Corría el año 1975 y estaba a las puertas de esa etapa de la vida a la que llaman pubertad. Es decir, entraba en la adolescencia y los cambios que ello implica en la vida de todos los mortales. Dejaba atrás la voz infantil y descubría que mis palabras resonaban con mayor fuerza. En mi cara afloraban la sombra de una barba y un bigote que debía someter y en las axilas y el pecho el escozor de los primeros bellos anunciaba los olores propios de esa edad.
También estaba la necesidad de hacer “cosas de hombre”. Al menos así pensaba en ese momento de mi vida. Cosas tales como desafiar a mis padres con gestos, mohines y muecas que se me quedarían para el resto de mi vida, fumarme un cigarro y llegar a deshoras a riesgo de sacrificar la salida del fin de semana siguiente. Pero lo que más recuerdo de esa etapa de transito vital, sería la primera de muchas, es las horas que pasaba en casa de algunos amigos escuchando y descubriendo distintas músicas, sobre todo las de moda.
Había tenido mi primera iniciación en el gusto por la música influenciado por mis padres. Aunque no poseía una grabadora aún si era experto en el uso del tocadiscos; ese artefacto de reproducción electromecánica de música que hoy resulta anacrónico para muchos, pero que por casi ochenta años reinó en casi todos los hogares del mundo y hoy amenaza con un regreso triunfal.
La visión de la música de mi grupo de amigos
El círculo de amigos con los que me adentraba en las músicas de moda era diverso. Variopinto se diría. De una parte estaban los amantes del rock norteamericano e inglés. Otro grupo, se perfilaba por la música cubana del momento y las baladas internacionales que transmitía la radio. Mientras que un tercero era más ecléctico; en ese me sentía más cómodo. Nos identificábamos por el hecho de estar abierto a nuevas propuestas. La visión de la música de este grupo de amigos estaba más cerca de la que había conocido en mi hogar.
También existía una particularidad: algunos de ellos estudiaban música y sus padres eran figuras dentro del mundo musical. Les cuento acerca de alguno de ellos. Jesús Hierrezuelo era hijo de Reinaldo, o simplemente Rey Caney el del dúo Los compadres. Hammady Despaigne era el hijo de la cantante Miriam Bayard y sobrino del concertista y profesor Luis Bayard y Juan Carlos González García estudiaba viola y su hermano era integrante de la Orquesta Sinfónica Nacional en ese entonces; y estaba el más inquieto de todos: Carlos Zulueta cuyo padrastro dirigía el programa Now que transmitía la emisora Radio Liberación cada día a las nueve de la mañana y lo retransmitían a las seis de la tarde. En mi caso mi relación filial con la música provenía del lado materno y era mi abuelo su figura cimera.
Pero el cordón umbilical que nos alimentaba a todos era el conocimiento de la música cubana que nos habían legado en casa.
Juntos en muchas de esas tardes noche musicales descubrimos la Salsa de Puerto Rico y New York y nos hicimos amigos ficticios de Willie Colón, Héctor Lavoe e Ismael Miranda. Seguimos los comienzos de las Estrellas de Fania y nos fascinaba la voz de Ismael Rivera al cantar El perico, chuma la candela, y sobre todo Las caras lindas –ese manifiesto de orgullo de la negritud escrito por Catalino Curet Alonso y con el que nos sentíamos identificados.
Grandes éxitos de la música cubana y el jazz de todos los tiempos
Pero nuestro mayor descubrimiento ocurrió en casa de Jesús Hierrezuelo el día en que Zulueta trajo disco doble de “Grandes éxitos de la música cubana y el jazz de todos los tiempos” que su padrastro había comprado a un marinero mercante vecino suyo. Realmente era una colección de cuatro discos de 33 rpm con nombres que nuca habíamos escuchado o leído.
El título era más que rimbombante y según Zulueta era lo mejor que había escuchado en su casa. El nombre de dos de aquellos discos se tatuaron en mi memoria: Sopa de Pichón, de Machito y sus Afrocubanos y Chico´sChaCha Chá, que contenía la Afro-Cuban Jazz Suite; Arturo Chico O´Farri y su orquesta. Pasarían algunos años antes de que regresara a ellos y entendería el valor de la palabra jazz.
Nuestro “club” de escucha musical terminó aquel verano del año 75, una vez que nuestras vidas tomaron rumbos distintos. Zulueta y yo nos becamos y el resto continuó sus estudios en la Escuela Nacional de Arte en sus especialidades previstas. Nuestros encuentros se redujeron a visitas ocasionales o a un saludo acompañado de una breve charla en cualquier esquina; a pesar de eso nuestros padres funcionaban como emisarios de nuestros avances cotidianos.
Aunque no conocía las interioridades del jazz en su totalidad si era fanático de la música de Frank Emilio Flynn y sus diversas formaciones – El quinteto cubano de música moderna y Los Amigos--, del pianista Samuel Téllez y de las Descargas cubanas; todo ello gracias a los discos que mi padre poseía y que muchas veces escuchaba mientras degustaba un café las tardes de domingo. Y sobre todas las cosas me había convertido en un fan de Irakere y en mi desenfrenada carrera de leer cuanto callera en mis manos había comprado en una librería de uso dos libros que me marcarían para siempre: -las vanguardias artísticas del Siglo XX del estudioso Mario de Michelin y Como escuchar el jazz: una selección de artículos que adolecía de sus primeras páginas.
Después de leer estas dos publicaciones comencé una desenfrenada carrera por escuchar jazz. Reduje mi mundo a esa música, sin dejar de seguir la salsa y las nuevas propuestas cubanas, y retomé el contacto con mis viejos amigos hoy convertidos en flamantes músicos.
Escuche todo lo que pude y más. Me acerqué cuanto pude y él lo permitió a Gonzalo Rubalcaba, a quien había conocido de adolescente, y le acribillaba a preguntas sobre tal o más cual pianista u otro músico que había descubierto recientemente y mi padre puso a mi disposición su amistad con el saxofonista Nicolás Reinoso para que me introdujera en ese mundo del jazz.
Solo me quedaba una deuda pendiente conmigo mismo: era encontrar aquellos dos discos que Carlos Zulueta había tomado a espaldas de su padre. Y tuve suerte. La vida me puso en mi camino a Leonardo Acosta y a Horacio Hernández, el padre. Era todo un privilegiado.
La música de Chico O´Farril
Horacio, Leonardo y después el cineasta Mario Barba siempre tenían tiempo y paciencia para hablar de jazz. Bien podía ser en medio del bullicio de la sala de té de la UPEC o bien en cualquier espacio que se encontraran. A ellos pedí que me prestaran música de Chico O´Farril y debo decir que no entendía que aquellos discos eran parte de su tesoro invaluable, algo muy personal.
Sin embargo; tuve suerte. Frente a Radio Progreso un vendedor de discos viejos se ofreció a conseguirme los que pudiera de Machito y de Chico O´Farril; este último autografiado, dedicado a “Boris por la ternura” escrito con delicado trazo sobre la foto del músico.
Chico O´Farril y su hijo Arturo, de seis años, y quien es actualmente un famoso jazzista
Abrumé a mis vecinos y a mis padres con estas placas, pero me quedaba pendiente la asignatura de saber quién era ese “Boris” al que había dedicado un disco que contenía tres obras maestras: la antes nombrada Afro-Cuban Jazz Suite; Manteca Suite o Rhumba Finale, como la nombró inicialmente y dedicada a Dizzie Gillespie; y Tanga dedicada a Mario Bauzá.
Imaginaba que el tal Boris era un músico al que había admirado o tal vez un productor que le había auxiliado en momentos difíciles. Para nada: Boris era su gato, su compañero de trabajo, alguien que mientras escribía música o la escuchaba se acostaba en su regazo y a quien prodigaba todo el cariño que le fuera posible.
Boris era el primer y único gato jazzista de la historia. Y esa respuesta me la ofreció el mismo Leonardo cuando me prestó un ejemplar de la Revista Latín Beat que contenía una larga entrevista al músico y aparecía él sentado con Boris en su regazo.
El disco de acetato, o de pasta, pasó de moda a fines de los noventa. El CD ocupó su espacio y el consumo de la música se masificó de una manera inesperada, pero la música de Chico O´Farril no tuvo esa suerte, a pesar de que era considerada clásica por algunos y otros la elevaban a la categoría de monumento; una catedral dentro del jazz a la que se debe asistir al menos una vez en la vida y rendirle culto, ofrecerle honores; inclinarse ante ella.
Un homenaje a la música de Arturo “Chico” O´Farril
Y tuve esa suerte. A mediados de los años noventa Armando Romeu organizó una banda para tocar en el Festival de Jazz Plaza; el repertorio era envidiable y los músicos también, lo mejor de lo mejor en cada instrumento. El concierto era un homenaje a la música de Arturo “Chico” O´Farril. En el público volví a encontrar a todos mis amigos de aquellos años de preadolescencia, todos con camino trazado en la vida, y nos mantuvimos cerca, disfrutando a plenitud aquella música que formaba parte de nuestro crecimiento espiritual y que nos había convertido en mejores personas.
Ah, se me olvidaba para ese entonces tenía un gato al que había puesto por nombre Boris y que no le gustaba ser parte de mis sesiones de música y mis hijos comparten mi gusto por el jazz. No imaginaba entonces que escribiría estas líneas el día de su cumpleaños número cien.
Deje un comentario