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Cálido Agosto de Carlos Enríquez / Por: Manuel López Oliva


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Carlos Enríquez en su casa-estudio “El Hurón Azul”, con una obra suya realizada en París, junto a Alejandro Saurina.

 

Quienes sabíamos que el ya bastante pasado 3 de agosto se cumplía el 117 Aniversario del nacimiento de Carlos Enríquez, seguramente lo tuvimos en mente ese día, con agradecimiento a su especial naturaleza de hombre de la historia cultural de Cuba. Aunque hoy su legado esté algo dejado de lado, por esa tendencia superficial y desarraigada a reverenciar casi de modo absoluto al apodado “Arte Contemporáneo” (que nos llega de afuera, y se genera adentro por hacedores genuinos o por dóciles productores del solicitado “arte-mercancía), su obra permanece en la conciencia estética nacional como una fuerza que la torna imborrable (1). Subyace un sentido de lo propio que nos impide olvidar a esos creadores mayores —como es el caso del autor de El Rapto de las Mulatas— que fundaron la modernidad del arte del país, a la vez que proyectaron signos libérrimos nutridos del ser antropológico y social que nos define.

No hace mucho, en una de las orientadoras crónicas dominicales de Juventud Rebelde, la Dra. Graziella Pogolotti invitaba a los jóvenes a conocer ese espacio fabuloso (que ella misma visitaba de niña con su padre Marcelo) bautizado por su propietario, el pintor Carlos Enríquez, como “El Hurón Azul”.

Se trata de la casa-taller situada en el Reparto Callejas, donde produjo pinturas singulares y tejió de modo compartido interesantísimas anécdotas. Es ese uno de los sitios —como el medio abandonado Taller de Cerámica de Amelia Peláez, el hogar de Antonia Eiríz o el mural de Acosta León dentro de un paradero de ómnibus urbanos— que debían convertirse en ámbitos para la útil meditación sobre sí mismos y acerca de sus deberes humanos, de los artistas y estudiosos de arte emergentes, que requieren acertadas “brújulas” y una constante dialéctica de enlace entre lo precedente y lo porvenir. En aquel bucólico lugar están también, trenzados como friso fundente, los signos de una existencia que se abrió en el Municipio de Zulueta y se multiplicó luego en la acción de quien fue simultáneamente artista plástico, novelista, pensador de ideas adelantadas, persona pobre de medios y rica de espíritu, enamorado de osados deseos, crítico consecuente contra la enajenación política y mercantilista, además de un defensor de la cubanidad.

Carlos dejó una huella imperecedera en Manzanillo, cuando en la década del 40 exhibió su obra en esa ciudad, y allí desplegó viva comunicación con el Grupo Literario local y el vecindario de la correspondiente barriada. Como mi casa estaba a solo unos 30 metros del sitio donde expuso, la Escuela Primaria Superior situada en la esquina de Calixto García y Villuendas; y al ser mi padre, Manuel López Montero, un conocido pintor-decorador y escenógrafo de la localidad, también visitó nuestra vivienda, por lo que mi familia solía hablarme de él con respeto y entusiasmo.

El joven historiador y crítico de arte Carlos Escala incluye, en su estudio sobre las Artes Plásticas manzanilleras, fragmentos de un artículo aparecido en la revista Orto con posterioridad a su muerte (2): “Reencuentro con Carlos Enríquez” (Año 45, Nº 12, Diciembre/1957, p. 9.) escrito por su entrañable amigo Agustín Guerra, quien lo acompañó en aquella ocasión. La crónica refiere que entre las piezas exhibidas en el mencionado centro docente estaban Entierro de la guajira, Amor en Pirindingo y Dos estrellas en la playa; da noticia de “la conferencia de Enríquez sobre el Surrealismo”, y deja constancia de la visita que Carlos realizó a la casa del antropólogo y médico Manuel Sánchez Silveira, padre de Celia Sánchez, a quien le hizo un dibujo a plumilla “en que reveló su señorío de retratista y dibujante”. Esa imagen gráfica del amigo manzanillero del gran pintor y narrador la mostré en breve artículo publicado al respecto en el periódico Granma, en tiempos que ejercí sistemáticamente la crítica de arte.

Durante mis lecturas de adolescencia pude disfrutar, en uno de los números de Orto, el relato “La Comadrita” de Carlos Enríquez, que aparecía en aquella revista del Guanacanayabo donde tantas firmas importantes de Cuba y de otros países publicaban. Por eso, cuando se me solicitó que concibiera el diseño de un mueble para integrar en el 2015 la colección nombrada “Sueños Exclusivos”, que fabrica en Placetas el taller de los Hermanos Sánchez y suele mostrarse en la Feria Internacional de Artesanía (FIART), opté por una versión con mi estilo pictórico de ese tipo de sillón sencillo, a la que titulé “Comadrita in Memoriam, como tributo a esa pieza tradicional del mobiliario cubano y al referido texto escrito por Carlos Enríquez.

Quizás debido a esa temprana admiración germinada desde mi infancia, cuando en 1965 vine a La Habana a estudiar en la Escuela Nacional de Arte, sentí que debía acudir al “Hurón…”; e igualmente me propuse ver la mayor cantidad posible de sus obras, entrevistar a personas que lo conocieron y comprender a cabalidad su concepción artística. Fue así que pude hablar de Enríquez con Félix Pita Rodríguez, Juan Marinello, Alejo Carpentier, Raúl Roa, Enrique Labrador Ruíz, Nicolás Guillén, Enrique Moret, Juan Francisco Sariol, René Portocarrero, Alejandro Saurina (3) y el ya mencionado Agustín Guerra, a quien Celia y Fidel le compraron el extraordinario óleo martiano Dos Ríos (dispuesto en el habanero Museo Nacional de Bellas Artes) por una cantidad financiera que le sirvió para irse a operar en Estados Unidos. Igualmente indagué sobre Carlos con algunas que habían sido sus modelos y con otros artistas contemporáneos suyos de menor edad, asistentes esporádicos a los encuentros festivos en su humilde “finquita”.

Mas adelante organicé, junto al que fue Profesor de Historia del Arte de San Alejandro, Antonio Alejo —quien tenía la responsabilidad de la enseñanza de las artes plásticas en el Consejo Nacional de Cultura— un Seminario de Estudios sobre Carlos Enríquez, al que asistieron profesores de la Escuela Nacional de Arte y del resto de las entidades docentes de esa manifestación en el resto de nuestro archipiélago, cuyo propósito era crear convicciones pedagógicas renovadoras que posibilitaran la conversión de los aportes de ese importante artista, así como de otros nombres equivalentes del arte moderno cubano, en recursos para la construcción de los significantes legítimos del arte plástico. Los que hoy recuerden aquel suceso de reflexión colectiva, que tuvo lugar en la actual Aula Magna de la Universidad de Las Artes, podrán dar testimonio de que allí no se habló de armar una academia de tipo representacional, que hiciera de la figuración de Carlos Enríquez un patrón desgajado de su época y circunstancia; sino que se quiso articular un punto de vista capaz de admitir que en nuestra evolución artística se han gestado diseños, operatorias estilísticas, códigos simbólicos y valores de la cultura visual adecuados para servir en las búsquedas estéticas de distintas generaciones.

Allí salieron a la luz —por un concierto de voces de artífices y profesores de la enseñanza de plástica— las nociones de Carlos sobre un arte capitalino y otro “del interior del país”, lo que él llamó “Romancero Criollo”, y ese arraigado principio de cubanía que lo llevó a rechazar la petición de un museógrafo norteamericano, interesado en que modificara su poética para poderlo incorporar a una exposición desprovista de nacionalismo que se mostraría en New York. En aquella reunión se habló del cruce de improntas entre su primera esposa, la pintora norteamericana Alice Neel y él; hubo referencias al papel desempeñado por su mujer haitiana Germaine dentro del arquetipo femenino caribeño de sus imágenes; y tampoco quedaron olvidadas las teorías freudianas del sicoanálisis y de la líbido, que tanto impactaron en su modo de sentir el arte y en la intensa relación pasional con la francesa Eva Fréjaville. Asimismo quedó claro, entonces, que tanto en la creación de Enríquez como en la de Amelia, Abela, Pogolotti, Lam, Mariano, Carreño, Portocarrero, Martínez Pedro y los demás gestores de nuestra imaginativa iconografía moderna, pervive una peculiar reelaboración de visiones y estructuras provenientes de corrientes artísticas internacionalizadas, que puede tomarse como guía para asumir operatorias y paradigmas de valor intemporal, sin precipitarse en la desnaturalización y el mimetismo.

También a mediados de aquellos años setentas escribí un ensayo de interpretación de la creación plástica y literaria de Carlos, que por no tener yo papel carbón a manos, realicé en copia única que desapareció en el famoso “colchón editorial” del Instituto del Libro, donde se disolvieron algunos textos sobre artistas cubanos firmados por Marinello, Pita Rodríguez, Rigol, etc…En aquel trabajo analítico se explicaba, aparte de su medular manejo de lo épico y de aspectos ópticos-ambientales implícitos en sus transparencias, que hay dos grandes líneas dominantes en la pintura cubana del siglo XX: una de ellas afirmada en finalidades líricas y fantásticas, donde forma, color y materia se transforman en razones rectoras de la formulación artística; y la otra integrada por creativos lenguajes estéticos provistos del testimonio valorativo acerca del entorno, la tradición, los procesos sociales, las experiencias íntimas, los mitos y los diversos ideologemas influyentes en la vida de sus autores. Esta última —que es donde se sitúa la ejecutoria pictórica de Carlos Enríquez— supone una pintura de ideas declaradas, que toma partido contextual y ecuménico, y en la cual frecuentemente se exteriorizan sufrimientos y clamores.

No obstante el sensualismo y los indicadores oníricos evidentes en Enríquez, su sentido artístico de la existencia estuvo distante del simple hedonismo, del epidérmico rejuego formal y del acto filo-comercial de hacer aquello que demuestra tener éxito en el terreno de la compraventa. Bastaría “observar” los textos narrativos de este pintor (Tilín García, La Feria de Guaicanama y La vuelta de Chencho), y simultáneamente “leer” su producción plástica, para notar la condición orgánica del discurso que opera en ambas modalidades expresivas. Tanto en los dibujos y pinturas como en el legado escrito —que incluye artículos y cartas donde aborda el criollismo pictórico y la ilegitimidad de lo académico, además de lo que podríamos entender como ética de la autoctonía imaginativa— se evidencia una filosofía personal que consigue combinar su sinceridad, la pasión erótica, lo inverosímil, la fidelidad a la nación y el humanismo.

 

NOTAS:

 

(1) Casi todos los críticos y escritores e historiógrafos de arte serios de Cuba han abordado alguna vez la trayectoria vital y creativa de Carlos Enríquez: Carpentier, Marinello, Pérez Cisneros, Loló de la Torriente, Graziella Pogolotti, Adelaida de Juan, Pedro de Oraá, Ajejandro G. Alonso, etc.

(2) Carlos Antonio Esteban Enríquez Gómez falleció el 2 de mayo de 1957.

(3) En la foto que ilustra este artículo aparece Carlos Enríquez en su casa-estudio “El Hurón Azul”, con una obra suya realizada en París, junto al entonces joven Alejandro Saurina, que llegó a ser conocido pintor naif y diseñador gráfico de la publicidad turística nacional.

 

Publicado: 24 de septiembre de 2017.


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