El vigésimo sexto Festival Internacional de Ballet de La Habana se celebra bajo un signo muy especial: el recuerdo de que hace 75 años, el 2 de noviembre de 1943, Alicia Alonso debutó en el rol central del ballet Giselle. Y tal fecha no solo es importante porque la artista, una cubana, figura ya notable en el American Ballet Theatre, incorporara a su repertorio otro clásico de la danza y el primero de sus muchísimos éxitos internacionales en este, sino porque entre la bailarina y la obra se producirían una empatía, una compenetración tales, que más que ejecutante, Alicia se convertiría en una nueva creadora de esta pieza emblemática del romanticismo.
No debemos olvidar que cuando ocurre ese debut han transcurrido 102 años de su estreno en la Ópera de París y que en ese período otras estrellas han dejado su impronta en el papel de la joven campesina que enloquece y muere por amor, la protagonista del estreno Carlota Grisi y después otras muchas, entre ellas Tamara Karsavina, Anna Pavlova, Olga Spesivtseva, Galina Ulanova. En 1940 la coreografía había sido montada por el bailarín Anton Dolin para el American Ballet Theatre para que fuera encarnada por la Giselle paradigmática de aquellos días, Alicia Markova. El público informado de Estados Unidos y muchos críticos creían que no podía haber algo más perfecto que la interpretación de la bailarina británica en Giselle.
Es conocida la historia del debut de Alicia Alonso en el rol. Markova enfermó y el empresario no quería cancelar la temporada. Se consultó a varias solistas de la compañía, pero solo una de ellas, la cubana, se decidió con muy pocos días de margen a asumir el reto. Varios elementos ayudaron a Alicia, el primero de ellos, la costumbre de aprender por cuenta propia ciertos roles en los ensayos y aunque en este ballet solo hubiera participado en papeles subalternos, ya conocía el principal y solo le faltaba pulirlo; en segundo término, el apoyo y los consejos de Fernando Alonso, quien comenzaba a desarrollar sus excepcionales facultades como maestro y la apoyó en lo que parecía una empresa descabellada y, por último, la colaboración de Dolin, no solo como experimentado partenaire sino como autor del montaje. El 2 de noviembre de 1943 Alicia no solo obtuvo el primero de los grandes éxitos como intérprete de este ballet, sino que inició un vínculo inagotable con él.
A partir de esa fecha no solo comienza una larga carrera para hacer una interpretación personalísima de su Giselle, sino también el proceso para forjar su propia versión coreográfica. En 1945 ella montó la obra para el Ballet de la Sociedad Pro Arte Musical y la interpretó el 5 de junio, junto a Fernando Alonso. Era una puesta en escena todavía marcada por la de Dolin, pero ya con rasgos propios y con una agrupación de bailarines cubanos.
A partir de allí, su carrera internacional le permitió confrontar con intérpretes y compañías de diversas partes del mundo: bailó junto a André Eglevski en Londres en 1946, luego, por varios años tuvo como Albrecht privilegiado al bailarín de origen ucraniano Igor Youskevitch, con quien la interpretó en el Teatro Auditorium de La Habana el 29 de mayo de 1947. Por entonces ya Walter Terry y otros críticos norteamericanos la señalan como “la mejor Giselle contemporánea”.
Con los años ella pudo pulir su papel, perfeccionarlo, asimilarlo hasta hacerlo algo perfectamente personal. Como sabemos los que pudimos contemplarla en él, nunca hizo dos veces igual la escena de la locura —unas veces más dramática, otras más tierna y apacible, aunque siempre conmovedora— como tampoco su grand pas de deux del segundo acto era ejecutado del mismo modo en cada función. Lo más importante de la Giselle de Alicia no era la perfección técnica, que ella daba por descontada, sino la veracidad, la autenticidad de su ejecución que podía hacer llorar al espectador más experimentado. Cuando uno salía de esas funciones no recordaba la maestría de la variación del primer acto, ni la deslumbrante serie de baterías del segundo, sino que descubría que ese ballet tantas veces visto volvía a ser nuevo, a sorprendernos y a tocarnos el alma, como la primera vez.
En 1948, hace justamente setenta años, se haría realidad un sueño largamente acariciado, la creación del Ballet Alicia Alonso, la primera compañía profesional del género en Cuba y el 30 de octubre, este estrenaría la versión de Alicia del gran ballet romántico. A propósito de esa función, la escritora Dulce María Loynaz publicó una crónica en el periódico El País donde aseguraba:
Ella es de veras una luz que se mueve. Ella es leve, ondulosa, casi traslúcida. Guarda siempre los ojos bajos para que no le interfieran la danza; las manos se le funden en la música, los pies en el aire, el ruedo del vestido en una nube imaginaria…No hay color en ella, no hay gesto ni contornos, apenas una sonrisa tan imperceptible como la de Gioconda.
Una importante carrera internacional como intérprete le sirvió no solo para pulir su ejecución, sino para confrontar otras versiones coreográficas, la versión de Bournonville conservada en Dinamarca, la de Petipa que atesoraba el Teatro Kírov de Leningrado.
Cuando se reorganiza el Ballet Nacional de Cuba en 1959, Giselle tiene un lugar privilegiado. Alicia ha encontrado un conjunto ideal para realizar su propia versión coreográfica. De ello puede dar fe la filmación realizada por el cineasta Enrique Pineda Barnet en 1963 del ballet íntegro, con la Alonso, Azari Plisetski y Mirta Pla en los roles principales, donde están ya los rasgos fundamentales de esta versión cubana, aunque de entonces acá, la artista no haya cesado de pulir detalles y ajustar diversos elementos.
¿En qué consiste esencialmente esa versión cubana? Para decirlo en pocas palabras, se trata de librar de rutinas y deformaciones esta creación, para hacer resaltar en ella el estilo romántico, aunque aportando algunos elementos más modernos que otorgan vitalidad a la coreografía. Habría que destacar especialmente: la restauración de los pasajes mímicos originales de la obra, muchas veces mutilados o eliminados en puestas anteriores; la búsqueda de unidad dramática, de modo que cada pasaje de danza tribute al desarrollo de la trama argumental; la utilización de algunas técnicas del teatro moderno para realzar la efectividad teatral de ciertos momentos, como el “congelar” a los intérpretes al final del primer acto, tras la muerte de la protagonista, en vez de permitirles saludar al público; la insistencia en el cuidado del estilo romántico; y, por sobre todo, poner en primer plano la idea poética, por encima del virtuosismo técnico.
Esto permitió que a lo largo de varias décadas, no solo fuera aplaudida Alicia en numerosos escenarios del mundo, sino que su versión fuera asumida por varias agrupaciones danzarias. Quizá el ejemplo más significativo fuera el logro de lo que parecía un sueño: devolver, íntegra y más vital, Giselle a la compañía que la estrenara. En 1972 la versión de Alicia subió a las tablas del Teatro de la Ópera de París y a partir de allí permaneció en el repertorio de la institución.
El escritor cubano Alejo Carpentier, testigo de la gala inaugural del 24 de febrero de 1972, dejó como constancia el admirable artículo “Alicia Alonso en la Ópera de París”, donde atribuye estas palabras a Daniel Lesur, administrador de la institución: “Alicia —le dijo— desde hacía mucho tiempo, desde el siglo pasado, Giselle era una pieza de museo, una cosa muerta. Usted con su genio, la ha revivido, nos la ha restituido. Gracias a usted la vimos esta noche como hubiese querido verla Théophile Gautier”.
Presentamos hoy al público el libro Alicia Alonso o la eternidad de Giselle preparado por la periodista, promotora cultural y editora cubana Mayda Bustamante e impreso en España por Ediciones Cumbres. Un volumen útil, sorprendente y hermoso, que nos regala una biografía singular, la del personaje de Giselle encarnado por Alicia, a partir de las memorias y consideraciones de la propia intérprete, así como desde los puntos de vista de muchísimos cronistas, desde aquel 2 de noviembre de 1943 en el escenario del neoyorkino Metropolitan Opera House, hasta 2013, es decir, siete décadas después.
Se trata de un gran homenaje a Alicia y a todo el arte cubano. Lo mismo el maestro de danza que los más jóvenes estudiantes, el crítico, el balletómano o el ansioso por conocer más de la cultura cubana, hallarán en estas páginas una recopilación exhaustiva, que incluye comentarios de la artista, las principales críticas o páginas memorables dedicadas a ella por grandes intelectuales, una cronología, imágenes que harán evocar tantas representaciones del pasado. Estoy seguro de que, a partir de la edición de este libro, no podrá hablarse de la Giselle cubana sin referirse a este texto que hoy ofrecemos a los lectores.
Así como no es posible pensar en la carrera de Alicia Alonso, sin dedicar un espacio privilegiado a Giselle, tampoco podría pensarse en la cultura cubana, sin marcar el hito de esta puesta insular de un ballet romántico francés que se ha hecho tan criollo que en muchas partes del mundo han podido definir qué es lo cubano solo con presenciarlo ejecutado por intérpretes nuestros. Ya Giselle no es solo de Gautier, Coralli, Perrot, Adam, Grisi, Petipa, sino también de Alicia, del Ballet Nacional, de nuestras escuelas de arte y de cada cubano que en la Isla o en cualquier parte del mundo hace suya la frase de Arnold Haskell: “¿Cómo puedes interpretar Giselle si Giselle eres tú?”.
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