En realidad, lo que estaba naciendo a finales del siglo xix ante la vista de Martí era el capitalismo de Estado, en su naturaleza más primitiva. Por lo general, ya la burocracia se asociaba a la pereza, a la ineficiencia y al derroche, por lo que se necesitaba de un economista y sociólogo que defendiera el poco prestigio de los burócratas capitalistas vapuleados por casi toda la literatura y el arte de la centuria. Con solo repasar la literatura francesa y escoger a Víctor Hugo o a Honoré de Balzac, podemos darnos cuenta del descrédito de los sistemas burocráticos en el siglo xix; Hugo, que condensó un panorama de la injusticia social en Francia con la monumental novela Los miserables, representó a los burócratas desde su parte más oscura; en tanto Balzac, mediante la reproducción realista hasta de sus propias vivencias, mostró el conocimiento más cabal de la sociedad francesa a través de La comedia humana, compendio de 137 novelas que constituye uno de los estudios analíticos y costumbristas más profundos de una sociedad, y en entre sus más de dos mil personajes hay arquetipos de la compleja burocracia francesa, desde sus posiciones más encumbradas hasta sus acciones más sombrías. Después de las tesis marxistas que ponían al desnudo la esencia de la plusvalía como rasgo esencial explotador del capital, y se desenmascaraba el carácter enajenante de sociedad capitalista, era todavía más urgente la necesidad de que los teóricos del capitalismo apuntalaran la autoridad de sus burócratas. El economista y sociólogo alemán Max Weber analizó las relaciones del capitalismo con sus funcionarios y la readecuación del sistema en los tiempos del imperialismo. Nadie ha estudiado con tanto empeño como Weber las menudencias tecnocráticas de la burocracia, cuando se propuso refutar la teoría marxista; hasta echó mano de los valores éticos y religiosos calvinistas para relacionarlos supuestamente con el desarrollo del capitalismo; pero su estudio fundamental solo trascendió en la caracterización de las funciones y la naturaleza del trabajo que realizan los burócratas. Weber formuló que el desempeño de ellos era permanente, pues las tareas no cambiaban con regularidad; era constante, porque siempre iban a existir; además, identificaba sus ocupaciones como imprescindibles, y necesitadas de claridad, exactitud, velocidad, eficiencia, eficacia y regularidad; a cada funcionario se le otorgaba una cuota de autoridad para realizar su labor y disponía de medios de coerción limitados para usarlos como parte de su jerarquía, con deberes y derechos apropiados para supervisar y apelar. Los funcionarios no eran propietarios, pero sí responsables de los recursos que utilizaban; los ingresos que percibían estaban determinados por la cartera de funciones que ejecutaban, su importancia y dimensión; no heredaban ni transferían sus desempeños, solo aceptaban responsabilidades y beneficios de acuerdo con documentos que firmaban y cuños que avalaban. Weber estudió cada detalle de este protagonista de la modernidad, contratado, nombrado y promovido sobre la base de una conducta elegida y de su lealtad a la razón por la que ha sido designado. La permanencia en el cargo y el progreso de los funcionarios burocráticos dependen de su incondicionalidad al jefe; son vigilados mediante calificaciones, evaluaciones, chequeos y controles periódicos, y pueden ser castigados de diferentes maneras, desde las más sutiles hasta las más crueles o penosas, materializadas en un traslado a puestos de menor categoría o en demociones o expulsiones deshonrosas; deben sacrificar cualquier opinión individual y a veces anular su personalidad, así como evaluar hasta dónde deben continuar en acuerdo público con su jefe antes de renunciar. Como se puede comprobar, se trata de una nueva relación del ser individual ante el proceso social, pues en la modernidad se ejercerá un nuevo tipo de esclavitud enmascarada.
Aunque el propio Weber no pudo sostener que la realidad burocrática cumplía las expectativas de su modelo, se afianzó en su defensa; él sabía que la jerarquía vertical de autoridad podía provocar autoritarismo, que las competencias de los burócratas podían ser usadas para negar los objetivos proclamados, y que el nepotismo, la corrupción y otras degeneraciones de la práctica se facilitaban por esta vía; sin embargo, el sociólogo alemán también conocía que solamente con una legitimación de la burocracia capitalista se podía detener el espíritu emancipador de la teoría marxista. Insistía en que su connotación positiva afianzaba el sistema más racional que se había concebido para organizar la sociedad moderna, mucho más positiva que la simple o espontánea elección por el carisma, o la heredada de la tradición; los méritos de los funcionarios en la modernidad se obtenían por eficiencia y eficacia, sus indicadores más legítimos, y aunque sabía de sus peligros de anquilosamiento, tenía esperanza de que el sistema pudiera perfeccionarse. Las críticas a la saturación de burocracia que él mismo realizó, le sirvieron para fustigar con razón la orientación que estaba tomando la aplicación de los modelos de empresa en el socialismo ruso, una sobreburocratización junto a una progresiva estatalización que se implantaría después de la Revolución de Octubre de 1917. Henry Fayol, un ingeniero en minas nacido en la ciudad de Constantinopla y uno de los fundadores de la teoría clásica de la administración, complementaba en la práctica los criterios weberianos; pero como no era un teórico, sino un empresario que había dejado su negocio con una notable estabilidad después de la Primera Guerra Mundial, sus exposiciones públicas sobre la combinación de los conocimientos científicos con el pensamiento administrativo, lo hicieron famoso y creíble al partir del desarrollo riguroso de modelos para hacer muy eficientes los sistemas productivos; sin embargo, defendió los postulados de la libre empresa frente a la intervención estatal y exigía tres principios esenciales: el respeto a la división del trabajo, la aplicación de un proceso administrativo consecuente con ella y el cumplimiento de la formulación de criterios técnicos que debían orientar la función administrativa. Siguiendo estas indicaciones, habrían de establecerse determinados aspectos como disciplina, autoridad, unidad y jerarquía de mando, centralización, justa remuneración según la escala jerárquica, estabilidad del personal, trabajo en equipo, viabilización colectiva de iniciativas personales… Para Fayol las operaciones administrativas podían ser técnicas, comerciales, financieras, contables, de seguridad y propiamente administrativas, que eran las integradoras del resto. Todo este sistema burocrático fue perfeccionado por teóricos como Frederick Winslow Taylor, quien amplió y modernizó estos principios, para añadir más obediencia ciega y más vigilancia invisible. Se necesitaba probar la eficacia del control capitalista, lo mismo estatal que privado, aunque en realidad la duplicación de estos esfuerzos por hacer que los funcionarios funcionaran de acuerdo con las reglas del capitalismo monopolista, resultaron ineficientes y contraproducentes para el servicio público, pues su objetivo era la defensa de los monopolios. La superespecialización exigida por la revolución científico-técnica, la rigidez de los procesos industriales en su producción continua, la resistencia al cambio una vez implantado un sistema, el poco espacio a la autocrítica y a la disención, la creación de más reglas y más dirección vertical, así como menos singularidad y menos diálogo horizontal, resultaron evidencias que le dieron la razón a Marx en el asunto de la enajenación humana. Estas situaciones enajenantes fueron llevadas a la literatura con posterioridad en obras como las del escritor inglés Aldous Huxley ?véase Un mundo feliz, de 1932?, y especialmente en las de uno de los más grandes narradores del siglo xx, el checo Franz Kafka, quien escribió en alemán narraciones en que se creaba un universo alucinante, opresivo y angustioso, que enfrentaba al Poder con un ser humano amenazado por fuerzas desconocidas, intangibles, fuera de su control o conciencia; una síntesis de esta atmósfera asfixiante fue la vivida por el cobrador de impuestos Gregorio Samsa en La metamorfosis (1915), o por Josef K en El proceso (1925), sometido a juicio sin nunca saber de qué era acusado.
Prácticas semejantes se potenciaron en varias sociedades con los primeros traumas o las primeras heridas ocurridas en la modernidad capitalista en el primer tercio del siglo xx, que definieron las características del capitalismo de Estado, un sistema en que la burocracia estatal se apropió de la administración central con un autoritarismo desmedido e hipócrita en nombre de la colectividad; con un alto nivel de decisiones intervenidas por los políticos, reguló el sistema financiero o limitó la “libre empresa” anárquica capitalista, con argumentos de interés nacional que excedían o sobrepasaban el objetivo puramente económico de esos mecanismos. Dos variantes fueron ensayadas: la primera sería desarrollada después del “misterioso” crac bancario de 1929 en los Estados Unidos, es decir, la caída del índice general de la Bolsa en Nueva York, que provocó no solo la quiebra de Wall Street marcando el inicio de la Gran Depresión, sino la pérdida de confianza en los dispositivos financieros de la banca y sus banqueros, la Bolsa y sus agentes financieros; la segunda fue desplegada por la ideología fascista en Europa, que logró una maquinaria militarista como expresión del revanchismo exacerbado de los países perdedores o no favorecidos por la Primera Guerra Mundial, apoyándose en corrientes de pensamientos nacionalistas, antisemitas, racistas y anticomunistas. El New Deal (Nuevo Reparto o Nuevo Trato), nombre de la política económico-social llevada a cabo en los Estados Unidos por el presidente Franklin Delano Roosevelt a partir de 1933 para combatir los efectos de la Gran Depresión, estableció un grupo de medidas anticrisis que intentaba restablecer la confianza en el sistema capitalista y en sus instituciones financieras; inspecciones federales, nuevos tipos de reglamentaciones que afectaron la economía y el comercio, nuevas instituciones y leyes, inéditas normas laborales… desplegaron un crecimiento acelerado y descomunal de diferentes tipos de burocracias con empleados jóvenes que poseían disciplina militar. Por otra parte, en Europa después de la primera gran crisis del capitalismo, se impulsó la ideología fascista, con medidas encaminadas a un control total de la economía, la sociedad y la política mediante el Estado, establecida en países como Italia, España y Alemania, e impulsada por Benito Mussolini, Francisco Franco y Adolf Hitler, respectivamente; la Alemania de Hitler, por ejemplo, desarrolló extraordinariamente la militarización de la sociedad, en especial el gigantesco avance de su industria armamentista, que si bien liquidó el desempleo, condujo a una organización militar que demandó una burocracia estatal de niveles desproporcionados, como sucedió en otros países europeos, o, fuera del continente, en Japón. Después del trauma de la crisis del 29, tanto la democracia norteamericana u otras del continente americano, como los regímenes fascistas europeos o similares, ampliaron considerablemente las burocracias en varios sectores de la sociedad, como defensa a nuevas crisis que Marx había pronosticado como cíclicas.
Continuará…
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