Sin descontar que también ocurra en otros países, especialmente
del Caribe, en Cuba se disfruta llamando pelota,
sin más, a uno solo de los deportes que utilizan ese implemento, y se siente
más natural ese modo de nombrarlo que las derivaciones —béisbol o beisbol— del
bautizo que le vino de su desarrollo en territorio de habla inglesa, los
Estados Unidos. El sabor y la intensidad del uso de pelota como nombre familiar de ese juego expresa el serio ardor con
que la nación cubana lo ha hecho suyo de un modo que marca su cultura, su vida.
A estas alturas del campeonato —otra expresión asociable
con la omnipresencia del deporte mencionado—, nadie se sobresaltará al oír que
con él sucede Cuba lo que en tantos sitios, incluido este país, con el sexo: de
tanto hacerse sentir, y hacer que se sienta, acapara para sí, además de
placeres, recursos de la lengua: dígase del lenguaje, para fijar sin confusiones
lo que aquí se quiere expresar. Si no se indica lo contrario, acto, adulterio, violación, regla, penetración y quién sabe cuántas palabras más, y metáforas, remiten
por directo a la esfera sexual. Para volver al nombre popular del deporte aludido,
pasa también con su plural: las pelotas,
y con frases como estar en pelotas.
Vista históricamente, la introducción de ese juego en
Cuba suscitó otro hecho: el país se libró de la corrida de toros, representativa
de la que fue su metrópoli colonial, España. A juicio del articulista —quien
espera que al menos se le respete el derecho a expresarlo […], sería deseable que
algún (buen) deporte, nacido en el archipiélago cubano o fuera de él, contribuyese
a otro logro sanísimo: erradicar la lidia de gallos y poner freno a la naciente
afición por la de perros, expresiones ambas del abuso de animales, incompatible
con la mejor actitud ante la naturaleza, que abarca bienes como flora y fauna. —
Cuando la pelota —sería ingenuo suponer que prosperó como
continuidad del juego de batos de los indocubanos— llegó desde los Estados
Unidos a Cuba, ya en aquella nación se formaba la potencia imperialista que
planeaba apoderarse de la mayor de las Antillas. Pero en esta el pueblo abrazó
la pelota con pasión e inventiva tales que, aunque vino acompañada —como otros
deportes— de su jerga de origen, acuñó conversiones como home en jon, home run en jonrón, hit en jit, short
stop en sior y campo corto, fields en files y jardines, y umpire en ampaya, además de traducciones como receptor, de catcher, y lanzador, de pitcher, junto a otras equivalencias,
tal la sinécdoque goma por home.
El imperio se salió transitoriamente con las suyas y en
1898 se adueñó de Cuba por varias décadas, a pesar del afán liberador protagonizado
por los mejores patriotas de esta tierra. Pero, fuera del deporte, el habla nacional
convirtió cut ut, variante de
interruptor, en catao, y españolizó,
como nombres genéricos de refrigerador y de avena, la marcas comerciales Frigidaire y Quaker, mientras que —se diría que para mantener la noción de juego—
plywood, que equivale a madera prensada y se pronuncia pláibud— incluso entre personas
instruidas y conocedoras del inglés terminó en play wood, con su pronunciación pléibud.
Hoy, en medio de una revolución antimperialista, abundan
quienes se enredan en la telaraña llamada globalización, supuestamente mundial
pero anclada en el predominio del inglés, y se despepitan impostando voces de
ese idioma. En narraciones deportivas no falta el dislate de corring —mal calco de running— en lugar de corrido, y en aeropuertos y billetes de
reservación de pasajes del país la capital de este no se llama La Habana, sino Havana. Pero eso, que el autor ha tratado en otros textos, no es
tema central del presente artículo.
Volvamos a los deportes. En la carrera de relevo y de ciclos
que se vincula, bien o mal, con el devenir histórico, hoy en la afición
nacional prospera el balompié, más que con ese nombre, con españolizaciones —fútbol o futbol— del que tiene en inglés: foot ball, y no parece venir de nuestra América, donde también lo
hay muy bueno, sino de Europa, de España en particular. Bienvenida la
diversificación que le propicie a Cuba crecer en más deportes, pero ese parece llegarle,
sobre todo, con la fama de los bien pagados clubes Real Madrid y Barcelona. En España
misma otros clubes viven en la inopia y no sirven para ilusionar,
anestesiándolos, a jóvenes que ni logran trabajo. Para estos —como antes en los
Estados Unidos la del Buick que usted
también puede tener— se fabrica la imagen por la cual hace casi una década el
articulista escribió “Héroes del fútbol”, publicado en Cubarte.
Tal vez ante exaltaciones generadas por aquellos dos
equipos se deba tener en cuenta la sugerencia —risueña pero no desprevenida— hecha
por alguien que apuntó que para el joven José Martí el dilema vital de Cuba fue
“¡O Yara o Madrid!”, no “¡O Barça o Madrid!”. La realidad cambia, y a veces se cambia lo que no debería ser cambiado.
Cosas variopintas pudieran montarse sobre las transformaciones iniciadas en el
deporte cubano, en la sociedad cubana, por motivos que bastante
más que a cuestiones técnicas responden a retos económicos y de pensamiento vividos
en el barrio y en el mundo.
Véase apenas un (mal) ejemplo: en un programa televisual
cubano —no de televisoras regidas por el capitalismo— un presentador derrochó impresentable
entusiasmo sobre uno de esos tipos de competencias en que vale todo: aun darle patadas en el rostro al adversario y saltarle brutalmente
sobre el pecho cuando un golpe lo ha derribado ya sobre la lona. Sí, aunque
nunca apareciera la página donde presuntamente lo escribió —¿lo habrá dicho en
alguna conversación?—, una vez y otra se valida lo atribuido a un gran héroe antillano
que luchó por Cuba y le conoció hasta la médula: lo de no llegar o pasarse.
Desde sus orígenes —aunque el pugilismo y otras formas de
lucha cuerpo a cuerpo llegaron a extremos aberrantes como el circo romano— el
deporte se vinculó a la máxima de mente
sana en cuerpo sano. Tal aspiración debe seguir iluminando la práctica deportiva
en el mundo, y de modo especial en un país cuyos más relevantes y dignos despegues
en dicho terreno se han debido, sobre todo, al carácter masivo de esa práctica:
en él se halla la mejor base para lograr en competencias internacionales triunfos
verdaderamente orgánicos.
La mente sana es inseparable de la buena educación, con
la que no son incompatibles las expresiones correctas de júbilo suscitado por
victorias deportivas que se alcanzan gracias a ingentes esfuerzos. Pero ¿por
qué —para seguir dentro de la pelota, aunque la realidad aludida concierne también
a otros deportes— propinar un ponche o conectar un jonrón debe celebrarse con
gestos y palabras procaces? ¿Por qué la inconformidad con la decisión de un
árbitro se ha de expresar de manera agresiva o irrespetuosa tanto por parte de
jugadores como de directores de equipo? El público que en estadios o por
televisión ve un juego, merece lo mejor, también en cuanto a conducta.
La pasión puede ser digna, pero no más que la buena
compostura. El deporte, en que tanto se invierte, ni de modo involuntario debe
ser cómplice de la grosería que infecta al país. Un deportista puede ser un
ídolo para toda la población, no solo para la infancia y la juventud, aunque en
estas urja especialmente revertir y conjurar manifestaciones de violencia y chabacanería,
y demás formas de conducta reprobable. Tal responsabilidad convoca a todo el
personal que participa en juegos y competencias. Los árbitros en particular deben
procurarse y tener una creciente superación técnica, no solo para la buena
marcha de lo deportivo, sino para que su ejemplo contribuya a que la libra y el
kilogramo se acerquen por lo menos a las dieciséis onzas y a los mil gramos que
deben tener respectivamente.
Quien arbitra no es un arcángel, sino un ser humano, y se
equivocará; pero, al margen de las intenciones reales, en la suspicacia
colectiva la reiteración de errores puede acabar asociándose, de manera más o
menos consciente, con el desastre que hace años representan las balanzas
desajustadas en su funcionamiento y dolosamente manipuladas por dependientes
inescrupulosos. Tan grave realidad es inseparable de la indisciplina social que
ya es un hábito criticar pero no parece enfrentarse con eficacia, entre otras
cosas porque se va viendo como si fuera normal: un hábito más. Frente a ello
tienen una misión que cumplir, desde el deporte, quienes dirigen, y eso, en la
pelota, concierne visiblemente a los mentores de equipos, nombrados a menudo con
la voz inglesa managers.
Por estos días la admiración ha crecido —en todo el país,
no solo en Granma, provincia del equipo que él dirige y de ella toma nombre— en
torno a un mentor de extensa trayectoria: Carlos Martí. Un consenso generalizado
y natural le reconoce virtudes que, como la decencia, la mesura, el respeto a
sus peloteros, a los árbitros y al público hacen de él un educador. Básicamente
eso debe ser en Cuba un buen director de equipo, y tal vez sobre todo cuando
los deportistas del país estarán cada vez más vinculados con otras sociedades. El director de Granma
no será el único en dar un buen ejemplo, pero de él se trata ahora.
Cuando este artículo se escribe, ese equipo, que ganó el
reciente campeonato nacional, ha tenido tres victorias y solo un revés en la
Serie del Caribe, un desempeño que reverdece lauros del deporte nacional. Pero
el autor, que no desea figurar entre quienes rinden culto al exitismo lúcidamente
rechazado por Darcy Ribeiro, se adelanta a los resultados finales de la
competencia, para que la valoración sustentada en el texto no se empañe por posibles
reveses —propios del deporte— ni dependa de la deseada y ojalá conseguida victoria
final.
Los resultados de un equipo responden, en gran medida, a
la calidad, la disciplina y el tesón de sus jugadores. Pero nadie pondrá en
duda la importancia del cuerpo de dirección. Y Carlos Martí se ha ganado una reputación
que no es fruto de una campaña aislada. Vale recordar su papel de hace años en
un triunfo de Orientales, y su larga labor con el propio Granma. También cuenta
su quehacer con el equipo juvenil nacional, de donde viene su ascendiente sobre
un receptor como Frank Camilo Morejón, representativo de Industriales y que por
el uniforme granmense ha hecho y hace como si fuera un bien nacido de ese
territorio, donde lo han acogido cordialmente como a uno más (no menos) de
ellos, al igual que a los otros jugadores con que ese colectivo se ha reforzado.
El respeto con que hablan de Carlos Martí “sus” jugadores
(las comillas apuntan a que los peloteros no son una pertenencia esclava de
quienes los dirigen), se corresponde con el modo como él los trata. Quizás no haya
podido, o no se le ha propiciado hacerlo,
buscar para “sus” muchachos —hombres, seres humanos— la solución de algunos de
sus problemas materiales básicos, lo que debe constituir un mecanismo social
irreductible a grupos descollantes. Pero se aprecia que no los humilla, no pasa
de la plausible exigencia de rigor a crearles tensiones desmedidas que pudieran
hacerlos perder juegos cruciales.
A quien no sea capaz de dirigir así a deportistas —para
no hablar de otros colectivos, aunque el asunto ni empieza ni acaba en
aquellos— no se le debería conceder tal autoridad, pues con ella puede generar
más deformaciones que rectitudes. Tal vez hasta en la manera de escoger
refuerzos para el equipo que encabeza se aprecien rasgos aleccionadores en el
mentor de Granma, y no sería injusto ni impertinente apuntar que su andadura
deportiva es asimismo —aunque el hecho sea aleatorio y el útil fechismo no se
deba tomar como algo fundamental— un buen tributo, en su sexagésimo aniversario,
al recorrido hacia la historia de la embarcación que dio origen al bautizo de
la provincia que ese equipo representa.
Mucho más importante que alcanzar victorias concretas en
competencias deportivas —por muy valiosas y estimulantes que ellas resulten— es
y será formar ciudadanos correctos, honrados, decentes, de buena conducta. Es a
eso a lo que todo apunta que desea contribuir Carlos Martí, quien lo hace
discretamente, sin aspavientos, sin necesidad de robar cámara, ni de ostentar
prerrogativas. Nadie dude que, para ostentaciones, puede haber máscaras
diversas, aunque a la postre sea fácil descubrirlas, y en ninguna esfera se
deberían consentir hasta que los malos resultados estallen y se tornen
visiblemente intolerables.
No es la primera vez que el autor escribe sobre pelota,
ni este es su primer elogio a un mentor victorioso. Haberlo hecho antes le ha causado
regocijos, y también alguna decepción: hay quienes son capaces de enlodar su currículo
deportivo, incluido su desempeño de managers,
traicionando nombre y aureola maceicos. Pero el articulista intuye que el guía
de Granma se mantendrá fiel incluso al apellido que lleva, aunque probablemente
nada lo una en consanguinidad física, sí en la ética, al héroe que signó ese vocablo
con el decoro, con la dignidad, con la estrella que ilumina y mata, y quema antes
que incurrir en deslealtades a la patria y a la honra. ¿No son una las dos?
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