Danzar hacia lo interno de tu ser (I)


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Por estos días que nuevas propuestas coreográficas no dejan de sucederse en los escenarios de toda la isla, quizás como buen augurio para un “Abril en Danza” ya por venir, me entusiasma sentir las razones de quienes, desde modos distintos de entender la creación y pensamiento coreográficos, vamos tratando de fomentar un discurso, aun plural y cismático, sobre la fragilidad del cuerpo danzante. Y digo fragilidad en su sentido inminente de extenuación, agotamiento, impotencia, del im-poder corporal en el que nos sumiera la pandemia y postpandemia de Covid-19; pero que, al presente, se procura subvertir a toda costa y bajo condiciones distintas.

Aún hoy, después de tantos cuestionamientos, escrutinios y oportunas investigaciones teóricas y artísticas en torno al asunto de la historia y apreciación de la danza, me sigue inquietando el posicionamiento de creadores, de colegas críticos, docentes y asesores (algunos llamado expertos) que, recusando el bregar de la danza escénica en su historia, insisten en caracterizarla de “manera externa”. O sea, por su función, por su origen, por los contextos y usos que la rodean. Y, sin desatender a priori las preguntas que pudiesen prorrumpir desde esa caracterización; el problema general de estos intentos (“idea externa de la danza”, según el filósofo Pérez Soto) es que no informa sobre la clase de cosas que ocurren (si es que pasan) al interior de una obra de danza. Entonces, para enunciar una “idea interna” se precisaría especificar desde la danza misma qué clase de actividad se genera en la dynamis (“potencia-eficacia”, para Aristóteles) de su campo semántico, en las dimensiones operativas de su escritura coreográfica, en sus cambios históricos y transformaciones generativas; en sus modos de venir montando la atención del lector espectador a lo largo de los tiempos. Claro, no perdamos de vista que, si hablamos de “danza”, será ella nuestro objeto privilegiado de análisis.

Insisto, sin entendimiento, sin análisis funcional y crítico, sin conocimientos sobre los tránsitos históricos (en sus rupturas y asociaciones, sus disonancias y correlaciones, sus aportes y demarcaciones) no podremos tener una mirada francamente objetiva sobre aquel fenómeno danzario objeto de nuestro estudio (más, al tratarse de esas tendencias preferidas, del hacer de los amigos, o incluso, de verídicos vacíos culturales latientes actualmente. Entretanto, litigar y estudiar para acercarnos a la historia de la danza hoy es penetrar en el vasto campo de sus intersecciones epistémicas y significaciones epocales. Historia no como infértil relato de hechos pasados, sino desde una perspectiva genealógica que permita leer diacrónica y sincrónicamente el acontecer de los sucesos. Todavía hoy, cuando la Historia como disciplina ha superado la idea de preconizar solo lo “edificante y moralizante”, en muchas de las actuales historias de la danza, seguimos apresados por quietos corsés acomodados y empolvados.

Pérez Soto refiere nuestro resguardo aterciopelado a la vieja historia de Curt Sachs (Historia universal de la danza, de 1933) donde se afirma que, entre otras cosas, “compartimos el impulso de bailar como los primates superiores de los que lo hemos heredado por la vía de la selección natural”; o la de Adolfo Salazar (La danza y el ballet, de 1949) que apenas distingue lo académico de lo moderno e ignora completamente a vanguardias artísticas muy anteriores a él. Son solo dos ejemplos de textos que nuestra bibliodanza protege y devuelve museísticamente en sus interpretaciones desde el presente. Conservarlos y consultarlos no es el dilema; no, en lo absoluto. El asunto está en dilucidar, hoy por hoy, el sentido de sus historias apologéticas. Más allá de su peso temporal, cómo es posible que continúen ellas siendo caldo de cultivo en la idea que mucha gente de la danza (“prácticos y teóricos”) tiene del arte que nos ocupa, nos importa, nos desvela; de ese que gozamos y sufrimos. Fuera de la discusión acerca la propiedad o impropiedad de su (anacrónico) uso, en probidad para que los estudios en/sobre/de la danza, se centren en su “idea interna”, sería oportuno realizar acercamientos teóricos que ofrezcan puntos de vista en su conjunto. Sí, a partir de principios generales de sistematización, enunciación de contrariedades, formulaciones de criterios analíticos que permitan realizar aproximaciones más expandidas en correspondencia con las singularidades de las prácticas, sin ánimos de delirio preceptivo.

Ahora, al procurar dialogar con aquellas franjas que en la historia de la danza escénica occidental posterior a las grandes conquistas del romanticismo, sirven de socorro indicador para repensar la praxis dancística en el tránsito del siglo XX al XXI, se identifican momentos muy puntuales. Ojalá que, desde esa noción barthesiana de “texto re-escribible”, a modo de fabulador que revisita el material referencial para recolocar, recualificar, reinterpretar, rehacer y reformular lo contenido en él (sus dispositivos internos), como suerte de “transposición especulativa”, pudiera este retorno ser sólo un efugio (pre-texto) que genere otros universos poéticos. Allí donde bailarinas y bailarines, coreógrafas y coreógrafos, críticos y asesores, maestras y maestros expertos, den cuenta que los procesos de creación coreográfica por singulares que parezcan, no deberían permitirse esos “casilleros vacíos” de los que discutiera Philippe Lejeune para analizar las libertades del pacto novelesco.

A la altura de los tiempos que corren, donde la emergencia de derivas y “tumbidades” convendrían para guiar modos de acercarnos a la práctica coreográfica que se pasea por los escenarios, concursos, catálogos y videotecas al uso, es inconcebible que confundamos el coturno con la chancleta. En gestión de ese instrumental teórico propio que requiere la coreografía para explicarse desde sus recursos y dispositivos internos de construcción, cuando el movimiento no constituye en sí mismo acción generativa, ni se convierte en “texto legible” (ese signo reconocible de principio a fin); como manifestara la creadora Marianela Boán, oportuno sería que los coreógrafos evidenciaran a través de sus obras el sentido autoconsciente de sus procesos y producciones creativas.

Marianela Boán en "Misofobia" (2023)

Reitera la coreógrafa cubana que, en la danza, el movimiento y el empleo de la técnica corporal sigue teniendo un lugar muy importante en la coreografía y, cuando no ocurre algo relevante en ese plano, la danza pierde mucho de sus sentidos. No obstante, considera que la sobrevaloración del movimiento, con toda su carga intuitiva y formal que le ha otorgado la técnica, va en detrimento, en muchos casos, de los diferentes elementos del performance y se convierte en un refugio que pone a “prácticos y teóricos a salvo” de la conceptualización de la puesta escénica en su totalidad. Así se justifica la construcción coreográfica como algo que puede darse “el lujo” de no ser teorizado o analizado y que es por naturaleza arbitrario. Yendo aún más lejos, si bien en todo acto creativo podría haber muchos niveles de arbitrariedad, en la danza específicamente, la arbitrariedad disfrazada de abstracción ha llegado a un paroxismo que la convierte en una especie de valor estético que justifica la falta de complejidad y rigor investigativo por parte de coreógrafos, bailarines, asesores, críticos, maestros. Dando cuenta de un supuesto “pacto autobiográfico”, que le permitiría al lector-espectador, penetrar en la estructura profunda de una pieza de danza para progresar en la conjeturada identidad del autor. Autotélica o hipertélica, por sí misma, la movimentalidad que distingue a un autor de otros, pudiera (en última instancia) servir de zona franca para expresar sus nociones (históricas, si se quiere) sobre “lo danzario”. Sí, desde aquellos momentos fundacionales (hoy superados por su larga tradición) en la fusión entre danse et chanson contenidos en la presentación del Ballet Comique de la Reine, coreografiado por el italiano Balthazar de Beaujoyeulx, a solicitud de Catalina de Médicis para divertir a la corte francesa. Considerado el primer ballet de cour que, en 1581 situaba a la danza en posición intermedia entre el canto, la música, los recitativos y la poesía.

De ahí que, para una mejor comprensión de la “idea interna” de su ser, tal como anotara Susan Leigh Foster en 1986 en Reading Dancing, la capacidad de “leer” la danza y de escribir acerca de ella comienza con mirar, oír y sentir los modos en que se mueve el cuerpo. Al familiarizarnos con el movimiento, podremos discernir los códigos coreográficos y las convenciones que dan a la danza su significado. Convenciones que, históricamente, han ubicado a la danza en el mundo y entre las danzas que la han antecedido. También le otorgan coherencia interna, claridad y unidad. Centrándonos en estas convenciones podemos llegar a razonar no sólo lo que esa danza significa sino cómo ha creado y conceptúa sus significados.

Ahora, como suerte de “pacto auto referencial”, el recorrido que iremos proponiendo desde estas páginas camino a la amplia programación de danza que nos aguarda desde Guantánamo hasta la Isla de la Juventud, haremos dialogar acontecimientos ya históricos con el día a día de nuestra gente de la danza. Las opiniones que se sintetizan no son únicamente mías ni mucho menos irrefutables. Son consecuencias de múltiples lecturas contrastadas, del estudio e introversión sistemática, del acompañamiento permanente al hacer de muchas creadoras y creadores nuestros en el país. De esos modos de compartir, emergen diversas influencias creativas y ejercicios críticos para viajar de la “idea externa de la danza” a esas razones que impulsan hoy la creación en el país.

 

 

Referencias:

 

Carlos Pérez Soto. Proposiciones en torno a la historia de la danza, LOM Ediciones, Chile, 2008.

Histoire de la danse http://www.theatreducapitole.fr/pdf/Histoire_du_Ballet.pdf

Susan Leigh Foster. Reading Dancing, University of California Press, London, 1986.

 

 


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