Queridas comadres, muy dilectos compadres: hoy, para hablar de Cuba, vamos a plantearnos una interrogante trascendental, una pregunta de altos vuelos filosóficos, una duda que hubiera dejado perplejo, patidifuso, al mismísimo Descartes.
Sí, gente querida, porque hoy, con el pasado cubano a la vista, vamos a intentar una respuesta a este insondable misterio: para hacer periodismo, ¿es imprescindible dejar de ser un cubanote simpático, y transformarse en un ser envarado, almidonado, tieso, huérfano de la gracia? ¿Se requiere de un ceño adusto, un gesto agriado, un ademán ácido? En pocas palabras: para ejercer el aperreado oficio de la prensa, ¿es necesario haberse tragado un palo de escoba?
El escritor italiano Umberto Eco nos entregó una deliciosa novela policial, titulada El nombre de la rosa. Allí, al final, nos enteramos de que los crímenes en serie, ocurridos en un monasterio, han sido perpetrados por un monje que odia ver reír a la gente. Sí, él considera pecado capital a la risa, y hasta a la sonrisa.
Y a veces, cuando uno recorre algunas planas periodísticas, da la impresión de que han sido escritas por el monje medieval enemigo de la alegría. En efecto: puede suceder que hojeemos líneas que parecen conspirar contra la comunicación gozosa, placentera, sonriente.
Y al respecto se hace necesario insistir en la interrogante: para escribir periodismo, ¿hay que mostrar un ceño adusto, un gesto agriado, un ademán ácido?
La respuesta la hallaremos, con pelos y señales, hablando de cuando nuestra prensa, aun siendo niña, ya era agresivamente humorista.
¿Se imagina usted a San Cristóbal de La Habana sin esas joyas de nuestro barroco que son los palacios de los Capitanes Generales, del Segundo Cabo, del Marqués de Aguas Claras? ¿Puede usted concebir a esta majestuosa capital sin la coquetería que femenilmente despliega la fachada de la catedral? Ah, pues todo ello vino al mundo —al mundo habanero— en un instante sin lugar a dudas crucial en el pasado cubano: ese período que llaman Despotismo Ilustrado.
Y el asunto del humor entre los chicos de prensa cubana se remonta a aquella época, a los albores de nuestro periodismo.
En efecto: la bien llamada “chivadera” cubana la encontraremos si nos decidimos a emprender un viaje hasta nuestra mismitica semilla.
Antes, solo habían existido algunos boletines que publicaban anuncios comerciales y reportaban las entradas y salidas de buques en la rada habanera. Pero el 24 de octubre de 1790 ve la luz en Cuba un primer órgano de prensa merecedor de tal nombre: el Papel Periódico de La Habana. Es cierto que allí había enjundiosa crítica literaria, o artículos sobre comercio y agricultura. Ah, pero desde aquellos días fundacionales, el salero cubano comenzó a mostrar su boca carcajeante.
Así es. Los redactores —a menudo camuflados tras un pseudónimo— se dan gusto hablando mal del prójimo, y haciéndolo de una especialísima manera: a través de ese ácido de acumulador que es la burla. Y, en el Papel, se ríen de todo el mundo, desde los ajedrecistas hasta los varones que se emperifollan como vacas de rifa y andan siempre atentos a su peinado.
Uno de los bromistas gacetilleros, quien no tenía muy buena opinión del matrimonio, publicó este corrosivo epitafio:
El que está aquí sepultado,
porque no pudo casarse,
murió de pena acabado:
¡cuántos mueren de acordarse
del día en que se han casado!
Otro de aquellos jaraneros, la emprende contra una dama que llevaba una vida… ¿cómo decirlo?... bueno, una vida algo alegre, desordenadita:
Hay, Celia, diversos modos
de ser al sol semejante:
lo eres tú, no en el semblante,
sino en ser común a todos.
De seguro ustedes conocen, comadres y compadres, a ese tipo de gente que ven las pesetas del tamaño de ruedas de carreta. Sí, más duros que “carcañal de indígena”. Los que en el Oeste los hubieran matado, por su poca disposición a sacar, no un revólver 44 de la funda, sino un billete del bolsillo. Ah, pues en uno de esos avaros se cebó cierto travieso redactor del Papel Periódico, con este epitafio:
Si te acercas, pasajero,
a pedirle a Dios por mí,
con tranquilidad te espero;
mas si a pedirme dinero,
marcha al instante de aquí.
Antes ya lo habíamos dicho: en las páginas del Papel Periódico de La Habana, hace más de doscientos años, le tenían declarada la guerra a los llamados “currutacos”, o sea, varones que cuidaban con exceso de su acicalamiento y vivían demasiado atentos a la moda. Miren ustedes estos versos, allí publicados, y que del tema se ocupan:
Bajo estos cuatro renglones,
obra de un numen bellaco,
yace un triste currutaco
que se ahogó en los pantalones.
Y a otro, que padecía del mismo mal, le dedicaron esta andanada:
Aquí yace un Mono Pongo
que murió, fatal desastre,
porque un pícaro de sastre
le echó a perder un zorongo.
Aquellos redactores, quienes más que de pluma parecen haber estado armados de puñales, no les dan cuartel a quienes hacen el ridículo, con tal de estar a la moda. Así dice un comentario:
Algunos andan pelados hasta de media cabeza, como los indios que vienen de la Costa, y otros con dos salchichones de Génova por bucles, o bien dos guatacas formadas por el mismo pelo, batidas y empolvadas hasta el extremo de asemejarse a los perros de agua. ¿Qué diremos de los tacones y palillos? No parece sino que van en zancos, tan ajustados y metidos en sus calzones, que yo no sé cómo pueden hincarse en la iglesia sin que revienten.
A los redactores del Papel Periódico de La Habana, no les resultaban precisamente gratas las damas que, teniendo ya avanzadísima la cuenta de los almanaques, pretendían la apariencia de primaverales damiselas. Miren este chisguete de ácido que, sin piedad, lanza un columnista:
Lo que más me maravilló fue ver la agilidad con la cual sacaba de uno de los botecillos una especie de masilla del color de la cara, con que atarugaba los hoyos que tenía en ella. Acabó, en fin, de retocarse y embarnizarse a su beneplácito, y con el espejo en la mano se levantó, mirándose y remirándose, puliéndose y repuliéndose, ya el pelo, ya las arrugas, ya afirmándose los dientes. Ella juzgó que estaba a las mil maravillas, y a mí me pareció el mismísimo diablo.
No satisfecho con lo dicho, el articulista además le dedica a la momia este soneto:
Ese continuo afán, esa destreza
con que tu rostro adornas y atarugas,
no podrán ya quitarte las arrugas
que a su tiempo te dio Naturaleza.
Por más que quieras ostentar belleza,
haciéndole a la edad horrendas fugas,
más te avejentan, madre, y te corrugas,
al paso que declaras tu simpleza.
¿Ese espejo luciente no te avisa
que es grande ceguedad, error tamaño,
pisar del modo que la joven pisa?
Si la edad te ha inferido el grave daño,
¿a qué le das motivo a la risa,
pobre Merencia, con tu loco engaño?
Hoy, para hablar de Cuba, nos hemos remontado en el tiempo, al punto de llevar nuestras coordenadas hasta más de dos siglos, cuando los muchachos de la prensa que se agruparon en torno al Papel Periódico de La Habana no respetaban a nadie, ni a ridículos fanáticos de la moda, ni a avaros aferrados a la moneda, ni a viejas que pretendían un regreso imposible a la adolescencia, todo lo cual les hizo posible probar lo que ya sospechábamos: para ejercer el periodismo no hay que ser un sujeto agriado, circunspecto hasta el estiramiento, y con apariencia de haberse tragado un palo de escoba.
Publicado: 2 de noviembre de 2017.
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