, y también, lo más apegado a su esencial espíritu lúdico, aunque el propio Borges hubiera negado que había sido por admiración: el personaje principal, un crítico que descubría esta “otra” autoría, afirmaba lo que aún está sucediendo con la obra: “El Quijote ?me dijo Menard? fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patrióticos, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.” (Jorge Luis Borges, Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 1956). Es posible que, por esa razón, Borges, a quien le gustaba nadar a contracorriente, no soliera elogiar ni a Cervantes ni a su obra, aunque escribió su exégesis más original.
No resulta raro que Cervantes fuera casi invisible para sus contemporáneos españoles: se repite la misma historia de siempre, en que los elogios no vienen desde adentro. En Cuba no faltaron lecturas o influjos diversos: Heredia no lo comprendió, quizás por la gravedad con que había aprendido a los clásicos clásicos; nuestros principales narradores, como Villaverde, y otros menores, como José Ramón Betancourt, tomaron algunos personajes o absorbieron algún ambiente o atmósfera de su obra; hay proximidad en zonas del lenguaje cervantino con pensadores como Luz y Caballero ?en algunos de sus Aforismos, por ejemplo?; Manuel de la Cruz prolongaba la tradición satírica quijotesca en su periodismo; Pablo de la Torriente Brau la continuaba con un sentido humorístico más cercano a su carácter paródico, una huella que se extiende a ensayos y discursos de Raúl Roa; Chacón y Calvo estudió las relaciones entre el romancero y la obra de Cervantes, especialmente su naturaleza popular; Carpentier y Lezama utilizaron para sus obras narrativas y ensayísticas elementos universales de Don Quijote; Eliseo Diego también lo hizo con exquisitas intermediaciones, y Mirta Aguirre estudió con suma sagacidad conceptos medulares que hacen de este autor español un escritor de todos los tiempos; queda pendiente la actualización de las relaciones entre la obra de Miguel de Cervantes y la de los escritores cubanos.
Los soñadores llevamos dentro nuestro Alonso Quijano, y quizás esta posibilidad sea uno de los más altos valores hispanos legados al mundo; otros evolucionan como Sanchos. Podría ser el más difícil juramento de fe, como el Quijote describe, el que ha de guardar un caballero andante: “…casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con los menesterosos, y finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla”: el código ético más completo que he leído, seguido por cuantos han sentido bajo sus talones el costillar de Rocinante. Cuando el Quijote y Sancho se libran de la casa del duque, donde comían y bebían a sus anchas, se ofrece la mejor lección de libertad personal, por supuesto, basada en la independencia económica: “¡Venturoso aquel a quien el cielo, dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!”. Cervantes dejó para el final lo más conmovedor de su novela, el momento en que al ingenioso hidalgo, su escudero le ruega: “No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”. El narrador describe el instante de la muerte del Quijote, una de las escenas más dramáticas de la obra: “Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como Don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió”. Ese “quiero decir”, señala justamente la unión de espontaneidad y brillantez que muy raramente aparece en la literatura.
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