He encontrado, entre viejas cartas amarillas, papeles raídos por el tiempo y la visita siempre oportuna de polillas y otros ácaros; un grupo de poemas que, en hoy lejanos años de la adolescencia, escribí a cierta joven por la que sufría penas de amor.
En ese entonces aprendía los poemas de José Ángel Buesa, Hilarión Cabrisas, Pedro Mata, Rubén Dario, Gustavo Adolfo Becker, Martí y por supuesto tenía en mi arsenal para responder al desencanto amoroso, al desde de la que aspiraba fuera mi prometida, las glosas de José María de Vargas Vila.
Encontré, quien lo hubiera imaginado, recortes del periódico Juventud Rebelde. En específico la página cultural y una sección que hacía el fraterno Pedrito Herrera y que firmaba como Gabriel. Era común que cada viernes y domingo publicara el texto de alguna de las canciones de moda. Aquellos recortes hablaban de amores y desamores; de mujeres hermosas y otras que esperan a sus difuntos al amanecer. Por esas cosas de la edad estaban marcadas estrofas de canciones de Pablo, de Nino Bravo, de Mike Pourcell y de otros compositores e intérpretes populares en esos años sesenta y setentas y que hoy casi nadie recuerda.
Esta bitácora de mi vida, que puede ser la misma de algunos de mis contemporáneos, se hacía acompañar de un par de libretas que pertenecieron a una de mis primas –no sé por qué estaban entre mis pertenencias y mucho menos en mi casa, pero eso pasa en cualquier familia—y en la que atesoraba sus recortes de periódicos, revistas y esos poemas o glosas que esperaba algún día le dijera aquel al que esperaba silenciosa; o ese con el que soñó y nunca se convirtió en rey; la cultura del sapo es una de las grandes virtudes del amor adolescente. Son contados los que reciben el beso y se convierten en reyes del baile o de la clase. Pero se logra.
Y no debo olvidar la colección de casetes donde convivían los “completos” con los “variados”; siendo estos últimos los más importantes. En ellos se turnaban en orden de preferencia Roberto Carlos con los Bee Gees, o Air Suplay, o Barri White. También podían estar los temas más calientes del Maikel o de los Bonny M. todos en función del posible ligue, enganche o simplemente “tallar” a esa fulana que de un tiempo a esa parte ocupaba mis pensamientos.
Las posibilidades de ligar o de estar cerca de ella el sábado en la noche en la fiesta en casa de eran más alta en la medida que se avanzaba en una dirección fundamental: estar siempre dispuesto a bailar, sobre todo cuando llegar el momento adecuado, la hora de poder tomarla por la cintura y sin miedo, aprovechando la ventaja que daba la oscuridad, deslizar poco a poco la mano más allá de la cintura y acercar la cara –o intentarlo—a la suya y cantarle apasionado al oído la música contenida en ese casete, que entre todos preparamos (el tema era conspiración colectiva).
Estaba en la mejor parte de mi viaje en la máquina del tiempo cuando mi esposa me anuncia que habrá en la casa una fiesta el sábado. “Un bonche” o un “motivito” –como le llamábamos, llevando al diminutivo ese momento en que toda la escuela y sus alrededores, más el barrio, se concentraban en la sala de la casa o se apostaban en la acera.
Soy un hombre posmoderno. Digital, si se quiere.
Me imaginé, cosas del pasado, desplazando los muebles, trasladando el tv de la sala al cuarto para poder ver las películas sin ser molestado y aislándome. Ridiculeces propias de la era analógica. En común solo tenemos la necesidad de “a lo oscuro meter las manos… a lo oscuro meter los pies …”
A riesgo de mi propia vida intenté hacer una breve, ligera o discreta sugerencia de música. Fracaso total. La que yo escuche, y escucho aún en privado –hago parte muchas veces a los vecinos que lo agradecen—puede ser la mejor del mundo, pero no les interesa. Y eso de bailar en parejas es lo más ridículo que se pueda escuchar o sugerir, lo que más se acerca es el momento en que la música de Van Van o Habana de Primera se escucha, pero no pasan de un par de temas. Todo indica que el casino como baile es lo único que nos mantiene como homus bailador en el centro de la vida.
Y no voy a contar del tema más hermoso del mundo: enamorarla a ella.
No sé, lo ignoro. Desconozco las claves y los resortes que les mueven. Solo sé que aprender poemas, escribir cartas o simplemente salir a caminar por el malecón son anticuados. Hoy se va casi directo a la acción, al cruce de fluidos sin que medie el encanto de los sobresaltos, las negativas y las solicitudes o reclamos de “una prueba de amor”.
Ese placer de lo prohibido, el hecho de lo clandestino en el momento de robar un beso o esconderse en una esquina para evitar “…las miradas callejeras que son miradas indulgentes…” ha sido condenado, excluido de la vida en la generación de mis hijos y sus amigos.
Lo cierto es que intenté sumarme al coro de su tiempo desde la altura de los míos. Pobre y ridícula visión de los acontecimientos la que mostré a ellos y a sus amigos; además de los vecinos que siempre acuden a las fiestas previa invitación no extendida, pero son vecinos.
Observé como ocurre hoy el juego de la conquista. El arte de la seducción y debo confesar que me sentí anacrónico, cursi. Dolorosamente cursi y fuera de mi entorno, de mi ambiente. Como consuelo me quedaba el placer de que mi esposa aún no dormía.
Entonces eché mano a todo el arsenal de palabras acumuladas por años; algunas de las que hube de decirle ha ya veinte años cuando nos conocimos y trataba de robarle un beso mientras caminábamos por alguna calle de la ciudad.
Volví a mis años mozos. Neruda y Roberto Carlos volvieron a ser personas necesarias en ese instante en que la abrace y bese sus mejillas. A fin de cuentas, algún día mis hijos y sus amigos tendrán necesidad de leer un poema de amor para seguir y dar fuerza a la vida o para sangrar un dolor amoroso. Y no voy a negar que bailamos bien juntitos, en un solo ladrillo y a su oído recite cada uno de los versos que recordé de ese bolero que nos unió.
Entonces mis libros, mis cartas amarillas y algún remedio conservado en un casete le acercara al mundo de sus padres. Y quien sabe si hasta escriban un poema de amor, ese que tal vez su madre guarde para que lo lea alguien en un futuro que tal vez necesite una palmada en el hombro para poder amar.
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