El 23 de abril se celebra el Día Internacional del Libro y el Derecho de Autor, debido a que en esa fecha, en el año 1616, fallecieron Cervantes, Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega. Sin embargo, según se dice, la trágica coincidencia no fue tan estricta, ya que el autor de El Quijote murió realmente el 22 y fue enterrado el 23, mientras que el gran dramaturgo inglés se despidió de este mundo el 23 de abril del calendario juliano, que corresponde al 3 de mayo del gregoriano. Independientemente de tales posibles inexactitudes, la fecha fue propuesta a la UNESCO para la conmemoración por la Unión Internacional de Editores (1) y aprobada en 1995.
Se celebra de modos diversos a través del planeta. Internacionalmente se escoge cada año una ciudad como “capital del libro”. Bibliotecas, escuelas y centros culturales son, en muchos países, instituciones protagónicas de los festejos y a través de sus sitios web promueven concursos, festivales y campañas por la lectura. En España, por ejemplo, es habitual que ese día se regalen libros, rosas y dejar “abandonados” en ciertos lugares públicos libros dedicados para establecer de esta manera un lindo intercambio, fructífero y de base solidaria. A pesar de estas prácticas, se ha universalizado una frase que se repite de manera casi idéntica para referirse al 23 de abril: “es una celebración declarada por la UNESCO en 1995 con el objetivo de fomentar la lectura, la industria editorial y la protección de la propiedad intelectual por medio del derecho de autor”.
Es curioso; porque, si buscamos el documento oficial de la UNESCO del año 1995, no encontraremos alusión alguna a la industria editorial ni al significado de la propiedad intelectual para el fomento del libro y la lectura. La Resolución aprobada el 15 de noviembre de 1995, en la 22ª sesión plenaria de la 28 ª Conferencia General de la UNESCO (2) solo se refiere al papel del libro como el “elemento más poderoso de difusión del conocimiento y el medio más eficaz para su conservación”. Señala además que “toda iniciativa que promueva su divulgación redundará oportunamente no sólo en el enriquecimiento cultural de cuantos tengan acceso a él, sino en el máximo desarrollo de las sensibilidades colectivas respecto de los acervos culturales mundiales y la inspiración de comportamientos de entendimiento, tolerancia y diálogo”.
¿Por qué si la intención de la UNESCO fue la de “fomentar la lectura, la industria editorial y la protección de la propiedad intelectual por medio del derecho de autor” no se recoge expresamente en la Resolución asociada al 23 de abril? ¿Por qué en los últimos mensajes de la Directora General de UNESCO por este motivo tampoco se aborda el tema?
Hay que recordar que en los años noventa se produce el nacimiento y veloz crecimiento de Internet en el ámbito privado. Cada vez más ordenadores se conectan y comunican. Surgen y se hacen comunes nuevas formas de utilización e intercambio de las obras creativas. Estos avances tecnológicos repercuten en lo jurídico, pues los titulares de derechos comienzan a advertir cómo pierden el control del ejercicio de sus potestades y se apresuran para adaptarse a estos cambios. Así surgen en 1996 los llamados Tratados de Internet (3), bajo el tutelaje de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI). Por su parte, el 1ro de enero de 1995 entra en vigor formalmente el Acuerdo sobre los Aspectos de Propiedad Intelectual relacionados con el comercio, ADPIC (o TRIPS, por sus siglas en inglés), ante los cuales todos los miembros de la OMC o países con intenciones de serlo deberían ajustar sus legislaciones domésticas a los elevados parámetros de este Acuerdo, que sin dudas marca un antes y un después en la historia de la propiedad intelectual. Se comienza a ampliar el campo de aplicación (nace, por ejemplo, la protección a programas de ordenador), aumentan los plazos de duración para la protección de los derechos, surgen nuevos tipos de utilizaciones, y el pensamiento jurídico se inclina no a proteger la creación sino la inversión financiera.
Antes de los acuerdos ADPIC no había retención en las aduanas de obras “piratas”, ni persecución judicial por motivo de copias no autorizadas, ni contramedidas o retorsión cruzada dentro de la OMC. El derecho de autor se entendía en cierto modo como algo necesario y estimulante porque aun no padecía de los excesos y absurdos de hoy, pasadas dos décadas de aquella fecha. El principal factor que ha precipitado esta evolución es la transformación de la propia economía, que está centrada cada vez más en productos “con valor intelectual añadido” (la llamada economía “inmaterial”), donde la legislación de propiedad intelectual es esencial, sobre todo para las grandes empresas que monopolizan la posesión de los derechos. Dicho en otras palabras, la propiedad intelectual se ha convertido hoy en un instrumento de dominación del capitalismo, que la utiliza para asegurar que sus inversiones queden protegidas en los mercados en los que están presentes y se asegure el control sobre los procesos biotecnológicos, la genética humana, la biodiversidad, los software y todas las variantes de derechos que se ponen de manifiesto en la industria cultural y del entretenimiento. Estas últimas, por supuesto, con el aporte adicional que otorgan para mantener la hegemonía en el campo de la subjetividad.
Llegamos a este 23 de abril de 2015 en un momento en el que no hay un congreso, convención o publicación sobre la materia que no debata acerca del futuro del libro y del destino y las funciones del derecho de autor.
El libro, ya sea en soporte digital o en papel impreso se ve impactado en el presente por la invasiva penetración del mundo de las imágenes -en la forma de hacer, de expresar y de “consumir” los llamados contenidos culturales-. Los hay quienes se preocupan en demasía por los soportes o por nuevas formas expresivas concretas, diferentes a las que marcaron ciertamente varios siglos de la existencia humana; otros, porque se sienten anclados a un consumo más pasivo e íntimo, que despierte la imaginación y permita crear a cada quien una obra propia pero dentro de un terreno bien acotado por el autor. ¿Pero debemos rechazar de plano el hecho de que esa misma historia la podamos apreciar a través de todos nuestros sentidos? ¿O la posibilidad de que la narración nos lleve a escenarios nuevos, construidos desde el inicio por cada “receptor” transformado en “co-creador”, dotados de música e imágenes seleccionadas por ese “co-creador”? ¿Y si pensamos en una obra donde el lector entra y construye, y propone, como si pudiera tocarle a la puerta al autor y decirle “no debe ser así” y, ante su negativa, decidir que no será así al menos en “su obra”?
El libro con el pasar los años ha experimentado transformaciones, muchas más en los últimos decenios. Si bien el libro digital ofrece oportunidades muy amplias de acceso a los conocimientos, introduce nuevas formas de conservación, de gestión, posibilidades de intercambio con un costo mínimo y beneficiando a muchas más personas, sigue siendo el libro tradicional un bien tangible, difícil de dañar, con valores mucho más allá de lo que el objeto representa y que podemos llevar con nosotros y apropiarnos de sus contenidos de una particular manera. Después de varias centurias de existencia el libro llega al siglo XXI como un formato en peligro de extinción que muchos lloramos más por apego a la costumbre que por la verdadera condición de irremplazable. ¿O es que acaso se transforma un texto literario por ser leído en una pantalla? ¿Deja de transmitir relatos, emociones, conocimientos? ¿Deja de ser valiosa la historia narrada?
A nuestro juicio el libro en su formato tradicional pervivirá como también el libro digital, en escenarios diversos y modos de “consumo” muy variados. Defiendo la idea de que nuestro siglo encierra algunas singularidades. No será el libro la única forma de entrar en contacto con un texto literario o de conservarlo, ni será el texto escrito, como de hecho ya no es, la única vía de acceder a la literatura.
Mientras tanto, el derecho de autor se encuentra resquebrajado en estos inicios del siglo XXI por los avances tecnológicos que día a día le imponen nuevos y más difíciles retos. Su futuro quedará forzado a regular solo algunos de los tantos modelos, comerciales o no, con los que tendrá que coexistir, y que permitirá una compensación económica y moral a los creadores en la medida que se usen variantes más distendidas, o en combinación con otras más generosas.
Hay que reconocer que se nos ha inculcado, como parte de la globalización de valores asociados a esta etapa del capitalismo, que el derecho de autor es la única y más justa manera de organizar la “producción” y “circulación” de bienes culturales. Esta premisa es cuestionada pocas veces, pues tiene su basamento en reconocer ciertas “cualidades singulares” del autor, que lo hacen “diferente” al resto de la sociedad (lo cual alimenta su ego), y en otorgarle facultades específicas -no por casualidad negociables-, que rápidamente son ejercidas en su nombre por empresas mercantiles cada vez más concentradas y menos comprometidas con el arte y la espiritualidad de personas y comunidades. Junto a la autoría individual -que deja a un lado formas de creación colectivas de muchísimas culturas del planeta-, hay otras premisas también raramente cuestionadas, como, por ejemplo, la idea de que el incentivo económico es indispensable para que los autores creen sus obras y sin cuya recompensa el volumen y calidad de los trabajos creativos disminuiría considerablemente o incluso podrían desaparecer.
Estas ideas constituyen lo que el profesor Alan Story denomina las “justificaciones ideológicas” del sistema de derechos de autor. A partir de ellas y asociada a la visión gramsciana de la hegemonía, Story explica cómo para que una ideología o visión global se convierta en dominante tiene que incorporar, aunque sea parcialmente, algunos aspectos de las aspiraciones, intereses e ideario de los grupos subordinados. De este modo, la mayoría de la sociedad y los autores en particular creen que este sistema favorece a la creación y ven en aquellos no favorecidos una excepción de la regla, con la consiguiente culpabilización de la víctima y legitimación del victimario. Muchos son los recursos que se han utilizado para imponer esta doctrina injusta, en influir sobre personalidades y organizaciones y sobre el mundo académico.
En las condiciones actuales, en las que el costo de reproductibilidad de las obras disminuye cada vez más, la transmisión de contenidos alcanza una velocidad inimaginable y las herramientas creativas individuales abarcan cada vez más la inventiva precedente y toman del acervo común, el derecho de autor resulta una suerte de Síndrome de Estocolmo (4) que encadena felizmente a los creadores con las empresas que les han comprado sus derechos. Éstas, que en su inmensa mayoría los explotan, deciden sobre sus vidas y controlan su “imagen” a cambio de promesas o el pago de exiguas regalías, mantienen en cambio una impunidad moral inmerecida. Culpan de las pocas ganancias a la crisis de la industria editorial, de la música y del cine y a las ventas piratas -generalmente a cargo de inmigrantes y trabajadores informales-. Hasta se ha dado el caso del enfrentamiento absurdo del creador a su público más fiel a causa de la llamada piratería. Esta paranoia se ha extendido lógicamente al ámbito digital y ganan terreno legislaciones y tratados muy fuertes que condenan, incluso, a cualquier ciudadano por incluir en su web personal links a textos, piezas musicales o cualquier otro contenido “protegido” por derecho de autor, algo que hace incluso cuestionable el sentido mismo de muchas redes sociales.
Pero por suerte avanzan también reflexiones teóricas y herramientas prácticas que están socavando el sistema. Por una parte, licencias y modelos comerciales que, si bien no lo enfrentan, se ajustan a la nueva “ecología” que se impone, donde importa más ser visto o leído que mantener los derechos de reproducción. Estas propuestas sustituyen el clásico Todos los derechos reservados por Algunos derechos reservados y especifican cuáles usos se admiten y cuáles no. A su vez, es un hecho igualmente el avance de formas de producción y distribución basados en la cultura libre, el software libre, hardware libre, etc., y novedosas formas de gestión cultural. Tendrá que cesar el nefasto protagonismo del copyright en todas las pantallas al inicio de cada filme, en todos los software, libros, juegos, “en todas las visiones”, citando al poeta, para proferir las más terribles amenazas a los ávidos lectores, cinéfilos o “consumidores” de obras creativas en general ante su irrespeto.
Es bueno saber asimismo que solo tres días después del Día del Libro y el Derecho de Autor, el 26 de abril, se celebra el Día Mundial de la Propiedad Intelectual por decisión tomada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en el 2000, en un contexto de auge neoliberal. De este modo, tenemos otra fecha para fomentar el debate sobre el presunto papel que desempeña la Propiedad Intelectual -que incluye también los derechos de autor- a la hora de alentar la innovación y la creatividad. Hay que agregar que diversas organizaciones aprovechan este día para debatir sobre las críticas al sistema y reflexionan sobre la necesidad de legislaciones más flexibles que favorezcan mayores niveles de acceso y menos privatización del conocimiento y la cultura.
Ante estas reflexiones cabría preguntarse: ¿por qué no celebrar el Día de los Derechos de Acceso al Conocimiento y la Cultura o el Día de los Derechos Culturales o el Día de la Riqueza y no de la Propiedad- intelectual?; ¿por qué no se fija el Día del Acceso Abierto, como festejo internacional? (5); ¿por qué no acoger universalmente la celebración del Día del Dominio Público? (6); ¿por qué no festejar el Día del Autor, de la Creatividad, sea individual o colectiva y no del derecho de autor mientras este constituya un sistema utilizado para reafirmar hegemonismos?
Por mi parte, felicito este 23 de abril a los autores, a los profesores, a los bibliotecarios, a los editores e ilustradores, a los lectores, a todos los que se esfuerzan, como dice la Directora General de la UNESCO en su mensaje en este año, en promover “el libro, la pluma, el ordenador y todas las formas de lectura y escritura, a fin de luchar contra el analfabetismo y la pobreza, construir sociedades sostenibles y fortalecer los cimientos de la paz” (7).
Notas
(1) Organización no gubernamental que representa a la industria editorial a nivel internacional y agrupa a 78 asociaciones nacionales, regionales o especializadas de 65 países.
(2) Actas de la 28 ª Conferencia General de la UNESCO, página 51 http://unesdoc.unesco.org/images/0010/001035/103543so.pdf Consultado 20.04.2015.
(3) Tratado de la OMPI sobre Derecho de Autor (WCT) y Tratado de la OMPI sobre Interpretación o Ejecución y Fonogramas (WPPT).
(4) El síndrome de Estocolmo es una reacción psicológica en la que la víctima de un secuestro, violación o retención en contra de su voluntad, desarrolla una relación de complicidad y de un fuerte vínculo afectivo, con quien la ha secuestrado. En ocasiones, los prisioneros pueden acabar ayudando a los captores a alcanzar sus fines o evadir a la policía.
(5) En algunos países se celebra el 14 de octubre, otros celebran la semana de acceso abierto y otros el mes de octubre como mes del acceso abierto.
(6) Fecha que se celebra por iniciativa ciudadana el 1ro de enero en algunas partes del mundo, por ser este el día en que comienza el dominio público de un autor según las legislaciones de muchos países.
(7) Ver mensaje en: http://www.unesco.org/new/es/unesco/events/prizes-and-celebrations/celebrations/international-days/world-book-and-copyright-day-2015/ consultado 20.04.2015.
Deje un comentario