Hay momentos que nunca se olvidan. Los que me leen y conocen saben que casi siempre omito la primera persona y que rara vez escribo sobre alguna vivencia íntima. Quizás la edad facilita la emisión pública de algún que otro recuerdo o acaso genera la necesidad de brindar experiencias profesionales incitadoras de renovadas empresas investigativas. Quiero que el lector crea en esto último y no en las posibilidades brindadas por el encuentro con la vejez. De todas formas, siempre será bienvenida cualquier reflexión en torno a lo ignoto o a lo insuficientemente estudiado.
Bien lejos de los estudios docentes, sobre todo universitarios, leyendo a “Prosas” de Julián del Casal, en los finales de los años sesenta del pasado siglo, tuve mi primera cita con Aurelia Castillo. A Casal sí lo conocía a través de mis estudios de bachillerato; por cierto, mi profesora de literatura cubana fue una de sus sobrinas, Carmen Peláez, hermana de la gran Amelia. En la universidad regresé a él, pero bajo una óptica demasiado historicista, debido a la especialidad de la carrera, y siguió presente como algo mágico de lo que no podía desprenderme.
Sin embargo, “Prosas” estremeció mi sensibilidad de recién graduada, porque me mostró una parte del desconocido mundo de una mujer prácticamente omitida en los libros docentes y en la palabra de mis maestros. Solo la gran Tula, la Avellaneda de “Al partir”, aparecía como el símbolo identitario de la gran poesía femenina, sin exceptuar, por supuesto, a la tan elogiada Luisa Pérez de Zambrana.
Muchos años más tarde, a principios de los años ochenta, sin dejar de leerla en cuantas historias de la literatura y antologías cayeran en mis manos, revisando el fondo manuscrito Castillo en la entonces Sala Cubana de la Biblioteca Nacional José Martí, descubrí el epistolario sostenido entre la gran poeta y escritora y el no menos trascendente intelectual Rafael Montoro. Fueron los años iniciales de mis estudios sobre el autonomismo en Cuba. Por supuesto, ya había leído los seis volúmenes de Escritos..., publicados en 1913-18, donde gran parte de su obra estaba compendiada.
Aquellas cartas filosóficas, bellas y sumamente cultas, me removieron la necesidad de conocer los derroteros de quien era capaz de enfrentar con ética, valor, dignidad y delicadeza al político y filósofo aferrado a su viejo hegelianismo de derecha. Sin pretenderlo, en una época injustificadamente carente del juicioso debate intelectual, la gran dama de la cultura camagüeyana y universal, desde su tiempo convulso y complejo, volvía a mostrarnos su insaciable necesidad de confrontación respetuosa de los saberes. Lamentablemente, no supe o no pude detenerme en ella. La investigación sobre el liberalismo me desvió hacia otros rumbos.
Hoy la vuelvo a encontrar en su real y justa dimensión gracias a los estudios pormenorizados, altamente convincentes por su objetividad y excelente escritura, de la eminente intelectual, espirituana de nacimiento, pero cuya raigambre profesional es del Camagüey de todos los cubanos: la doctora Olga García Yero.
Sabía de sus quehaceres, vinculados estrechamente a Luis Álvarez Álvarez, su esposo, favorables al conocimiento de la historia cultural. Ambos han logrado que las fronteras se multidimensionen hacia todos los confines del país y se tornen cada vez más universales. Solo el profundo conocimiento de los procesos identitarios nacionales puede producir semejantes empresas científicas. No hay realidad histórica concreta aislada de múltiples aconteceres, y mucho menos de la polisemia de los fenómenos políticos, sociales y, sobre todo, espirituales. Álvarez Álvarez y García Yero conforman un grupo de intelectuales cuyo regionalismo solamente radica en el lugar donde viven en tanto han sido capaces de develar que todo, o casi todo, pertenece al país. Con semejante afirmación no se niegan los valores o peculiaridades de una determinada cultura geográfica, local, sectorial o clasista, por el contrario, se reconoce y admira a quienes contribuyen a sus estudios y socializaciones. Pero hay que comprender que los orígenes, cualesquiera que sean, no inmovilizan la trascendencia de las figuras con sus pensamientos y conductas, más bien se asumen como constantes e inacabadas aperturas hacia la diversidad que caracteriza y une a los cubanos donde quiera que residan.
García Yero, en particular, es una profunda conocedora de la historia cultural del país. De otra forma no hubiese podido mostrar los recónditos callejones del pasado, con sus incoherencias y contradicciones, sin salvar la fe en el futuro, valor necesario para estos tiempos difíciles. Ahora solo presentaré algunos de los aspectos relevantes de su ensayo o capítulo titulado “La escritura a conciencia: Aurelia Castillo de González”, publicado en la excelente monografía colectiva denominada La luz perenne, la cultura en Puerto Príncipe. 1514-1898, de las editoriales Ácana y Oriente (2013). Como coordinadores fungen los mencionados Álvarez Álvarez y García Yero, además de Elda Cento Gómez, también autora de su primer capítulo. Los restantes escritores son Carlos Antonio Vilaplana Santaló, Manuel Villabella Marrero, Lourdes Gómez Consuegra, Henry Mazorra Acosta, Adela García Yero y Verónica Fernández Díaz. Diferentes especialistas en saberes culturales han producido un texto coherente, bellamente legible y modélico en el enjundioso y retador universo del pasado espiritual principeño.
La extensa vida y obra de la escritora camagüeyana es presentada sin atávicos lenguajes conformadores de una imagen idílica y paradigmática inconvincente para la contemporaneidad. Fluye su estilo como si estuviese conversando dentro y fuera de la época, es decir, desde el presente hacia el pasado, tal y como deben ser las justas valoraciones. No se trata de un ensayo biográfico ni tampoco una visión pormenorizada de las conductas creadoras de la escritora. Se está delante de un estudio global y minucioso de quien pudo, y bien que lo supo hacer, legar, para todos los tiempos, una excelente obra de pensamientos. Porque García Yero, con su Aurelia inteligente, sagaz, sensible, dinámica y ardiente de pasiones, nos hace transitar por los beneficios de la inteligencia y, sobre todo, detenernos creadoramente en ellos.
Para presentar al personaje en cuestión, la autora no esboza en bloque los contubernios de la época. Ella los instrumenta no solo para historiarlos, sino para demostrar la relación entre quien tuvo que solventarlos a base de talento y creación y la realidad concreta de un universo conservador, quietista, pero con las angustias y avatares de su inevitable transformación. Porque la gran Aurelia fue una mujer de transición, y ello implica un análisis sumamente refinado y peculiar de su impronta en la historia, cuestión plenamente lograda por la investigadora y profesora.
En el estudio hay notables lecciones de ética. Una de ellas, tal vez la más notable, es el análisis del binomio Avellaneda-Castillo. Mala costumbre de no pocos analistas de hacer comparaciones innecesarias. Los textos de historia están altamente dotados de semejante mal hábito. Algunos docentes también recurren a ese deleznable recurso para resaltar a una figura específica. Peor aún resulta cuando se enaltece a un indudable patriota o personalidad cultural relevante desconociendo a los demás. El escolasticismo medieval regresa a la actualidad con su zaga irreverente cuando se incrusta en los imaginarios a los “dioses humanos” en detrimento de la multiplicidad de muchos seres cuyas obras posibilitan el fortalecimiento de la identidad de nuestro país. García Yero niega la eventualidad de la preferencia inopia e injustificada cuando a cada una le otorga su celebridad merecida, a la vez que respeta los criterios contrarios a sus puntos de vista. Puede el lector seleccionar, o mejor, decidirse por las dos. Pero, sobre todo, aprehender de ambas y, también, del virtuosismo ético de la historiadora.
Cuestión reiterada es el vínculo de Aurelia con Ignacio Agramonte. Una vez más la historia se desmonta, aunque ya otros especialistas lo habían logrado, especialmente Elda Cento, solo que en esta oportunidad el análisis se adentra en las sensibilidades, no como categoría científica, sino como elemento consustancial a la idoneidad humana, denotándose un gran dominio del fascinante mundo de la sociología cultural en su interacción con la psicología social. Hay, además, una rara mezcla de escritura emocional con la historia en particular.
La trascendente literatura de la autora de “Agua de Tinajón”, poema exhaustivamente analizado en el texto, constituye una pieza de aprendizaje académico. Así, se muestran los valores de una crítica convincente gracias al dominio de semejante especialidad. No hay recurrencias innecesarias, ni desplazamientos epocales, y mucho menos la pedantería en quien denota su profesionalismo en el oficio de enseñar el difícil arte de las imágenes del buen decir a través de la escritura contemporánea. Todos los géneros asumidos por la trascendente camagüeyana son revisados, o mejor, revisitados, por García Yero, para destacar su vigencia en el mundo literario de hoy, donde, como entonces, la vulgaridad bisutera intenta desplazar la belleza de la noble palabra literaria.
Después de un largo y ameno recorrido por personalidades, incluyendo a Sanguily, Varona y Martí, revistas y periódicos, instituciones y sociedades, políticos y gobiernos, el ensayo concluye con tres temas altamente cotizados en la actualidad: mujer, patria y progreso, sin excluir la racialidad como parte de los asuntos abordados. La autora no se inmiscuye en el complejo debate entre género y feminismo, bien lejos está de desconocer sus tendencias y proyecciones actuales, pero su propósito es develar la identidad del feminismo de una mujer cuya modernidad radicaba en su real sentido de libertad sin desconocer las diferencias. Al propio tiempo, muestra el valor de sus lecturas y la dimensión de su sabiduría personal conscientemente evolutiva. De forma paulatina, la sociedad se transformaba, pero siempre por debajo de quienes sufrían sus atavismos. Lo extraordinario de la poeta fue crear su propia renovación muy por encima de lo entonces naturalmente establecido por las “normas sociales”. Ese fue también su mensaje para el futuro: ser diferente en igualdad de derechos.
La íntima patria de Aurelia del Castillo –así lo fundamenta su analista– está en su sentido emancipatorio. Por eso, el epígrafe se presenta de forma integrada. No hay conciencia de nación sin libertad interna. Las prisiones del alma son también las del país, y viceversa. La patriota se liberó de sus cadenas ancestrales con su perenne canto a la Cuba de sus orígenes y sueños. Sin pensamientos no es posible andar hacia la eternidad.
Cuando terminé de leer el ensayo de Olga García Yero y el libro en su conjunto, regresé a mis orígenes. Sentí la dicha del descubrimiento, el placer del aprendizaje y la gloria de mi cubanía camagüeyana. Estoy segura de que el lector sabrá escuchar el virtuosismo de una obra mayor.
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