Que sería de mí si no existieras…
Fayad Jamís
Leí, hace ya un buen tiempo, que toda hoja de papel en blanco esconde un poema por escribir; pero yo no pretendo escribir un poema. Si fuera algo de ese estilo sería más bien una elegía.
Lo bueno que tiene estar a solas ante una hoja en blanco es que una puede dejar escapar los sentimientos, que se queden sobre la hoja, como quiera que sea, sin importar orden o concierto. Ni siquiera importa ser coherente: solo una hoja de papel en blanco y yo…
Podría comenzar escribiendo que existe una edificación industrial de elevado valor para la historia de la tecnología y que se encuentra en riesgo; pero, eso no le diría nada a nadie, o tal vez le diga que pase la hoja, que eso de industria no le va mucho.
Podría comenzar con el poema de Fayad Jamís, que no se me va de la mente, y escribir que cuantas veces veo ese edifico me paro delante y lo repito, con cierta adecuación al contexto: "qué será de nosotros cuando no existas".
Y tendría que afirmar que el nosotros no es ese con que la falsa modestia se viste de cierta colectividad muchas veces tan falsa como la modestia. Decir que es un nosotros real, decir que es un nosotros comunitario: toda una comunidad que fuera un lugar durante más de noventa años y que amenaza convertirse en un deslugar.
Claro que si empezara por ahí tendría que emprender toda una sarta de definiciones. Por ejemplo, me vería obligada a explicar que un lugar es el centro profundo de nuestra existencia y es posible que al decirlo no haya dicho nada. Porque un lugar es ese espacio del que nos hemos apropiado y que, a su vez, se ha apropiado de nosotros. Y aún no habría dicho nada.
Acaso citar a Borges: “No habrá nunca una puerta. Estas adentro.” O a Descartes: “El espacio, o el lugar interior, y el cuerpo que es comprendido en este espacio, no son diferentes, solo que por el pensamiento.” Tal vez elevarme a las nubes de las ciencias y mencionar el carácter antropocéntrico del abordaje fenomenológico. Creo que eso sería fatal, ni pensarlo.
Lo mejor es decidirme a hablar de azúcar refino. Una hoja de papel en blanco permite hablar de cualquier cosa que nos pase por la mente, así que mejor me quedo con el azúcar refino, que no siempre es igual de blanca.
Y, blanco por blanco, bien que se puede comparar: esparcir sobre la hoja una poquitica de azúcar refino de la que compré y allí está, puede verse el contraste: solo blancuzca, blancusa como una dice de habitual, y mate, sin brillo. ¿Cuál será el grado de color?
En verdad si escribiera algo así, tendría que explicar que el grado de blancura se mide, y que existen diferentes escalas. Tendría que escribir sobre la Escala Horne y cómo se hace para medir el color, lo que resultaría tedioso.
Bueno, tedioso para aquel que leyera lo escrito, porque en verdad es interesante saber que no siempre el azúcar blanco es igual de blanco… Eso ya me lo dije ahorita mismo. Recuerdo bien: 0,10 es súper blanco; 0,30 es blanco de verdad; el 0,45 era para comenzar a revisar. Eso fue cuando la edificación industrial que ahora está en riesgo estaba en activo a todo tren, cuando yo la conocí y me admiraba de su estructura de ocho pisos y sus dos chimeneas…
Me veo otra vez de pie en el balcón de las oficinas del central: eso es la Casa de Carbón, dijo papá, carbón animal para decoloración, en la producción de refino. ¡Cómo se me quedó en la cabeza aquello de carbón negro para el azúcar blanco!
Verdad que no fue solamente admirarla por fuera, la verdad es que allí trabajé, allí aprendí que las manos tiznadas de un obrero no son manos sucias: son huellas de trabajo y eso. Nada, que los amigos son los amigos, sobre todo cuando se comparten turnos nocturnos, calor insoportable, aire contaminado, y meriendas de pan con tortilla con las manos llenas de carbón.
Ya me desboqué… Si escribo todo eso se impone un curso mínimo, a la criolla y a mi aire, de refinación de azúcar.
¿Cómo decirlo todo en un mal párrafo? Ni sé… Tal vez algo así: para producir azúcar refino es necesario disolver el azúcar crudo y someter esa disolución o licor —como se le conoce— a un proceso de decoloración por adsorción de las partículas colorantes circulándolo a través de capas de carbón. Habitualmente se utiliza carbón vegetal, con equipos de regular tamaño, y el sistema se instala en la Casa de Calderas. Aquí deberé añadir que eso quiere decir —más o menos— que se instala en el mismo edificio en que están todos los demás equipos de fabricación de azúcar. Realmente eso es un resumen poco técnico, creo que no lo voy a escribir.
Vuelvo a la hoja en blanco… Pero, sí no lo escribo ¿cómo explico la diferencia, y la importancia de la Casa de Carbón? Porque tengo que explicar, de alguna forma, que allí se utilizaba carbón de hueso animal de elevado costo y que requiere de todo un equipamiento que necesita de un edificio de ocho pisos de altura. Y así podría entenderse porqué la Casa de Carbón es una edificación independiente de la casa ingenio, unida a la Casa de Calderas solamente por un pasillo aéreo, revestido de maderas y con ventanas por las que batían el aire y el vapor de escape.
Además añadiría que el carbón de hueso animal tiene la particularidad de no permitir la presencia de cenizas en el azúcar refino, lo que convertía el azúcar refino del Hershey en la mejor de Cuba y del mundo. Ya está dicho, si es que lo digo.
Bien que me gustaría decirlo: 0,30 de color era lo habitual, siete mil sacos por turno… ¡Wao! A estas alturas de azúcar blancusa en los mercados no hay quien me lo crea. Y mucho menos que se hacían corridas especiales de 0,10 de color. ¡Qué azúcar! De esa que esparcida sobre una hoja de papel en blanco, como esta, solo se ve el brillo.
Siempre me he preguntado por qué dejaron de hacer ese azúcar, así de súper azúcar. Aún no lo sé y qué falta hace ahora si ya el Hershey no hace azúcar… Eso duele…
Mejor vuelvo a la hoja en blanco y dejo lo del azúcar refino porque, yo me conozco, de seguro le voy arriba a lo del último y el único. Comenzaría diciendo: estoy hablando de Hershey, nombre original de un batey cuyas características de nacimiento y desarrollo lo convierten en un sitio urbano de valor histórico-cultural de significación, clasificado en el movimiento de pueblos modelo —ya en su última etapa— el único construido en Cuba y el último construido en el mundo, y que, además, hasta hace pocos años, era el único entre los que sobreviven con más del 90% de sus características originales.
De seguro que a partir de ahí nada podría detenerme, porque Hershey, Cuba, mi Hershey, es un valor del patrimonio mundial aunque no exista declaración oficial que así lo afirme: un hecho es más importante —y verificable— que un documento.
Verdad es que cualquiera podría pensar que es casi maniático, que soy una ofuscada, pero eso no tendría importancia porque soy consciente de tener el privilegio, y la responsabilidad, de vivir en un sitio de reconocido valor cultural para el país, y que en estos momentos sufre una amenaza sobre su integridad. Todo: construcciones domésticas, civiles, industriales: todo, lo que se dice todo… Eso también duele…
Aquí, a solas ante mi hoja en blanco, debo admitir que si no me decido a escribir estas cosas en que he pensado no es solo porque duela, sino los motivos por los que duele: un lugar que deja de ser lugar… Eso es fuerte, y además tendría que entrar con lo que ya me negué a escribir.
Y bien pensado ¿por qué negarme a escribirlo? Acaso, porque no soy capaz de explicar que un lugar es algo más que geografía o porque si lo escribo le puedo arremeter con todo a un tema que puede resultar espinoso… No veo un por qué razonable, y tampoco hay nada razonable en alguno de estos intentos de comenzar a escribir.
Voy a probar a ver qué sale: un lugar y la comunidad que lo habita —y lo identifica, y lo testimonia— se relacionan íntimamente, y el medio de comunicación es el paisaje: construcciones, calles, y eso, así… Hasta aquí va bien, creo… Ahora bien, un lugar tiene su esencia y su identidad, y para definirlos no basta con la experiencia colectiva sino que se precisa de las experiencias individuales. Creo que sigo bien, ya veré…
Deberé añadir que un lugar es más que un espacio ocupado, de la misma forma que un hogar es más que una casa: en ambos casos hablamos del núcleo de fundación de nuestra identidad, ya sea como individuos o como miembros de una comunidad.
Y aquí tendría que insistir: un lugar es más que localización estática: se suman actividades y significados en su identidad y se le añade ese algo indefinible, sutil e inapresable como niebla sobre cañaveral, ese algo que suele llamarse espíritu del lugar. ¿Poco formal el término? Si escribiera sobre esto lo voy a utilizar, no importa lo informal, porque es algo real y constituyente de la individualidad, y singularidad, de cada lugar. Parece que no estoy diciendo cosa alguna, tal vez deba desistir.
Quizás pueda arreglarlo un poco y para que se entienda deba explicar que la Casa de Carbón, por sus características, es única en Cuba y que al presentar una estructura muy particular nos otorga un sello de distinción: somos un batey azucarero —no importa si paralizado— con una silueta inconfundible.
Tal vez exponer que durante ochenta años, generación tras generación, los pobladores han transpolado la imagen del exterior al interior. ¡Que es un símbolo, vaya…! Explicar que la Casa muestra sus dos chimeneas marcándonos con su estructura, apuntalando nuestro paisaje —exterior e interior— y que se ha convertido, en el tiempo y en la distancia, en la variante industrial del arco iris de Arcadia, que siempre guía con su luz.
Ya me arrepentí, no sigo con el tema. Vuelta a la hoja en blanco, porque como decir que un asentamiento poblacional deslugarizado reduce las perspectivas del hogar y del alcance de los habitantes que se adaptan a la deslugaridad.
No hay forma que el tema acomode porque entraría de lleno en un asunto realmente grave, y que me parece, acá, en mi sillón y mi lugar, que no es tema ni asunto en los mapas mentales de quienes sea que deban saber…
Lo he estudiado seriamente y sé bien —no solo por lo leído, sino por lo visto y vivido— que con la deslugarización llega la negación de cualquier responsabilidad con nuestro lugar, que nos ajustamos al modo de sobrevivencia individual, que reajustamos otras dimensiones de importancia dentro de nuestra propia experiencia y terminamos con cierta reducción de nuestra sensibilidad con relación al otro… Y esa es la consecuencia más seria de la extinción del lugar.
Y este lugar donde estoy, pensando que escribir ante una hoja en blanco, comienza a perderse como lugar. Ya el central se demuele. La Casa de Carbón, alto valor del patrimonio industrial de Cuba y el mundo, símbolo e identidad, está en alto riesgo de desaparición… Nos deslugarizamos.
Mejor lo dejo y vuelvo con Fayad Jamís y su poema: “si no existieras, yo te inventaría…” Buena suerte esa, la de inventarse el lugar. Buena suerte esa que no tengo: cuando no existas cómo te invento, cómo te recreo para el rescate de la memoria física, cómo reparo la pérdida de una pieza insustituible para la historia de la tecnología azucarera mundial, cómo… ¿Existirá alguien que pueda decirme cómo se rehace un lugar, cómo se evita la deslugarización?
¿Y por qué escribiría eso en mi hoja en blanco? Tal parece que no han sido suficientes los palos que me ha dado la vida… ¡Mira eso! He vuelto al poeta aunque con otro poema: “un pobre hombre alucinado, entre calles, talleres y recuerdos…” Puedo admitir aquí, en estas confusiones que nadie ha de leer, que yo también soy una alucinada, que con tantos palos recibidos aún no me canso de decir te quiero.
Y si es así por qué las dudas, por qué no contar de construcciones industriales de valor patrimonial en riesgo, por qué no hablar de lugares que dejan de serlo, con toda la afectación que de ello se deriva, por qué no…
Ahora sí que estoy decidida y ya encontré como comenzar a escribir, ya encontré las primeras palabras que anotar: Ante una hoja en blanco, entre talleres y recuerdos…
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