Apología del pregón.
Mi primera referencia al arte de pregonar se debe a mis tiempos de estudiantes de enseñanza primaria en la escuela «Tomás David Royo», en pleno centro de la calle G —o Avenida de los Presidentes—, en barrio del Vedado.
A las cuatro y media, tras anunciar la salida por medio de un timbre cuya voz ya estaba gastada, un torrente de niños cruzaba su puerta pendiente de dos acontecimientos fundamentales: quién se fajaría a la salida en el parque situado frente a la escuela, y el otro disponer de veinte centavos —una peseta—para comprar pirulí, cremita de leche o melcocha que vendía una señora que se situaba en una de las esquinas de la escuela, justo en el portal de la bodega que estaba en el cruce de las calles 17 y G y que era conocida como «La mascota».
Ella, a media voz, anunciaba sus golosinas y lograba sacar paciencia ante las indecisiones de toda la tropa de chiquillos que se le agrupaban al frente. Su pregón era casi un susurro; aunque a decir verdad no necesitaba anunciar sus productos.
Entre sus fieles compradores estaban algunos padres y abuelas que tenían por misión recoger a los más pequeños o a los que sus padres no dejaban regresar solos a casa. Bien fuera por lo peligroso de cruzar la calle G —aunque siempre ha existido un semáforo en 17—, por la lejanía o por falta de confianza.
En mi caso, desde el segundo grado hacía el trayecto de ida y vuelta a la escuela con algunos vecinos o simplemente solo. Lo que me situaba en la parte superior de la cadena de la independencia infantil.
En ese entorno de vendedores, muchos clandestinos y sin patente, estaban quienes hacían unos excelentes durofríos, chicharritas de coditos o macarrones y los que vendían raspaduras. También estaba el viejo Enrique que vendía los cigarros «al menudeo» y Manzanillo, así le conocíamos, que fabricaba caramelos de menta de esos que llamaban «rompe quijada» o revendía caramelos de chocolates que compraba en el Parque Lenin a dos por un medio.
Con el paso del tiempo descubrí la voz del cantante Abelardo Barroso cuando interpretaba el tema «Panquelero» o la versión del dúo Los compadres del tema «Frutas del Caney». Aunque fue mi alimento complementario a la lactancia materna la voz de Bola de nieve y su versión del «Manisero» de Eliseo Grenet.
Había otros pregoneros en mi entorno de la infancia. Estaba el que anunciaba la entrega de botellones de agua mineral, el lechero que en las mañanas dejaba la botella en la puerta hasta que fue sustituido por «el punto de leche». Virgilio —que así se llamaba nuestro lechero— desapareció de nuestras vidas, lo mismo que del folklore urbano desapareció el repartidor de agua de los manantiales de La Cotorra, situados en el poblado de Guanabacoa. Solo nos quedaron, como referencias de pregones, el sonido del silbato y el llamado del cartero cuando entregaba un telegrama o una carta. Momento este en que todo el barrio sabía quien recibía o no correspondencia. También estaba el paso del afilador que se hacía identificar con el sonido de una filarmónica, o del señor que cargaba en su bicicleta y anunciaba que «estiroooo bastidoooreeeees».
También conocí otras formas de anunciar un producto de forma muy sui generis.
Uno podía estar jugando a cuadras de la casa y el juego ser interrumpido por dos melodías muy particulares emitidas en sonido mono por una bocina tipo trompeta y al escucharlas abandonar todo y salir corriendo a la casa a anunciar a los padres la buena nueva «… ahí está el carrito del helado…». Para mí generación esos camiones fueron la primera puerta a la música clásica. Algunos se presentaban con la música de Chopin o de Strauss. «La polonesa» y el «Danubio azul» llegaron a conmovernos y a estimular nuestros sentidos, sobre todo el del gusto.
Con el paso del tiempo estos pregones y los productos que anunciaron fueron desapareciendo y se sustituyeron por otros, más o menos logrados. Llegaron los vendedores de implementos de limpieza, todos con el mismo tono de voz, con las mismas inflexiones y lo más lamentable con una dicción deplorable.
Junto con ellos los vendedores de dulces. Algunos verdaderos autores de rimas dignas de figurar en una antología; y los que anunciaban en las noches de los años noventa hamburguesas a lo largo del muro del malecón y se pueden considerar los pioneros de la imposición de la compra de un producto en estos tiempos. Quien no recuerda la frase «… lleva tú hamburguesa aquí…». Esa modificación a la ciencia del marketing prevalece hasta nuestros días y todo indica que no ha de desaparecer.
En la franja de la ciudad donde habito también pululan los pregoneros que tienen la adorable capacidad de interrumpir la tranquilidad nocturna con sus llamados a que le compremos «lo nuestro»; eso que ellos nos han arrebatado —según se desprende de sus propias palabras o canticos de venta— y sin lo cual no podemos vivir.
A pesar de ello hay sus excepciones. Se trata de un panadero que de alguna manera es heredero de esa tradición que alguna vez llevó a grandes compositores a reflejar esa forma y casi convertirlo en un subgénero —inter género le llamaría con alegría la conocida Nerys González Bello— de nuestra música popular bailable.
El hombre ha sido más que popular en los últimos años y siempre se le espera antes de la novela de turno; incluso en tiempos de pandemia mantuvo su alegría y derrochando cuidados cambió su horario de trabajo para las mañanas. Ahí les dejo esta pieza por la que el hombre bien pudiera clasificar para futuros derechos de autor. Díganme si no es una joya.
Tú sabes quién llego…
vecina tú sabes quien llegó…
soy yo… el panadero…
tú panadero el pan…
aquí estoy pasando por tu puerta…
Tú sabes quien llegó vecina…
el que estabas esperando…
a esta hora y calientico…
Soy yo el panadero el pan…
Oye vecina…
no te demores que se acaba…
humeante…
soy yo el panadero…
tu panadero el pan…
vendo hoy y cobro mañana…
tú panadero el pan…
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