Decía Isadora Duncan que la bailarina debía moverse como una luz, “posarse en la tierra con la naturalidad de un rayo de luz”.
He aquí una de las más difíciles “naturalidades”. Y cuando digo naturalidad difícil no estoy ciertamente jugando a la paradoja, porque todos sabemos cuántas trabas se va echando el mundo por delante en la tarea de producirse naturalmente.
Cuando el hombre se creer un héroe por rebelarse contra el paisaje estatuido y saltar con violencia los diques de la naturaleza, en realidad lo que está haciendo no es más que una fuga, y salvo sutiles diferenciaciones, es evidente que en ninguna fuga hay heroísmo.
Lo heroico está en el gesto titánico del ente humano que siendo sólo un poco de arcilla animada, aspira a competir con ese misterio tremendo que llamamos la Naturaleza, a arrancarle sus secretos de las garras, a disputarle palmo a palmo el planeta donde ella estará siempre y él sólo estará unos cuantos años.
La Naturaleza dispone de truenos y de rayos, de agua y fuego y tinieblas para producir el espanto de una tempestad: y el hombre se pone a hacer lo mismo —o hacerlo mejor— con sólo siete notas en el pentagrama o siete colores en el arco iris.
Esto es de veras heroísmo. Así al menos lo pienso yo cuando escucho la tempestad en la sinfonía de Guillermo Tell o veo esos cuadros que representan la tragedia de un naufragio en alta mar.
Isadora Duncan dice sencillamente, casi como si hablara a la ligera, que la bailarina debe moverse como una luz, posarse en la tierra con la naturalidad de un rayo de luz sobre unas flores.
Pero hay que pensar que esa naturalidad, esa blandura con que el rayo de luz llega a la tierra, las ha conseguido después de caminar millones de años por el vacío, por un espacio frío y trágico que no sabiendo cómo, llamamos caos o noche o eso mismo, vacío.
Nosotros vemos la luz blanquear las flores de nuestro jardín, pero nada sabemos de esa su carrera silenciosa, infinita, donde se ha ido despojando de toda materia, de toda impureza, para alcanzar, etérea, ingrávida, la rosa de un parterre.
“La bailarina debe moverse como una luz...” Es decir, no debe tener pies porque la luz no los tiene, y si los tiene a pesar del precepto, debe olvidarse de ellos, portarse como si no los tuviera.
Pero cómo puede olvidarse una bailarina de sus pies cuando ellos son el tallo que la sostiene en el aire, el hilo que la suspende entre el cielo y la tierra.
Ha de olvidarlo, sin embargo; y ha de olvidar también todo lo que persiste en ella como atadura física, su traje, su belleza, hasta su propio rostro.
Con frecuencia hemos oído últimamente hablar del valor de la expresión facial en la liturgia de la danza; ningún concepto más peligroso que éste si le damos carta de naturaleza en la materia.
Cierto es que una bailarina inmortal como Antonia Mercé insufló la magia de su arte con aquel soplo trágico de su boca y sus ojos, pero cierto es también que muchas danzarinas después, por imitarla, han caído en una franca desorbitación de muecas y visajes.
El baile es un arte independiente del arte dramático; es un arte puro, casi un rito. La bailarina no es una actriz, es una sacerdotisa; lo ha sido al menos en otros siglos y en otras civilizaciones. Es una luz que se mueve, que se desprende de su propio foco, esto es, de su persona, y puede vivir por unos instantes sin asirse a nada... Ningún otro artista lo consigue en la tierra, ni siquiera el Poeta.
Y ninguna otra bailarina —excepción hecha de su propia rival Anna Pávlova— ha asimilado mejor la gran sentencia de Isadora Duncan como esta nuestra Alicia Alonso.
Ella es de veras una luz que se mueve. Ella es leve, ondulosa, casi traslúcida. Guarda siempre los ojos bajos para que no le interfieran la danza; las manos se le funden en la música, los pies en el aire, el ruedo del vestido en una nube imaginaria... No hay color en ella, no hay gesto ni contornos, apenas una sonrisa tan imperceptible como la de Gioconda.
Y el milagro está en que llegando ella a esta total ausencia de sí misma, produzca sin embargo una tan definida sensación de presencia real y viva.
Y tal vez no sea ése el milagro sino el camino natural de la emoción estética y hasta de toda noble emoción.
Nunca está más viva Giselle que cuando muere. Las Wilis no fueron antes más que muchachitas casaderas. El elemento de magia que las transfigura y da rango poético, condición inmortal, sólo puede entrar en juego desde el momento en que ellas se deshacen de sus pequeñas vidas en trajinar de ruecas y noviazgos. El precio es alto, pero es el precio.
El duque Albrecht no lo entiende así y por eso no alcanza a morir ni a vivir en toda la obra. Por cierto, que lo que niega el Destino al falso pastor, se lo compensó el señor Ígor Youskévitch en la elegancia y gallardía con que supo interpretar el personaje.
Acaso se ha extendido el cronista más de la cuenta en sus consideraciones sobre el ballet de Alicia Alonso, pero necesitaba consignar de alguna manera mi admiración a la cubana que nos honra en el extranjero, y para ello no preciso de más títulos que el de sentir en cubano y el de haber visto bailar a Anna Pávlova.
1948
* Publicado originalmente como “Ballet Alicia Alonso en el Auditórium”. En: El País, La Habana, 7 de Nov., 1948 [con la firma de Pablo Álvarez Cañas], a propósito de las primeras representaciones de Giselle por el Ballet Nacional de Cuba ―que entonces llevaba el nombre de Ballet Alicia Alonso―. Autentificado por la autora, se reprodujo con el título «Como un rayo de luz», en: Cuba en el Ballet, La Habana, Vol. 2, No. 1, ene.-mar, 1991
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