Baile, en cuerpo y espacio, apto para todas las celebraciones
¿Cómo hacer para articular la ancestral correspondencia entre el cuerpo que danza y el espacio que es danzado? ¿Sabremos siempre celebrar esos modos donde cuerpo y espacio se unen desde el interés común, colectivo, grupal de sus músicas y danzas? Cuando decimos “cuerpo” pensamos en la parte física de un ser, también en su apariencia, en su salud o en su quebranto. De manera rápida y elemental, referimos que se compone de cabeza, tronco y extremidades. También pensamos en otros cuerpos posibles (y hasta imposibles), incluso, más allá de las funciones, mecanismos y morfologías del primero. De esas nociones se derivan cercanías y distancias en la gran cartografía corpórea de tantas concepciones diseminadas. Y en esas disgregaciones el cuerpo se reafirma como un imborrable centro de confluencias culturales, artísticas, de aptitudes y presencias. Aquellas que lo han marcado por fuerzas de múltiples trayectorias y que han trazado las formas de entenderlo, clasificarlo, jerarquizarlo o anularlo en todas direcciones a través del tiempo y los itinerarios humanos y divinos.
Para el folklorista Rogelio Martínez Furé, maestro fundador en la danza folklórica escénica cubana, la convergencia entre cuerpo y espacio es lugar para la reinvención y renacimiento del ser. De ese ser-danza en el continente de toda la experiencia corpórea de las huellas personales que, por igual, atraviesan “el lenguaje del movimiento y se encarnan como dispositivos escénicos que más allá de volverse metáforas de sí mismos, se vuelven metáforas del sentir humano”. Entonces, el cuerpo se presenta como esencia que permite identificar un modelo de identidad social y cultural. Cualquier mínima capacidad de influencia tiene un efecto más o menos directo sobre lo corporal. El espacio, por su parte, se percibe, se edifica y demarca a través de lo que hacen los cuerpos en él. Y ahí, en esas confluencias, el contexto social y cultural desarrolla modelos, modulaciones que constituyen un cuerpo integrado, y su correspondiente integración grupal alrededor del baile colectivo y social.
Así, hace apenas algunas horas, la comparsa tradicional Los Dandys de Belén, nos invitaba a la ceremonia del “Bautizo de las farolas”, justo debajo del Arco de Belén en la Habana Vieja. Con la presencia de vecinos, líderes del barrio, creadoras y creadores aficionados y profesionales, con el acompañamiento de las autoridades gubernamentales de la provincia y el municipio anfitrión, trazar coordenadas cooperativas para, en cuerpo y espacio, asegurarnos que la danza nunca ha dejado las calles, sus corredores, parques y plazas. Con el hecho de bautizar las farolas de las comparsas tradicionales, acto simbólico muy antiguo y una de las maneras de mantener viva la tradición en la cultura popular cubana, se alejan los maleficios y se invoca a los buenos espíritus para que todo sea un éxito en las festividades por venir.
Quizás, tal como ocurre cada año durante el “Festival Internacional de Danza en Paisajes Urbanos: Habana Vieja, ciudad en movimiento”, ahora, el baile arrollador de Los Dandys de Belén y sus farolas bendecidas, en el enclave natural de la comunidad que los acoge, vino para trazar otras reglas del juego.
Y es que, la evidencia del gusto colectivo por esta manifestación danzaria festiva, donde la improvisación musical y de los bailes tiene un efecto determinante dentro del discurso coreográfico/espectacular que se va generando, de conjunto con el pasacalle, la interacción con el espacio arquitectónico y el entorno urbanístico, se develan las intenciones creativas de David Frank Acosta Mazorra, joven director de la comparsa tradicional. Al tiempo que nos muestra cómo saber beber de las fuentes patrimoniales, fundacionales de la manifestación, con leyendas e historias, con elementos distintivos que estuvieron en los desfiles inaugurales de la comparsa en 1938, para permitirse atravesar y dialogar bajo los nuevos desafíos que implican la permanencia y reinvención temporal de este maravilloso acontecimiento.
En las relaciones cuerpo-espacio que se imponen desde estos contextos, donde el habitante y transeúnte habituales siguen recorriendo sus trayectos acostumbrados; acercar o juntar los cuerpos al clamor de tumbas y congas, de claves y cencerros, de trompetas y chiflidos (cual sensores que detectan el cuerpo grupal y compacto de quienes desfilan), se describe cómo cuerpo y espacio redefinen sus valores. El viaje recurrente por la misma geografía supone un re-acomodamiento del cuerpo que transforma el mismo objeto en múltiples objetos. Quién sabe, a lo mejor el cuerpo recobra su sitial de ser espacio para todas las celebraciones, como nos dijera Roxana Galand. Quién sabe, si en su apostura, cuerpo y espacio quieren/beben abrazar modelos más atemperados a nuestro presente. Y en él, la dimensión de lo vivido y de lo deseado, recupera el espacio público como agente de fraterno encuentro entre los cuerpos y la cultura. Allí, en pleno corredor de la comunidad para abrazar nuevas cercanías y poetizar el campo que genera la conga, el arrollado y el contagio de un baile, en cuerpo y espacio, apto para todas las celebraciones.
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