Entre 1950 y 1958 la televisión comercial cubana forjó el sistema de mayor extensión y pujanza de Iberoamérica, con la mayor cifra de televisoras ubicadas en la capital de la república y la primera en habla hispana donde el capital privado creó varias cadenas nacionalesque finalmente se expandieron mediante el sistema de microondas.
En nuestro país se experimentaron eficientemente los equipos de cintas fílmicas — kinescopios— y, casien las postrimerías de esa década, inauguramos la televisión transfrontera entre Cuba-Estados Unidos, intercambiando espectáculos deportivos o shows emitidos en directo al aire y hasta las primeras maquinas de video tape.
Tras el mimetismo ineludible de las producciones norteamericanas, nuestras realizaciones hallaron su propio camino, al punto que sus altos niveles estéticos y comunicativos fueron elogiados incluso en Norteamérica. Así, programas habituales, especiales y hasta los spots televisivos se comercializaron exitosamente rebasando las fronteras geográficas y culturales.
Aquí también surgieron formatos, géneros y prácticas televisivas esparcidas luego por todo el universo hispanohablante, como los telemaratones benéficos, las aventuras y novelas radiofónicas-audiovisuales que propagaron la idiosincrasia y las esencias de nuestra tradición y perspectiva cultural latina.
Como si fuera poco, con nuestro entrenamiento in situ y colaboración directa e indirecta en múltiples disciplinas, los cubanos formamos a muchos de sus futuros colegas y cimentamos la fundación y operación de las primeras plantas en Colombia, Venezuela y Puerto Rico; por solo mencionar los ejemplos más notables.
Por todo ello, el tránsito de la televisión comercial a la de servicio público fue traumático. De la noche a la mañana pasamos del capital privado sustentado en la renta de espacios para emitir mensajes comerciales al proyecto novedoso de propiedad estatal socialista que, desde 1961, prescindió de la publicidad como fuente de ingresos financieros y eje de su programación. Algunas de las resonancias de esta abrupta reconversión perviven cincuenta y cinco años después.
Adecuar las estructuras funcionales y mantener en operación una tecnología dispersa y obsoleta —sin posibilidad de renovarla— y lograr responder a los nuevos objetivos centralizados, fue una verdadera epopeya solo comparable con el reto de gestar un modelo de programación donde la prioridad no fuera el entretenimiento.
En nuestro diseño de programación con fines lucrativos convivieron nefastos proyectos consumistas, legítimas propuestas que cumplieron cabalmente la función de entretener y numerosos programas habituales que enaltecían las funciones educativas y culturales.
Por ello y por mucho más, uno de los mayores desafíos de la nueva televisión pública ha sido la concepción y realización de una producción cuyos contenidos complementen las necesidades sociales y nuestros paradigmas, sin perder su atractivo.
De la noche a la mañana toda Cuba sufrió una radical transformación estructural, donde emergían nuevos paradigmas y toda la población protagonizaba el nacimiento de un mundo nuevo.
En el servicio público —nuestra segunda etapa de historia mediática— el show, el espectáculo y la distracción fueron desplazados por proyectos que cumplían las funciones educativas, formativas e informativas de la población en correspondencia con el nuevo entorno social. Parece pesadilla, pero entonces una gran porción de las extensas audiencias radiales o televisivas la integraban ciudadanos iletrados o analfabetos funcionales, con bajo nivel de instrucción o escolaridad, cuyo acceso al sistema de enseñanza básica regular o niveles ulteriores de superación no era mayoritario.
Los nuevos objetivos impusieron a los hombres y mujeres de la radio y la televisión una reconversión acelerada de los contenidos y de los formatos de sus propuestas. Los mismos que con sus saberes y sus modos de hacer habían propulsado los sistemas radiales y televisivos comerciales, dieron un giro conceptual de trescientos sesenta grados y edificaron aceleradamente otra visión artística, comunicativa e ideológica para satisfacer la novedosa demanda.
En ese camino estamos desde 1960. Desde entonces se multiplicaron los programas donde la creatividad artística y el intelecto de nuestros hombres y mujeres llevaron a puestos cimeros a nuestra radio y televisión, cumpliendo su misión de una forma artística y atrayente.
No obstante, la creación de un modelo de programación donde los contenidos se enaltecieran sin perder el nivel artístico, estético, comunicativo e ideológico está marcada ineludiblemente por los códigos audiovisuales comunicativos-persuasivos gestados en la radiodifusión comercial.
Por mucho tiempo la banalidad la identificamos con la motivación publicitaria, el ansia desmedida, la sobrevaloración de la sociedad de consumo, los estilos de vida y la “farándula”de la Industria Cultural. Luego comprendimos que muchas de esas prácticas mediáticas, comunicativas y mercantiles que censuramos y rechazamos, eran también prácticas culturales arraigadas generación tras generación y, en consecuencia, tradición cuya esencia comercial no anulaba su valor cultural.
En la dicotomía conceptual y formal de la producción simbólica, además de percepción histórica de los productores, los emisores y los públicos, perviven remanentes de otras ideologías y realidades donde lo educativo, lo informativo y lo formativo no vendía yeran vistos como símbolos de lo monótono o aburrido. Por eso nos cuesta tanto equilibrar ambos polos y cuando buscamos una propuesta atractiva, fresca, “arriba”—el tan cacareado light— tendemos al otro extremo: a caer en la vacuidad, la levedad y la banalidad.
No todo ha sido ni es “miel sobre hojuelas” y, en algunos casos, no estamos totalmente satisfechos.
El fenómeno actual es más vasto y complejo: las transnacionales mediáticas y del entretenimiento han impulsado la fusión de géneros y han hecho, por ejemplo, que muchas cadenas noticiosas globalizadas inventen, representan y escenifiquen las noticias en función de intereses políticos-financieros o documentales que buscan “ganchos”y verismo aparentes en otros formatos y prácticas para propagar “verdades”seudocientíficas que por atractivas, “venden”.
La televisión pública cubana ha potenciado a niveles extraordinarios los propósitos fundacionales y hoy muestra un amplio espectro de dignos y excepcionales proyectos informativos, artísticos y comunicativos; pero no está ajena a la moda de la superficialidad y la banalidad contemporánea, pues como todo medio de comunicación refleja y reproduce las tendencias sociales de su momento histórico.
En la Cuba de hoy, la banalidad emerge en los asalariados que se afanan por celebrar “fiestas de quince” de costo millonario; los jóvenes que exigen a sus padres vestuarios, ordenadores o celulares “de marca” sin poder hacerlo y en quienes, sin ser profesionales, mantienen un estilo de vida inalcanzable para algunos de ellos.
Los medios de comunicación, además de replicar estas prácticas sociales, forjan sus propias expresiones de banalidad. Por mucho que nos duela, la simplificación y esquematización de los contenidos —al punto de casi diluirlos— y de los roles profesionales cada día se incrementan en creadores, realizadores, intérpretes y comunicadores.
Para muchos, la narrativa de ficción —conocida como telenovela— conserva el patrimonio absoluto de la banalidad, aunque ello implique negar su riqueza como matriz cultural, sus nexos con el entorno y su rol de práctica cultural de gran extensión e intensidad en el mundo actual.
La banalidad aparece también en múltiples formatos donde los hablantes profesionales suman horas en el éter sin aportar sustancia o sazón en carrera desenfrenada por cubrir el tiempo en pantalla; porque carecen de la cultura necesaria para improvisar o hasta irrespetan, limitan e ignoran temas importantes planteados por entrevistados a los que no escuchan en su afán de perseguir un guión no pocas veces vacuo o reiterativo.
No son pocos los proyectos musicales y revistas donde la profunda trascendencia de nuestros artistas, melodías, ritmos y géneros musicales o bailables y el arte en general se reduce a los premios y giras en el exterior de creadores o intérpretes; incluso aunque alguna que otra se haya realizado en megacentros comerciales foráneos y no en los escenarios del espectáculo y la cultura.
Tampoco se libran de esta epidemia programas de participación cuyas competencias de conocimientos desprecian oportunidades óptimas para enriquecer el conocimiento y la cultura popular y que, por añadidura, en busca de intencionalidades humorísticas, empobrecen al idioma.
La banalidad minimiza, reduce y atrofia el verdadero valor del conocimiento, la información, la cultura y el entretenimiento provechoso.
Este pecado capital lo comparten también los promotores y relacionistas públicos que una y otra vez, ante nuestras cámaras y micrófonos, exaltan las aristas menos esenciales de su quehacer e incluso promocionan actividades prohibitivas financieramente para las grandes mayorías.
Cada vez más, por foráneo, moderno y “ligero” se reproduce miméticamente y de una manera acrítica e irracional lo de “afuera”. Esto abarca la publicidad gratuita de marcas transnacionales, la promoción de vestuarios, peinados o maquillajes inapropiados e inoperantes en nuestro entorno geográfico o social; los productos informáticos o de comunicación no existentes en nuestro mercado, las letras de canciones carentes de significado y de valores y hasta el contorsionismo corporal que más que vulgar es soez.
La réplica de producciones e íconos de la Industria Cultural anglosajona, la más burda y populista televisión latina realizada en Estados Unidos, o lo más pueril que se publica en Internet y sus afines, merece un análisis independiente.
Nos costó tiempo, pero felizmente comprendimos y aceptamos que las producciones mediáticas y culturales satisfacen múltiples necesidades en los más variados públicos; y que además de la educación, la formación y la información, los consumidores de esas producciones también necesitan el esparcimiento, la distracción y lo lúdico.
Pero la modernización y renovación de nuestros contenidos, estilos de creación y conducción de proyectos —los mediáticos y los del resto de la sociedad— no implica lanzarnos en brazos de lo pueril y de lo superfluo, ni perder todo lo bueno que hemos conquistado.
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