Gestualidad escénica y movimientos rítmicos propios de un bailador de rumba caracterizaron la interpretación de Celeste Mendoza en el guaguancó. Pero con esas cualidades también hizo posible muchas otras obras de distintos géneros que llegaron al público a través de la radio, la televisión, el cabaret y el teatro.
Tales son los casos de “Ponme la mano aquí”, “Un beso sin importancia”, y sobre todo “Échame a mí la culpa”, “Que me castigue Dios” y “Soy feliz”, las cuales se convirtieron en verdaderos éxitos en su voz. Además abordó una diversidad de géneros con ese estilo que algunos estudiosos denominaron guaguancoseado. Podía ser un bolero, un son, un mambo, una ranchera “cubanizada” u otro género cualquiera, pero siempre a la manera tan propia de La Reina del Guaguancó.
La irradiación artística de Celeste Mendoza no solo llegó a Cuba, sino que se extendió por América Latina, Estados Unidos y otras partes del mundo, fundamentalmente a través de sus grabaciones y se sumaron las numerosas giras que realizó por varios países de nuestra área geográfica y también europeos.
Santiaguera de pura cepa, Celeste Mendoza nació en abril en esa tierra sonera donde también vibra la rumba. Corría la década del treinta, pero aquella niña estaba muy lejos de imaginar que se convertiría en una verdadera leyenda de nuestra música.
A los trece años Celeste Mendoza llegó con su familia a La Habana para luego debutar como cantante en un programa radial de la emisora CMQ. Allí interpretó la guaracha “El marañón”, de Julio Cuevas y tras este exitoso comienzo empezó a recibir clases de baile. En breve tiempo integró el cuerpo de bailarinas de varias compañías, incluyendo La Batami, con la que actuó en el Teatro Martí.
Celeste Mendoza se incorporó como corista a Tropicana en 1951 a petición de su gran coreógrafo Federico Neyra, el conocido Rodney. Cuentan que en los momentos de descanso, la criollísima intérprete pasaba el tiempo cantando y bailando guaguancó. Por entonces visitaron el popular cabaret Josephine Baker y Carmen Miranda, oportunidad que aprovechó la joven santiaguera para realizar excelentes imitaciones de esas grandes artistas, con el beneplácito de ambas y del público.
Celeste Mendoza integró después el Cuarteto de Facundo Rivero, con el que realizó sus primeras grabaciones, entre ellas del bolero “No me quieras así”. Y luego se convirtió en cantante de la orquesta de Ernesto Duarte, donde sobresalió con sus versiones de boleros y canciones de fama. Desde entonces Celeste Mendoza incrementó su popularidad, sobre todo con aquellos recordados diálogos con el público y sus músicos cada vez que terminaba una actuación.
Con la introducción de la televisión en Cuba en la década del 50, Celeste Mendoza comenzó a actuar en este importante medio de comunicación. Cuentan que en su primera presentación en la pequeña pantalla, el director Joaquín M. Condal le pidió las partituras para el acompañamiento música, y de inmediato ella le respondió: «Con una tumbadora, el bongó y el bajo es suficiente, el resto lo pongo yo».
En aquel debut Celeste Mendoza cantó a dúo con Miguel Gonzalo y después interpretó en tiempo de guaguancó la ranchera “Que me castigue Dios”, de José Alfredo Jiménez. Hasta el público se puso de pie en el estudio y a la intérprete le entregaron un ramo de flores por su actuación.
Luego de aquel comienzo, su presencia en la televisión se convirtió en algo muy frecuente. Muchos años después, Celeste Mendoza llegó a la pantalla gigante. El cine cubano se hizo eco de sus magníficas interpretaciones y dejó registrada para la posteridad su imagen y su voz en el filme Nosotros la música, del realizador Rogelio París. También participó en varios documentales cuyos títulos son La Rumba, La música y Celeste Mendoza.
La Reina del Guaguancó grabó varios discos en solitario y otros donde compartió honores con Los Papines, la orquesta Sensación o el Conjunto Sierra Maestra, por solo mencionar algunos. Muchos de estos fonogramas fueron reeditados luego en varios países como Venezuela y Japón.
Celeste Mendoza siempre dio muestras de su buen desempeño vocal y su histrionismo escénico, ambos plenos de cubanía. Poseedora de un peculiar estilo de improvisación, emitía sonidos y fraseaba las melodías con un deje guaguancoseado, parecido a la entonación que realizan los rumberos. Ese estilo de canto, unido a la gestualidad escénica y los movimientos rítmicos propios del bailador de rumba, le hicieron ganar el sobrenombre de La Reina del Guaguancó. Quien la bautizó así fue nada menos que Rita Montaner, pues cuando vio actuar a la santiaguera no vaciló en exclamar: «¡Al fin veo a una estrella verdadera! Es La Reina del Guaguancó». Y desde entonces el apodo la acompañó para siempre.
Aunque ya no está entre nosotros, la voz de La Reina del Guaguancó sigue entrando a cada hogar cubano alguna que otra vez por la radio, la televisión y el mundo del disco, porque en todos dejó su impronta. Todavía hoy, muchos la recuerdan regalando sonrisas, gestualidades, dicharachos… cubanía.
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