Una tenaz investigadora cubana, desapolillando viejísimos documentos, encontró extraordinarios paralelismos, entre el famoso cuento de Charles Perrault y ciertos tenebrosos sucesos acontecidos en La Habana colonial, donde se comentaba que no uno, sino dos émulos del macabro personaje Barba Azul, habrían de convertirse en adictos al asesinato de sus jóvenes esposas.
Se cree que el escritor francés, nacido en 1628 y fallecido en 1703, fue inspirado en los terribles acontecimientos realmente ocurridos en Tiffauges, protagonizados por Gilles de Laval, Barón de Rais, nacido en 1404 en el castillo de Macheoul, Francia, quien a los 25 años renunció al honor otorgado como Mariscal de Francia y tras retirarse a sus posesiones de la mencionada villa, sufrió una total metamorfosis moral y decadencia mental que le convirtieron en sádico asesino de criaturas, a quien fueron atribuidos más de 200 crímenes de niños y adolescentes.
Cuando el Duque de Gran Bretaña escuchó las denuncias de los aterrorizados pobladores, el Barón de Rais, a quien llamaban Barba Azul, fue detenido, juzgado y condenado. La historia consigna que fue llevado al patíbulo el 26 de octubre de 1440, para ser ahorcado y luego quemado en la hoguera. Cuentan que allí arrepentido, pidió perdón a los padres de las víctimas y suplicó que nadie siguiera su ejemplo.
Barba Azul, el cuento de Perrault, donde un inescrupuloso asesino, acostumbraba a eliminar físicamente a sus esposas, fue todo un éxito. En realidad, ya convertido en uno de los clásicos de la literatura, ha sido leído por incontables generaciones y no es de extrañar, que al menos dos de los principales protagonistas de estas tétricas historias habaneras, hubiesen descubierto la mencionada obra, quedando profundamente influenciados por ello.
La conocida investigadora y periodista cubana Ada Oramas, nos cuenta en su demandada columna “Lecturas de domingo”, del diario Tribuna de La Habana, cómo realizó esta investigación, hurgando en partidas de bautismo, legajos, cartas y otros documentos diversos de la época, para ofrecer a sus lectores estas dos historias protagonizadas por personajes que existieron realmente. Acontecimientos ocurridos en el benemérito y amurallado asentamiento de San Cristóbal de La Habana, protagonizados por algunos de sus más respetables moradores. Los mismos que a diario circulaban por sus adoquinadas calles, a caballo, o en lujosas volantas y ostentosos quitrines, luciendo costosos e impresionantes vestuarios de la época.
En este caso que hoy nos ocupa, en ocasiones estaremos moviéndonos una vez más en esa delicada línea resbaladiza, entre lo histórico y lo elucubrado por el imaginario popular. Zona estrecha, difusa y oscura, sin línea divisoria, ni marcadores que la definan en puridad absoluta y por tanto muy fácil de cruzar sin darse cuenta. Así se torna a veces territorio maldito, esta frontera entre la historia y la leyenda. Porque es zona de embrujamiento, donde el tiempo real se diluye y nos abduce el tiempo mítico. Indefinido territorio, donde ocurren los más curiosos procesos al configurarse un suceso en la memoria popular, en el cual los acontecimientos funcionan como acciones míticas, los personajes históricos dejan de serlo y son asimilados como arquetipos. Es por eso tal vez, que la memoria colectiva tiende a no retiener acontecimientos ni individualidades históricas, sino que automáticamente, hace una reconversión en acciones míticas y figuras típicamente arquetipales.
El primer Barba Azul cubano
Según nos cuenta la incansable periodista cubana Ada Oramas, Pedro Agustín Rocasolano y Urbiazo puede que estuviese de recorrido por el extenso cafetal propiedad de la familia, en Guanajay, cuando queda deslumbrado por la extraordinaria belleza de una hermosa quinceañera, quién también a su vez le miraba desde una ventana. Se trataba de María de los Ángeles López de La Vega e Igueregui. (1)
Antes de aporcarse los terrenos para la próxima cosecha cafetalera, Pedro Agustín estaba comunicando a don Ricardo López de La Vega y Maroto, sus más sanas intenciones para con su hija y la ceremonia no se hizo esperar. El 20 de septiembre de 1793 se unían en sagradas nupcias, el heredero de los Rocasolano y la mocetona María Antonia, en la parroquia de Guanabacoa. Más luego del matrimonio, la pasión de este inquieto varón comenzó a languidecer muy pronto. Se rumoraba sobre sus escapadas a la villa de San Cristóbal de La Habana, las cuales eran cada vez más frecuentes y era creído por muchos, que estaban en proporciones directas con sus abundantes aventuras amorosas. Cuentan que la adolescente resistía calladamente los improperios y exabruptos del marido, por no lograr la germinación de una criatura en su vientre. Así las cosas, muchos creen que Pedro Agustín manifestase a su conyugue, cómo un médico amigo suyo le había preparado un medicamento para hacerla fértil, del cual debía tomar en secreto, pues era considerado una deshonra, el no tener herederos. La desdichada niña, sintiéndose culpable obedeció apenada y se deduce que su ingenuidad le costase la vida. (2)
En breve, Pedro Agustín consideró oportuno desaparecer de aquellos lugares, acomodándose en el palacete de la familia, casi en mismo centro de la villa de San Cristóbal de La Habana, donde no salía de un conflicto de faldas, para caer en otro. Sus padres le enviaron por algún tiempo a Francia, pero debieron hacerle regresar muy pronto, debido a sus galanteos con cierta condesa que ya tenía marido. Por lo cual le ordenaron regresar a La Habana.
Tres días después de su regreso de la Ciudad Luz, asistió a una de aquellas frecuentes retretas habaneras, posiblemente en la Plaza de Armas, y allí quedó deslumbrado por la frágil belleza de una joven mujer. En cuanto comenzó a indagar por ella, descubrió que era la hija menor de una familia del más alto linaje. Se nombraba, María de los Dolores Loret y Rodríguez Campos, quien le diera entrada a su casa, donde en muy breve tiempo Pedro Agustín pidiera su mano. Sus segundas nupcias fueron celebradas en la conocida Parroquia del Santo Cristo del Buen Viaje, el 5 de julio del año del Señor de 1810. De este matrimonio nacieron tres hijas: María Cecilia; María Josefa; e Isabel María. (3) Todo parecía marchar bien, pero en realidad don Pedro reprochaba de continuo a su esposa, por no darle un heredero. María de los Dolores sufría calladamente aquella vergüenza de no parir varón, así que debió aceptar confiada y gustosa cuando se supone que Pedro Agustín le ofreció el extraño medicamento, del cual afirmaba su marido, podría contribuir al nacimiento de un hermoso niño. Tras el consabido juramento secreto que aseguraba su impunidad, y con extrema cautela, cuentan las malas lenguas, que don Pedro le fuera suministrando, gotita a gotita cuidadosamente administradas, de aquel frasco contenedor de un líquido lechoso de matices azulados. Poco a poco, las energías fueron abandonando el cuerpo de su esposa, quien a los quince días sufrió una repentina trombosis. Una semana después, la segunda María en la vida de don Pedro Agustín Rocasolano, abandonaba este mundo cruel. (4)
Es de notar que don Pedro se hizo mucho más rico y durante catorce años mantuvo una viudez al pairo, con uno que otro devaneo, atendiendo los negocios heredados de sus padres. Entre las numerosas propiedades recién adquiridas, tenía una fábrica de azúcar muy cercana a la villa de Puerto Príncipe (hoy Camagüey). Allí conoció a una hermosa joven que podría haber sido su nieta, Marina Arriate y Piña, quien lo fascinó como ninguna otra fémina. Pese a la oposición del padre de Marina, nuestro Barba Azul contrajo matrimonio por tercera vez, el 27 de junio del 1830, en la Parroquia de Guadalupe. (5)
Mas ocurrió que esta nueva conyugue también estaba defectuosa, según las obcecadas introspecciones de Pedro Agustín, quien a los pocos meses intentó suministrarle la consabida pócima. Pero Marina era mucho más despierta que las anteriores esposas y se negó rotundamente, pues conocía las extrañas muertes de sus predecesoras. Así las cosas, algo asustada pero firme, alegó un terrible malestar con lo cual consiguió regresar a casa de sus padres, salvando la vida. Según nos cuenta nuestra admirada y estudiosa Ada Oramas, fue esta la última vez que viese Pedro a su última esposa, la cual relató a los familiares el secreto del marido, de quien muy poco se supo, hasta que la flaquita de la guadaña debió llevárselo el 2 de noviembre de 1839 en la localidad de Ceiba Mocha, donde tal vez en el momento de irse del mundo, quizás estuviese elucubrando otro acto propio de su adicción a matar esposas. (6) O quién sabe, si antes del último suspiro, se asomó por alguna esquina de su alma, el ángel del arrepentimiento.
La segunda aparición de un Barba Azul habanero
Primo del anterior por parte de padre, don Miguel Antonio Rocasolano y Campos, nacido en 1783, quien llegó a ser teniente coronel del Regimiento de Infantería de Milicias, de la villa de San Cristóbal de la Habana, acudió una fresca noche de mayo de 1818 al palacio de los Condes de Casa Jaruco, para cumplimentar la invitación recibida, con motivo de una fiesta allí celebrada. Un breve tiempo después de llegar, hubo de fijar su atención en una jovencita a quien nunca antes había visto. Se trataba de María del Carmen Villavicencio y Zaldivar, quien “por pura casualidad” era hija de don Bartolomé Villavicencio y Díaz-Pimienta, Coronel de Milicias, y jefe superior de don Miguel. Comenzaron las más serias relaciones, que cerraron el breve noviazgo con la boda de esta preciosa pareja, en la parroquia de Guadalupe, el 18 de junio de 1820. (7)
Cuentan que de buenas a primeras, don Miguel comenzó entonces una ascensión meteórica en su carrera militar, y las malas lenguas afirmaban que todo era apadrinado por su suegro, quien muy lejos estaba de saber que su subordinado preferido, andaba con otra mujer. Una bella mulata que vivía en un cafetal de Artemisa, en la finca de los abuelos del joven militar. Ocurrió entonces que cierto día, María del Carmen se pinchó un dedo con un clavo herrumbroso y la muerte se apareció de pronto, cuando ya, lo que a todos parecía como el tétanos, la había paralizado por completo. Hubo quienes dijeron, que don Miguel decidió calmar su pena en el bucólico ambiente del cafetal de sus abuelos. Nadie sabe cómo fue, pero al siguiente día de su llegada a la finca, los perros del mayoral encontraron en el monte el cadáver de quien fuera, la mulata más linda de aquellos contornos. (8)
Don Miguel continuaba visitando con frecuencia a sus suegros y casi seguro que lo hacía, porque se percataba de la simpatía que despertaba en su joven cuñada, quien estaba acabadita de cumplir sus veinte años. Como era de esperarse, esta atracción culminó en matrimonio, cuya ceremonia se produjo el 16 de enero de 1835, en la misma Parroquia en la cual, quince años antes se casase con su hermana, la Capilla de Guadalupe. Según lo narra nuestra empeñada investigadora Ada Oramas, (9) cuentan que María de los Dolores era muy parecida físicamente a su fallecida hermana, pero nadie recordaba que hubiese tenido problemas con el sueño. Lo cierto es que una noche, su grito despertó a todos en la casa. Eran pasadas las cuatro de la madrugada, cuando cayó desde lo alto de la escalera. Alguien habló de sonambulismo. Don Miguel quedó viudo de nuevo.
Tres años después, aquel fornido y elegante militar de casi cuarenta años “acudía a los salones y solía galantear con las jóvenes de las familias más adineradas de la sociedad habanera, con el encanto misterioso que le rodeaba por su viudez reiterada”. (10) En esta ocasión, en el punto centro de la mira tenía a doña Rita Andrea Arbizuela y Ordóñez, a quién desposó en la mismísima Catedral de La Habana, el primero de octubre de 1842, (11) Matrimonio del cual nacieron cinco hijos: María de las Mercedes; Rita; Joaquín, José de Jesús y Antonio, quienes nunca pudieron explicarse la extraña muerte de su madre, quien cayó al suelo como si fuese fulminada por un rayo, al pincharse un dedo con una aguja, al parecer inofensiva, aunque presumiblemente untada con rara pócima, (12) según comentaba el vulgo.
De esta manera, nos relata nuestra admirada doña Oramas, Miguel Antonio se convirtió en el blanco de los comadreos de la villa de San Cristóbal de La Habana, y al decir de ella, que estudió a fondo estas tristes historias, “en los salones, en los cafés, en los zaguanes y hasta en los barracones de esclavos hablaban sobre las extrañas muertes de las mujeres que le amaron. Todos coincidían en que portaba una especie de aura fatal. Y hubo muchos que a sus espaldas, le llamaron el Barbazul de La Habana Colonial”. (13)
Es de notar, que estos acontecimientos desapolillados por nuestra aplicada investigadora Ada Oramas, no tendrían el final del cuento de Perrault, ni tampoco terminasen como la historia del Barón de Rais, que lo inspiró. Doloroso y triste es, que las trágicas y misteriosas muertes de estas jóvenes desposadas fuesen rigurosamente ciertas, tan genuinas, como real fue la existencia de estos dos Barba Azules de La Habana colonial, al parecer nunca acusados ante las autoridades. Por demás está decir, que si alguien se hubiese atrevido, a levantar tal calumnia, ante personajes de tan alto abolengo, no habría prosperado de ninguna manera una acusación de este tipo; no solo porque en aquella época y por estos lugares, no había forma de lograr evidencias forenses que probasen tales conjeturas, sino por el extraordinario poder e influencias, que estos señores tenían.
Y como nadie hasta el presente, ha podido probar judicialmente la participación de tan respetables personajes en la muerte de sus respectivas esposas, es preferible contar estos acontecimientos desde la mirada de la memoria popular, que suele estar hecha más de emociones y sentimientos, que de conclusiones y razonamientos.
Notas
(1) Ada Oramas: “Dos réplicas de Barbazul”. Artículo periódico Tribuna de La Habana, julio 7 del 2002.
(2) Ibídem.
(3) Ibídem.
(4) Ibídem.
(5) Ibídem.
(6) Ibídem.
(7) Ada Oramas: “Dos Barbazul en La Habana Colonial”. Artículo periódico Tribuna de La Habana, julio 14 del 2002.
(8) Ibídem.
(9) Ibídem.
(10) Ibídem.
(11) Ibídem.
(12) Ibídem.
(13) Ibídem.
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