Daniel y el Guille


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Uno de los grandes recuerdos que conservo de mis años de adolescencia se relaciona con el placer de la lectura de las novelas policiales y el haber descubierto las películas de Sherlock Holmes que transmitía la televisión después del noticiero de la una de la tarde, en un espacio que, si mi memoria no falla respondía al nombre de Cine del ayer.

Cierto es que no eran solo los filmes del investigador inglés lo que se transmitía. También estaban los melodramas argentinos protagonizados por Libertad Lamarque; las películas mexicanas de la época de oro en las que brillaron Jorge Negrete, Pedro Infante y José Almendariz; y no olvidar las que protagonizaron Gardel o Hugo del Carril en las que el tango brillaba y relucía. Y entre estas se colaban las que protagonizaban Tintan o Cantinflas que eran –y siguen siendo—las mejores lecciones de como el absurdo es la expresión de ese surrealismo que nos rodea.

La semana se completaba con las protagonizadas por Betty Davis, Humphrey Bogart o Errol Flynn y algunos otros nombres que no he podido recordar. Pero serían las del detective inglés siempre dispuesto a tocar el violín las que, poco a poco fueron llamando mi atención.

En esa misma mitad de los años setenta fue que comenzó a popularizarse el género de la novela policiaca en Cuba y se hicieron populares y/o famosos los nombres de Armando Cristóbal Pérez, Justo Vasco, Juan Ángel Cardi, Wichy Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera y de un uruguayo que trabajaba como profesor en la Universidad de la Habana y que tenía un nombre rimbombante: Daniel Chavarría.

En esos años era común ver a alguna persona sentada en el portal de su casa, en la parada de la guagua o en el lugar menos imaginado con una novela policiaca entre sus manos leyendo, o luciéndola bajo el brazo en una pose de “intelectual del momento” mientras, intentaba conquistar a cierta dama que si se había leído la novela que el sujeto intentaba venderle como “su lectura preferida”.

Y qué decir de las presentaciones de las mismas en las tertulias que se organizaban en Los sábados del libro. Allí concurrían decenas de personas y los autores policiales cubanos fueron las estrellas del momento.

Fue en uno de aquellos sábados del libro que por vez primera estuve frente a frente con Daniel Chavarría. Fue en la presentación de su novela Joy que es considerada uno de los clásicos de ese género literario en Cuba de todos los tiempos. Asistí con un par de amigos del barrio con los que compartía la pasión por la lectura; y de pronto me vi en una larga fila esperando que el autor me firmara los dos ejemplares que había comprado; uno para mi casa y otro para enviarlo a una familia amiga que siempre pedía libros a mis padres.

Allí, en el público estaba Tonito que era compañero de juegos y que, además –lo supimos en ese mismo momento—era sobrino político del escritor. Tonito estaba disfrutando sus minutos de gloria que alcanzaron su punto más alto cuando nos invitó a la casa de su tío para una celebración por la novela.

Esta tarde de sábado fue la primera vez que visite la casa de Daniel Chavarría, quien amablemente nos dedicó unos minutos a los socios de su sobrino preferido; y coincidí con algunos escritores con los que años después llegué a cultivar alguna breve amistad.

Pasaron los años y una buena tarde coincidimos en la redacción del Caimán Barbudo en la calle Paseo y 25. Eran los años en que Paquita de Armas dirigía la publicación y el Benny Márquez era su editor jefe, coincidentemente en el mismo momento en que fue publicada la novela del italiano Umberto Eco En nombre de la rosa y sus primeros ejemplares llegaban a la ciudad. Habían pasado unas semanas de su presentación en Madrid.

No olvido que en ese entonces escuché que, en Cuba, al menos conocidos, había por lo menos unos cinco ejemplares: uno pertenecía a la periodista Lourdes Pasalobos y lo había prestado al escritor y crítico Fernando Velásquez Medina; otro estaba en poder de Tony Évora que trabajaba en Juventud Rebelde y ya lo había leído todo el equipo cultural y el que allí llevó para prestarle al “enano Márquez”, Daniel Chavarría. A la luz de los años no recuerdo quienes eran los propietarios de los otros dos ejemplares que se rumoraba había en ese momento en la ciudad.

Daniel Chavarría para ese entonces, físicamente, parecía todo un personaje de película europea que contaba una historia sobre personajes griegos de la antigüedad. Tenía una larga melena y una barba bien tupidas y blancas en cana; acusaba sobrepeso y gesticulaba mientras hablaba, pero no para agredir a sus oyentes; él simplemente narraba, ilustraba la conversación con sus manos; o se acariciaba la barba suavemente entre oración y oración.

Allí, entre tragos bebidos a hurtadillas en vasos de plástico comprados a los merolicos y para evitar el regaño de Paquita, Chavarría habló de su novela próxima a publicarse y que había titulado La sexta isla.

Pero el encanto de las tardes en que coincidíamos era su facilidad para llevarnos a los pabellones y salones de la antigua Grecia en las que pensaba desarrollar alguna vez una novela histórica, en su delirio creativo asignaba a muchos de los que alguna vez coincidimos un potencial personaje en la trama y nos caracterizaba.

Así fueron pasando los años y poco a poco fuimos compartiendo conversaciones, ideas y caminatas; sobre todo haciendo la ruta de los jardines de la UNEAC –base operacional Hurón Azul—hasta la calle 25 en que vivía. En esa ruta más de una vez fue compañero de viajes el periodista Ariel Larramendi con quien se enfrascaba en largas discusiones sobre economía y política y que eran verdaderas cátedras de historia latinoamericana; y que en el mismo momento que llegaban a un punto muerto, Chavarría solía sentenciar: “…no vamos a entendernos yo soy uruguayo y tú santiaguero…”.

Fue en una de aquellas tardes del Caimán en la que conocí a Guillermo Rodríguez Rivera que había pasado a dejarle al Benny un trabajo sobre cierto trovador santiaguero que recién había muerto y ese acontecimiento se había pasado por alto; le acompañaba su hermano Alipio que para ese entonces ejercía como médico en el hospital Hermanos Almejerias.

Si Chavarría era el epítome del profesor por excelencia, el Guille –o William como le decía el Benny—era todo lo contrario. Era el clásico jodedor santiaguero que tomaba una frase al vuelo y la convertía en todo un suceso; tanto que para anunciar que Paquita había llegado a la redacción decía “luca te pichur en te leson fae” y una sensación de orden temporal se establecía entre los presentes.

Había dos Guillermo Rodríguez Rivera. Estaba el profesor universitario que emanaba respeto entre sus alumnos, pero era un respeto libre de opresión académica; que era ganado y se demostraba cuando estaban frente a él en algún lugar público; y el Guille de la UNEAC y la Sala de Té de la UPEC.

Cuando llegaba a algunos de esos lugares dejaba en el carro o en la entrada su muceta de doctor y se trasformaba en un parroquiano que nos hacía reír atronadoramente o llamar en voz alta –al más puro estilo santiaguero—a un amigo o conocido para saludarlo.

Pero los mejores momentos en que disfruté de su amistad y magisterio –personalizado que se sepa--   era cuando se enfrascaba en una larga conversación con Helio Orovio sobre temas de la música cubana, fundamentalmente la historia de la trova o ciertos personajes de la música cubana a los que había conocido a lo largo de su vida. Entonces se transformaba y volvía nuevamente al púlpito académico, pero sin petulancia.

Una de aquellas tardes en el Hurón le propusimos escribir un trabajo para la revista Salsa Cubana sobre los trovadores orientales de comienzos del siglo, y para nuestra sorpresa él se sirvió un largo trago de ron y nos condujo a todos los presentes por un largo e imaginario viaje por las calles de Santiago en el que no podían faltar las casas de los trovadores, sus familias y el cómo habían escrito aquellas canciones que son patrimonio de nuestra cultura.

Aquella conversación, pensada para cuatro personas se convirtió en una suerte de panel sobre historia de la música cubana, en el que también intervinieron por supuesto Helio que era punto fijo, Radamés Giró –igualmente santiaguero y miembro de una ilustre familia de trovadores, los Almenares-- que había pasado buscando a Helio y Leonardo Acosta que estaba allí también y el compositor don Ricardo Díaz.

Pocas veces había tenido la oportunidad de asistir a todo un cónclave sobre música cubana en el que entre tragos y tragos se contara su historia con todos los pelos y señales.

El Guille nunca llegó a entregar el trabajo. Simplemente no le insistimos sobre el tema y perdimos la oportunidad de que se narrara uno de los momentos claves de la música cubana, la historia de los trovadores santiagueros. Años después contaría sus vivencias en el libro La canción cubana a cinco voces.

Hoy he regresado a mis años de primer lector y he compartido con mis hijos un libro cuyas páginas ya han sido visitadas por las polillas Aventuras de Sherlock Holmes, que hube de comprar en el año 1976 en aquellos tiempos en que la literatura policial era el furor de los lectores en Cuba; por ese entonces Mario Conde no pensaba formar parte de nuestra dinámica literaria; Leonardo Padura era en ese entonces un lector voraz de esa literatura y alguna vez estuvo en un aula frente a Guillermo Rodríguez Rivera.

Como complemento les he aportado la edición de Joy firmada por su autor, es uno de “mis incunables” en la que reza una frase que me ha perseguido toda la vida “… ojalá lea pronto algo tuyo…” y bajo la misma, la firma del autor.

Chavarría leyó algunos de mis textos y alguna vez me pidió que le autografiara alguno de mis libros si llegaba a comprarlos. La vida me permitió hacerlo casi treinta años después.


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